La vieja memoria (1978) reveló, entre otras cosas de interés, la fuerza y la soltura ante la cámara de Dolores Ibárruri, «temible» comunista más conocida como «La Pasionaria»; aún vigorosa y enérgica, parecía dura y curtida por la vida, ciertamente, pero nada tenía —pese a su aire de enlutada severidad— de la «fiera» pintada por más de cuarenta años de propaganda franquista. No le faltaba sentido del humor y hacía gala de un talento narrativo, una expresividad y un correcto, sabroso y natural uso del castellano que hoy llama poderosamente la atención, tanto en Alberti como en Líster, es decir, en cualquier persona de su generación, con independencia de su origen y cultura.
Dolores (1981) se centra en la persona que es hoy y fue antaño Pasionaria y nos confirma lo que, de pasada, la película de Jaime Camino había permitido intuir.
Hay que decir que tanto la protagonista como los realizadores —José Luis García Sánchez y Andrés Linares— superan con éxito la prueba que supone un documental de largometraje acerca de una sola persona, sin recurrir en exceso —y con acierto, además— al material de archivo. Para ello era indispensable que el objeto del documento tuviese interés; mejor dicho, en este caso, que su sujeto fuese una persona y un personaje al mismo tiempo: en el paso constante del mito (Pasionaria) a la realidad (Dolores) está la gracia y el encanto de este apreciable retrato de Dolores Ibárruri.
Dolores no es un panfleto partidista ni una estampita hagiográfica ofrecida a la veneración de los militantes; no es un ejemplo de culto a la personalidad —práctica a la que la propia interesada, por su bronco humor y su sencillez, no parece que se hubiera prestado de buen grado, y no cabe imaginar que nadie hubiese podido obligarla en contra de su voluntad—, ni tampoco es una operación de blanqueamiento de sepulcros o un intento de recubrir al «lobo» con su piel de cordero. Se evitan, ciertamente, cuestiones espinosas, en general las de carácter político o ideológico, pero no me parece mal: demasiado se ha insistido ya —en contra o a favor— en esa faceta de Dolores Ibárruri, a expensas del resto de su personalidad.
El enfoque biográfico de los directores permite que Pasionaria rememore, sin afectación, con gracia y emoción, con pudor también, su vida privada, afectiva y familiar, y que muestre así que la actividad política va estrechamente unida al desarrollo de la personalidad, que el compromiso nace de los problemas prácticos, reales, vividos en carne propia o cercana de allegados, vecinos o compañeros que nos conciernen, y que esa «comunión» es la que impulsa a la acción, al aprendizaje teórico, la resistencia o a la lucha.
El gran acierto de García Sánchez y Linares no ha sido simplemente disipar la imagen de una terrible y sanguinaria Pasionaria sino, sobre todo, presentarnos a una persona —más exactamente, pues lo sigue siendo plenamente, a una mujer— llamada Dolores, que a sus ochenta y cinco años está dispuesta a contarnos —a retazos— su vida, a entonar de nuevo las canciones de su infancia, a confesar sus ilusiones de juventud, a aguantar ante la cámara el dolor evidente que le produce el recuerdo de su hijo mayor, caído en Stalingrado. Al verla y escucharla cae uno en la cuenta de que nació el mismo año que John Ford.
Lástima que los modestos y esmerados artífices de esta película hayan creído oportuno alistar en la empresa a un fantasmón cuya voz en off suena engolada y petulantemente, como si quisiese recordarnos que lleva bufanda y que en esta ocasión, para colmo, da rienda suelta a sus vanas y vanidosas pretensiones de poeta: la manida y cursi retórica de Umbral se da de bofetadas con la figura que pretende exaltar, con lo que representa y con el tono general adoptado por los directores y mantenido incluso cuando el actor Juan Diego recita —y bien, con sentido y sentimiento— verdaderos poemas, sobre todo el muy hermoso España, aparta de mí este cáliz, de César Vallejo.
En “Casablanca” nº 5, mayo-1981
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