miércoles, 7 de junio de 2023

Último Bresson: Lancelot du Lac

Lancelot du Lac (Robert Bresson, 1974)

Si toda película se define por el ángulo con que incide en su contexto -es decir, el cine de su época-, forzoso será concluir que, como de costumbre pero más que nunca, el último film de Robert Bresson se caracteriza por su rechazo de todo lo que actualmente se realiza en el campo de la expresión cinematográfica, o mejor -para ser al mismo tiempo más amplios y más precisos-, en el terreno de la imagen y el sonido. La diferencia primordial que existe entre Lancelot du Lac (1974) y otros films de Bresson, igualmente ajenos a la “normalidad” del cine, como por ejemplo Au hasard Balthazar (1966) o Pickpocket (1959), estriba, más que en ningún cambio en el estilo o en la manera de hacer de su autor, en que el contexto que éste rechaza se ha hecho más pobre, convencional y desorientado, y por tanto mucho menos compatible con los films individuales y exigentes de Bresson. Me parece innegable que el cine atraviesa una fase -ya bastante dilatada, y que amenaza con eternizarse- de falsedad o, en el mejor de los casos, de confusión y de eclipse; esta crisis de desconcierto no parece, además, positiva, en cuanto que no se vislumbra en ella el anuncio de una vía fértil para el cine inmediatamente futuro; los contados films verdaderamente relevantes de los últimos años además de convertirse, con excesiva frecuencia, en fracasos de público y de crítica -o son demasiado sutilmente renovadores, y por ello pasan desapercibidos, o reflejan con mayor o menor lucidez y amargura la crisis de un lenguaje que está perdiendo el consenso que hacía de él un vehículo de comunicación válido, o simplemente mantienen de forma residual y fragmentaria el esplendor de una tradición que -sin perder vigencia efectiva- está viendo disminuido su prestigio y el número de sus practicantes. Los verdaderos creadores que aún no han muerto ni se han retirado definitivamente del cine se encuentran en paro, o se ven forzados a dimitir de sus aspiraciones, cuando no adoptan voluntariamente posturas suicidas -mudas o ruidosas, según su carácter-, o se enclaustran en un mundo personal obsesivo, cerrado y autorreferencial. Bresson tiene sobre todos ellos, compartiendo el aislamiento de los últimos mencionados, una dolorosa ventaja: la de persistir en -y no iniciarlo, a una edad avanzada- un combate solitario, en una soledad rigurosa a la que ya está habituado, puesto que siempre ha operado, si no contra el grueso del cine, sí al margen de las escuelas, modas o tendencias que se han ido relevando a un ritmo cada vez más vertiginoso en la cúspide de la actualidad. En cualquier caso, ¿quién se acuerda ahora de Glauber Rocha, quién se acordará dentro de cinco años de Jancsó o de Marco Ferreri? Sin duda, los mismos que aún puedan recordar como algo operante el cine de Vera Chytilová, de Valerio Zurlini, de Ermanno Olmi, es decir, versiones recientes de aquellos para quienes Zinnemann, René Clair o Vittorio De Sica existen todavía.

El caso de Bresson, por excepcional, delata la corrupción del cine; antes, era totalmente inaceptable la tesis de que quien, como él mismo, estuviese con Bresson, tendría que rechazar, forzosamente, el resto del cine; hoy, salvo raras excepciones de las que no hacen sino confirmar la regla, y sin necesidad de aferrarse al estandarte bressoniano, es una seria tentación la de prescindir, sin demasiados escrúpulos, de casi todo el cine que se hace. Es más, tal vez Rossellini exagerase cuando, escandalizando a medio mundo, implicó en su actitud, en 1964, que el cine había muerto; hoy, en el fondo, casi todo el mundo estaría dispuesto a admitir, si no su defunción, sí al menos su estado agonizante, paralelo, por lo demás, al de casi todas las artes. Tal vez estemos llegando a una etapa histórica en que el cine sobra, o es imposible, o necesita cambiar de función; si aceptamos la de definición de arte que dio Roland Barthes en El grado cero de a escritura, es decir, “el pacto que liga al escritor con la sociedad”, cabrá concluir tentativamente, que la relativa resistencia de Bresson obedece a que el autor de Mouchette ha permanecido siempre fuera de “la seguridad del arte”, en “la soledad del estilo”. En consecuencia, es lógico suponer que la crisis del pacto autor-sociedad que actualmente atravesamos no le afecte, puesto que para él no supone una novedad: Bresson sigue su camino solitario y obstinado, al margen del desmoronamiento provocado por la crisis, pero no al margen del conflicto que ha sido uno de los primeros cineastas en plantear y tratar de resolver, hasta tal punto que un proyecto como Lancelot du Lac, concebido hace más de veinte años, no se ha visto invalidado o superado por el paso del tiempo, ni ha sido erosionado y alterado por su transcurso, sino que ha ido afianzándose, haciéndose verdaderamente posible, gracias precisamente al trabajo práctico -diez films- que ha llevado a cabo Bresson antes de realizar Lancelot du Lac. Cabe preguntarse,  incluso, si todo el cine de Bresson, a partir del Journal d’un curé de campagne (1951), no ha sido mera práctica, ejercicio, preparación para Lancelot; no sería extraño, considerando la obstinación con que Bresson se ha mantenido firme en su propósito de realizar su más caro y antiguo proyecto, y explicaría, además, que en Lancelot du Lac dejen de resultar extraños y encuentren una justificación evidente -casi diríamos que elemental- muchos de los rasgos más chocantes de las anteriores películas de Bresson.

