De no ser uno de los intérpretes que equitativamente protagonizan Canción de cuna, no sé realmente de cuál de las numerosas películas en las que ha actuado Alfredo Landa estaría hablando, porque encuentro que la gran mayoría no están a la altura de su trabajo y, sobre todo, de su capacidad para dar vida a un personaje y establecer contacto con el espectador. Por fortuna, tiene unos cuantos papeles que le han dado ocasión de demostrar su talento y de hacerse justicia, y uno de ellos es, sin duda, el barojiano doctor de Canción de cuna, a quien sólo vemos fuera de su casa, y hasta de su consulta, en sus periódicas visitas al convento en el que se desarrolla la acción, pero al que llegamos a conocer íntegramente, pese a su pudor y a que no habla demasiado. Hasta ese punto existe —como en el cine de John Ford— cada personaje de la por ahora última película de José Luis Garci, por fugaz y entrevista que sea su presencia, por elíptica y discreta que sea su presentación, muy alejada de la insistencia, a veces excesiva y en demasía locuaz, de otros personajes de la mayor parte de las películas de Garci anteriores a su serie televisiva Historias del otro lado, decisivo y poco conocido —y nada estudiado, por cierto— punto de inflexión en su carrera, del que sólo encuentro indicios previos en los dos Crack, casualmente protagonizados por Landa, y que constituirían, sin duda, ahora que lo pienso, mi segunda opción para este capricho.
Creo que el secreto de este cambio, que me hace inagotable Canción de cuna y me permite regresar a ella una y otra vez, con el mismo asombro admirativo y acrecentada emoción y gratitud, reside precisamente, en gran medida, en una nueva concepción de la dirección de actores, que es parte de una diferente actitud de Garci en cuanto cineasta. Esquemáticamente, porque no hay espacio aquí para adentrarse en el análisis de la película, y menos todavía de la filmografía de Garci, podría decirse que éste —al menos por el momento— parece haber renunciado a la primera persona, a contarnos su vida o sus sentimientos, y convertirse en portavoz generacional, para consagrarse a contar historias y, por tanto, a concentrarse en la puesta en escena cinematográfica. Los actores han dejado de representarle, y de expresar verbalmente lo que el autor piensa y opina, para ser simplemente los personajes y dejar que sea su propia historia la que indirectamente nos deje entrever, si queremos y sin que nadie nos lo pida, lo que a Garci le gusta, le admira o le inspira curiosidad o adhesión. Este paso a la tercera persona ha liberado tanto al director como a los actores, ha llevado a éstos al centro de la atención de Garci, sobre todo en Canción de cuna, película de una sobriedad y precisión que no están reñidas con el gusto por la belleza y la transmisión de los sentimientos, salvo que ahora son los de los personajes, más que los suyos, los que importan, y por eso nos llegan envueltos en una mirada tan llena de afecto y comprensión como de serenidad.
En ese nuevo marco de referencia ha entrado Alfredo Landa, como casi único hombre —pues sólo al final se le añade Carmelo Gómez— de una película tan centrada como Siete mujeres, de John Ford, en un grupo de mujeres que no por ser monjas han perdido su condición femenina, y con las que el doctor encarnado por Landa tiene relaciones tan castas y amistosas como sexuadas. Sin dar nunca la sensación, a menudo molesta, de muestrario, de exhibición de virtuosismo, lo cierto es que el papel —relativamente breve, como todos en la película— da a Landa ocasión de ser todo lo que puede, a menudo al mismo tiempo: contenido y expresivo, irónico y melancólico, estoico y burlón, serio y travieso, tímido y ocurrente. Que el eje del landismo, un secundario fulminantemente convertido en protagonista que permitió que surgiera a su alrededor un género de éxito popular duradero, sepa hoy integrarse —y como pez en el agua, sin atraer hacia sí la atención, compartiendo los planos— en un reparto femenino de la máxima diversidad —que va de Amparo Larrañaga a María Luisa Ponte, pasando por Diana Peñalver, Maribel Verdú, Fiorella Faltoyano, Virginia Mataix o María Massip, todas distintas de edad, de estilo, de aspecto físico, de carácter, de actitud— es una prueba de la versatilidad del actor y de la confianza, basada en el conocimiento, que tiene Garci en sus dotes y su capacidad de adaptación, que otras veces le ha hecho rebajarse.
Resulta así que la película alcanza un grado de naturalidad que está muy lejos de la tendencia a la impostación que suele viciar, al menos en parte, casi todo el cine español de cualquier época: esto, que es en general un logro asombroso, lo es de un modo muy particular con un actor caracterizado por su vis cómica, que resulta especialmente divertido cuando se entrega al histrionismo desenfrenado, que brilla en las situaciones delirantes de algunas de las estrambóticas comedias que protagonizó en su época de mayor éxito comercial, cuando parecía que la taquilla estaba tan asegurada por su mera presencia y un título chabacano, de los que a mí me hacen huir, que daba igual la historia, unas veces era nula y otras de un grado de locura insólito y hasta saludable.
Lo mismo que las recónditas alusiones a Ford o McCarey no ofenden en Canción de cuna, ni desentonan de la película, la interpretación contenida, controlada e interiorizada de Landa es de lo poco que en nuestro cine se puede comparar sin sonrojo con la de un John Wayne, un Buster Keaton o el Spencer Tracy de las grandes ocasiones. No falta nada: ni la tristeza muda que en otras ocasiones se ha subrayado hasta depreciarla, y que aquí sólo vislumbra quien escruta la pantalla para detectar la intensidad de la emoción que su rostro trata de ocultar, hasta la chispa de locura y de espíritu rebelde y zumbón que brilla en esos ojillos que de pronto se iluminan y solapadamente sonríen.
Decir que aquí Landa está a la altura de la película es el mejor elogio que puede hacérsele, aquí y ahora, a un actor.
En “Nickel Odeon” nº 5 (Invierno 1996)
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