jueves, 1 de junio de 2023

Raiders of the Lost Ark (Steven Spielberg, 1981)

Ardua empresa, sin duda, la acometida por Steven Spielberg (director), George Lucas (productor y argumentista), Lawrence Kasdan (guionista) y Philip Kaufman (colaborador en la historia), y nada desdeñable. Pocos proyectos me inspiran tanta simpatía como este intento de recobrar el espíritu del viejo cine de aventuras, de volver al festivo dinamismo que iluminó tantas tardes de nuestra infancia, de darle a los que hoy son niños la ocasión de descansar un poco de la sandez televisiva y dar rienda suelta a su imaginación y a su afán de misterio, intriga y aventura gracias al mágico trampolín de las imágenes en movimiento. En nombre de mis hijos, a quienes sin duda ha de encantarles su película, agradezco a esos cuatro directores que hayan hecho En busca del arca perdida. Sin embargo, creo necesario confesar mi relativa decepción: la búsqueda, de momento, me parece infructuosa. Tal vez se trate de una misión imposible, quizá sea preciso abandonar la nostalgia de las películas que tanto nos cautivaron o limitarse, arriesgándose al desencanto, a volver a verlas por televisión, en la filmoteca o cuando se repongan, pero el caso es que, al contrario de lo que sucedía —y sigue ocurriendo cuando las veo de nuevo— con El halcón y la flecha, El temible burlón, Scaramouche, El prisionero de Zenda,  El hidalgo de los mares, Los gavilanes del estrecho, El mundo en sus manos, La mujer pirata, Robinson Crusoe, Harry Black y el tigre, Fuego escondido, Robín de los Bosques, Ave del paraíso, El cisne negro, Pacto de honor, Los inconquistables, Piratas del mar Caribe, Cuando ruge la marabunta, Todos los hermanos eran valientes, La casa de los siete halcones, Luchas submarinas, Las minas del rey Salomón, Mogambo, Fuego verde, Llanura roja, La carga de la Brigada Ligera, Tres lanceros bengalíes, Espía por mandato, El submarino fantasma, La casa grande de Jamaica, Garras de codicia y otras muchas que vi entre los cinco y los quince años, casi nada de lo que pasa en Raiders of the Lost Ark me parece espontáneo, libre, divertido, despreocupado o sincero, sino forzado —a veces, esforzadamente conseguido—, imitativo, muy de segunda o tercera mano y, sobre todo, planteado, más que con humor o ingenuidad, con ironía, con lo que los americanos llaman tongue-in-cheek, es decir, sin creérselo, sin convicción, queriendo cubrirse las espaldas ante posibles acusaciones de infantilismo. Es muy posible que las películas que antaño rodaban Walsh, Dwan, Cromwell, King, Tourneur, Thorpe, Ludwig, Seiler, Selander, Hathaway, Douglas y compañía tuviesen por primordiales —aunque no únicos— destinatarios a los menores de quince años, pero les trataban sin condescendencia, sin pensar que eran unos retrasados mentales, sin pretender confinarles a un estrecho territorio imaginado por los mayores como el más adecuado para su edad, sino intentando, por el contrario, abrirles nuevos horizontes de agitación y aventura, atizando el fuego de su fantasía, proponiendo sin didactismo ejemplos de honestidad, valor y heroísmo tal vez utópicos pero irrenunciables, sin espacio para el cinismo o la carencia de ideales y ambiciones. Por eso aquellas películas, probablemente infantiles, no tienen hoy nada de pueriles, no caen en el infantilismo y pueden divertir y entusiasmar a los niños de hoy que no estén irremediablemente contaminados por el bacilo televisivo. En este sentido, la película dirigida por Spielberg parece, más que un soplo de aire fresco, nuevo o renovado, algo así como una vacuna: inyecta ya el germen, aunque en pequeñas dosis y con distintos ingredientes y excipiente, de la artificiosa y resabiada actitud con que en todas partes se hace cine para niños. Incluso dudo que se dirija principalmente a los actuales, sino más bien a los que fuimos niños, como sus artífices, hace quince o veinte años, y nos nutrimos en los libros, las películas y los tebeos o historietas (en mis tiempos no se les llamaba comics más que en América) que constituyen el origen, un tanto manido ya, de En busca del arca perdida. Walsh y compañía se inspiraban en Stevenson, Melville, Conrad, Salgari, Sabatini, London o Dana, en su propia experiencia de vaqueros, vagabundos y marinos, en los relatos orales —verídicos o legendarios— de sus padres y abuelos; Spielberg y los suyos se basan, sobre todo, en sus recuerdos —temo que más bien vagos, no puestos a prueba, no revividos— de aquellas ficciones primigenias, y, sospecho que más de la cuenta, en ciertos «comics» ahora muy de moda, pasto de todo género de «expertos» en la «comunicación de masas» y sociólogos de la «subcultura», que se reeditan a precios exorbitantes, convertidos en objetos de lujo y de regalo y que leen, sobre todo, los que nunca de niños se «rebajaron» a hacerlo. De hecho, los sistemas imperantes en la actual producción hollywoodense, cada vez más inclinados a propiciar el absentismo del director y a dejar la elección de ángulos, encuadres y composiciones en manos de directores de fotografía, «production designers», montadores y hasta computadoras, lo facilitan enormemente: vivimos en el reino del «story-board», de los guiones más dibujados que escritos o pensados.

Hay así en Raiders of the Lost Ark, como en otras películas recientes de parecido enfoque y aspiraciones paralelas, algunas imágenes notables, llamativas en extremo, que evocan el recuerdo, más que del cine de antaño, de ciertos tebeos. Hay un recurso a la elipsis, más espacial que temporal, que tiene idéntico origen, y del que con frecuencia se aprovechan los cineastas para ahorrarse rodar escenas difíciles, caras o complicadas, desdeñando la verosimilitud con algo que nada tiene de libre y sí mucho de cómodo y de falta de respeto al público. Los personajes no existen, son meras siluetas de papel (o de celuloide), lo que hace innecesarios a los actores (basta con ponerle un sombrero a Harrison Ford y hacer que le crezca barba en un cambio de plano) u obliga a desaprovecharlos (la prometedora Karen Allen). Tal vez por eso no hay nunca verdadero dramatismo, ni surge la emoción, ni se tiende la historia con la tensión del suspense. Puede ser divertido, pero es insuficiente.

Publicado en el nº 10 de Casablanca (octubre de 1981)

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