En efecto, todas las precedentes obras de Bresson -tal vez menos explicablemente-, tenían algo que ver con el oratorio, con el auto sacramental, con la morality play de la Edad Media, incluso con ciertas obras de Claudio Monteverdi precursoras de la ópera, como Il combatimiento di Tancredi e Clorinda, y este doble carácter de representación esquemática y no naturalista, por un lado, y de composición musical, por otro, constituyen dos referencias que el propio tema de Lancelot du Lac -el ciclo bretón de la leyenda arturiana, la búsqueda del santo Graal por los caballeros de la Tabla Redonda, el amor adúltero de Lancelot du Lac y la reina Guenievre, la desaparición de Parsifal, las pugnas internas en el seno de a corte del rey Artús, etc.- evoca inmediata y lógicamente. Sin embargo, Bresson ha prescindido siempre de la intención simbólica o alegórica que presidía las representaciones medievales, no guardando de ellas sino la economía y el sentido ritual del gesto -ya que prescinde, también, de la finalidad moral o moralizante que las presidía, optando más bien por la negación del significado-; al mismo tiempo, la música es utilizada con la mayor contención, y la voz humana confinada a una inexpresividad tonal absoluta, por lo que  la musicalidad no es propiamente melódica, sino rítmica, de cadencia de imágenes, de ruidos, de sonidos naturales. Ahora bien, en una cosa sí es realmente fiel Bresson a las fuentes originarias de su estilo cinematográfico: en la actitud que exige del espectador.

Ante una obra de arte, un suceso, un discurso; ante un accidente, un espectáculo, un film, caben muy diferentes formas de contemplación o de expectación. Ante el cinematógrafo de Bresson -esa escritura con imágenes y sonidos que él separa del cine y del teatro con idéntica energía, y que se aproxima más a la pintura y a la música cuando defiende su originalidad y pureza- debemos adoptar una actitud más semejante a la de aquél que asiste a un concierto de música de cámara que a la de los normales parroquianos de una sala de proyección o de un teatro; nada, por otra parte, se nos dará digerido, explícito, terminado, sino precisamente en bruto, sin adorno, desnudo, sin interpretar, con el objeto de que nosotros mismos, a partir de la materia prima que nos presenta el film, podamos organizar mediante una actividad intelectual y efectiva irrenunciable, esos elementos, extrayendo de su yuxtaposición libre un contenido personal, tan de Bresson como nuestro, y tal vez, incluso, más nuestro que suyo. Al igual que la música carece de sentido determinado, y ni siquiera es, de hecho, interpretable como significación, pero, a pesar de -o precisamente por- eso, tiene un insuperable poder de sugerencia, de resonancia, de activación mental, el cinematógrafo bressoniano puede suscitar en nosotros todo tipo de ideas, razonamientos, sensaciones y sentimientos que, sin estar previamente inscritos en el film, se encuentran, sin embargo, en potencia, como contenidos latentes, en sus imágenes, en sus sonidos, en sus rostros, en su fluir armónico y brusco, en su estructura invisible, en su tosca y elemental yuxtaposición de elementos exclusivamente físicos y materiales (desligados de las connotaciones ideológicas o efectivas habituales, convencionales, que tendrían si fuesen puros significantes).

Tal vez una breve incursión en territorios musicales ayude a esclarecer la función del cinematógrafo de Bresson y su particularísima forma de relacionarse con el espectador.

“Los acordes, figuraciones y polifonías han sido desterrados y suprimidos, subsistiendo únicamente bajo las superficies sonoras de la composición -en el fondo, como superficies acuáticas-, en secreto pero siempre operantes. Ello implica una correlativa forma vacía, en la que surgen figuras sin rostro (…), poderosas cercanías y lejanías, una arquitectura que se presenta pálida como andamiajefaltándole un edificio perceptible. Sólo quedan la severidad y la elevación (…); lo demás ha desaparecido en los espacios vacíos (…) de la forma musical”.

