miércoles, 21 de junio de 2023

The Jazz Singer (Richard Fleischer, 1980)

Autor de tres de la mejores películas anglosajonas del pasado decenio —10, Rillington Place (El estrangulador de Rillington Place, 1970), The New Centurions (Los nuevos centuriones, 1972) y Mandingo (1975)—, el veterano Richard Fleischer parece empeñado —y tal vez no le falten excusas para ello, en vista de lo sucedido con las carreras de otros directores de su edad— en mantenerse en activo a todo precio, en no dejar que una pausa de dos años pueda interpretarse como una señal de cansancio, debilitamiento o senilidad. De otro modo no se comprende que este hombre, hasta hace poco muy exigente, acepte con creciente frecuencia encargos indignos de su categoría, desesperadamente ineptos o a medio cocer y tan ajenos a sus preocupaciones, inclinaciones y dotes, como Doctor Dolittle (El extravagante Doctor Dolittle, 1967), Che! (1969), The Incredible Sarah (Sara, 1976), Ashanti (Ébano, 1979) o este absurdo y extemporáneo remake de la muy mediocre película que, en 1927 y en virtud del atractivo de su novedad técnica, provocó la muerte del cine mudo en su momento de máximo esplendor y la irrupción apresurada del sonoro.

Aunque el arrollador éxito comercial de la versión de Alan Crosland poco tuvo que ver con la historia que contaba, supongo que la obra teatral del ilustre guionista (nueve grandes Lubitsch y Suspicion, de Hitchcock) Samson Raphaelson, tío de Bob Rafelson, tendría algún sentido en su época, y puede que para su autor abordase cuestiones personalmente relevantes. Sin embargo, no acierto a imaginar qué razón —como no sea la falta de imaginación e inventiva que cabe sospechar tras la insólita proliferación de segundas y terceras versiones, partes, derivaciones y otras secuelas que corroen al cine americano desde hace unos años puede impulsar hoy a producir, adaptar al «gusto del día», interpretar, realizar nuevamente tan inverosímil, localista, anacrónica y minoritaria fábula, a menos que se optase por enfocarla desde un punto de vista humorístico, como puro disparate, y se encomendase su dirección al vulgar pero dinámico John Landis (o incluso al zafio pero taquillero Mel Brooks), y se pusiese a su disposición un reparto adecuado a tal perspectiva: el cantor de sinagoga podría ser Jerry Lewis —en lugar de Neil Diamond, que se revela aún peor actor que cantante—; su amante, Bette Midler —pues Lucie Arnaz, pese a ser hija de Lucille Ball, no es nada graciosa—; su padre, Woody Allen, debidamente envejecido y caracterizado —y no un Laurence Olivier, más petulante e irritantemente exasperado que nunca—, y los tres componentes del grupo de rock con el que, embadurnado de negro, actúa Yussel Rabinovitch en una de las pocas escenas en que Fleischer parece haber intuido —sin atreverse a explotarlas— posibilidades cómicas, por ejemplo, Richard Pryor, Roscoe Lee Browne y Antonio Fargas.

Lo que no entiendo es que se pretenda «actualizar» semejante folletín lacrimógeno tomándoselo en serio, porque dudo que alguien pueda creérselo en 1981: Fleischer, desde luego, demuestra su escepticismo con un rutinario savoir faire que vacila, sin ton ni son, entre la vulgaridad televisivo-estereofónica y la afectación crepuscular. Se nota que no se siente a gusto en esta camisa de once varas. Aparte de eso, tras el estrepitoso fracaso de tres films consecutivos —The Prince and the Pauper/Crossed Swords (El príncipe y el mendigo, 1977), que tenía que haber hecho, por lo menos, tan bien como Keighley cuarenta años antes; Ashanti y la que nos ocupa—, debería empezar a preocuparse, no sea que a algún productor se le ocurra verlas y decida que Fleischer no está en buena forma mental, por ágil y resistente que pueda mantenerse físicamente.

En “Casablanca” nº 5, mayo-1981

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