György Ligeti (sobre sus Volumina, 1961)

Hace ya casi siete años que, en el programa de un recital de órgano -a cargo de Gerd Zacher-, estas palabras autocríticas o explicativas del compositor húngaro Ligeti me llamaron la atención por su precisa descripción del cine de Bresson. Tras ver Lancelot du Lac, la coincidencia es aún más asombrosa: el destierro del espectáculo, del dramatismo y del énfasis son más notables ahora que el tema -caballeros con lanza y coraza, que se baten en torneo o en fatigadas incursiones en la penumbra del bosque- invitaba a la espectacularidad de un Richard Thorpe, de un Eisenstein, de un Welles; la fragmentación visual -y las elipsis, muchas veces más espaciales que temporales- habitual se ha hecho extremada, haciendo de cada plano una huella, una pista, un indicio reducido a lo estrictamente imprescindible para que podamos reconstruir la totalidad de la acción que sólo en parte vemos, y que sólo en parte -mayor que la visual- oímos; las figuras sin rostro de unos intérpretes no sólo vírgenes de cine y desconocidos, sino con frecuencia ocultos bajo cascos, celadas y armaduras; la severidad y dignidad de unas imágenes reposadas y desnudas que se suceden sin demora ni redundancia, sin recrearse en la belleza serenamente seria y misteriosa de Laura Duke Condominas (Guenievre), ni en la ruda virilidad cansada de Luc Simon (Lancelot), ni el juventud idealista y suicida de otros caballeros de la Tabla Redonda; la sinuosa, casi invisible y soterrada melancolía que impregna toda esta película sobre el fin de un mundo y la desaparición de una forma arcaica de entender la vida; todos estos rasgos peculiares de Lancelot du Lac responden a la perfección, casi sin necesidad de parafrasearlas, a las palabras de György Ligeti.


Bresson renunció desde el principio -ya desde Les anges du péché (1943) y Les dames du Bois de Boulogne (1945), pero sobre todo desde Journal d’un curé de campagne a algunos de los más atractivos y llamativos atributos tradicionales del cine, tales como los crescendos emotivos, la variedad de escenas y tonos, las masas de figurantes, la interpretación psicológica de los personajes, el diálogo brillante, la “espontaneidad natural” del “cine real como la vida misma”, el barroquismo visual, la pormenorización de la intriga, el alto voltaje emotivo, el suspense, los números de divo, etc., es decir, todo el aparato decorativo, todo el entarimado externo y efectista de una serie de emociones que en sus obras quedaban no arrinconadas, sino subterráneas, implícitas, retenidas y contenidas por el rigor y la sobriedad de Bresson, pero que no por ello dejaban de motivar y mover a sus personajes y que, por tanto, tácitamente, aunque no en primer término, continuaban operando decisivamente, muchas veces  a través del sonido y no de las imágenes. Un film de Bresson sería algo así como los cimientos, el esquema, el boceto, el fantasma de un posible film tradicional que no existe en la pantalla, pero que podríamos recomponer o reconstruir mentalmente, si quisiéramos, a partir de los materiales desnudos que Bresson nos suministra. En este sentido, el cinematógrafo de Bresson sería también musical, en cuanto a que equivaldría a una crítica y silenciosa partitura que, para convertirse en música, precisaría de la participación activa del espectador, intérprete de esa música inscrita en el pentagrama de la pantalla, pero no “ejecutada” y, por lo tanto, inaudible sin el concurso del músico. A este respecto, considero pertinentes dos comentarios de Gerd Zacher a su interpretación al órgano del Contrapunetus 1 del Arte de la fuga de Bach. En primer lugar, cuando dice: “Pero, al igual que un cuadro, compuesto de puntos, los ojos captan, sin embargo, una forma continua, aquí también se compone de puntos”, sonoros en Bach, temporales en la narrativa bressoniana. En segundo lugar, cuando recuerda que Bach “compuso solamente la estructura desnuda. El proceso de componer tiene como fin la comparación, sólo de la cual surge un resultado imprevisible” (los subrayados son míos, al igual que en citas anteriores). Comparar es cotejar, poner una cosa junto a otra, hallar el sentido de la yuxtaposición, relacionar entre sí sonidos o imágenes, o imágenes con sonidos, y esa es, precisamente, la tarea que Bresson asigna al espectador de sus películas, es decir, la de comparador, co-compositor o intérprete. Por eso, en el cine de Bresson, el placer está en el proceso del entendimiento.

En “Ojo al cine” número 3 y 4 (1976)

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