Ahora que Godard ha vuelto a ser uno de los cineastas en activo, con los que, se quiera o no, hay que contar para tomarle el pulso al cine, parece oportuno, si no estrictamente imprescindible, tratar de reconstruir el camino que ha recorrido hasta llegar al punto en que se encuentra. Sin remontarse, porque es del dominio público y pertenece ya a la historia del cine –e incluso a su leyenda–, al inicio de su fulgurante carrera, impetuosamente emprendida en compañía de un pelotón de amigos y compañeros (lo que se llamó la “Nueva Ola”), tal vez convenga retroceder, al menos, al momento crítico que supuso para él –como para tantos otros de su generación, e incluso alguno de la siguiente, aunque por razones diferentes– el año 1968.
Aunque habrá ya muchos jóvenes para los que 1968 no signifique nada, para los que lo éramos entonces fue un año decisivo, en el que sucedieron muchas cosas y muchas otras estuvieron a punto de ocurrir. Tanto las que se frustraron como las que tuvieron “éxito” dejaron, en general, muy mal sabor de boca, y una estela de decepción y desconcierto que fue preciso asimilar y superar. A unos les resultó relativamente fácil; a otros, más conscientes, más comprometidos, o más ilusos y menos propensos al olvido, les llevó años aprender a vivir en una atmósfera que se les había hecho irrespirable, en una sociedad que cada vez se parecía menos a la que habían deseado, a la que –durante unos días febriles del mes de Mayo, durante una breve e irrepetible primavera– habían creído al alcance de su mano. Unos se perdieron en la nostalgia del sueño violentamente interrumpido, y parecieron sonámbulos durante algún tiempo; otros tuvieron que volver a aprender a andar, a hablar, a mirar la realidad de otra manera. Godard ha sido –hasta hace seis años pudo dudarse, ahora está muy claro– de los segundos, y tal vez el que, por la posición que ocupaba como “líder” de la avanzadilla del cine mundial, ha tenido que hacer un mayor esfuerzo. Para apreciarlo, hay que recurrir al procedimiento narrativo que en cine se conoce como flashback. Volvamos, pues, atrás.
Retorno al pasado:
París, 1968
En Enero, Jean–Marie Straub & Danièle Huillet presentan por vez primera en público “Chronik der Anna Magdalena Bach” (1967), que sigue siendo, casi veinte años después, una de las obras cumbres del cine que entonces era “nuevo” y hoy no ha sido superado en originalidad y audacia. En Febrero, Cahiers du Cinéma publica, por penúltima vez en muchos años, sus tradicionales listas de las mejores películas estrenadas el año anterior: entre ellas hay cuatro de Godard –“2 ou 3 choses que je sais d'élle” y “Made in U.S.A.”, rodadas en 1966, y “La Chinoise” y “Weekend”–, más su sketch de “Le Plus Vieux Métier du Monde”. Se estrena “Loin du Viétnam”, largometraje en el que intervienen varios cineastas de la Nouvelle Vague (Resnais, Demy, Varda, Marker) y en el que destaca el polémico y nada anónimo episodio de Godard. El tardío estreno parisino de “Prima della rivoluzione” (1964) de Bertolucci parece rubricar el triunfo del “nuevo cine”. Godard realiza para la ORTF “Le Gai Savoir”, que la televisión estatal se niega a difundir. Estalla el “affaire Langlois”, con protestas y manifestaciones en defensa del destituido rector de la Cinémathèque Française. En Abril es fácil detectar una inusitada presencia de la policía –los pronto notorios CRS– en los alrededores de la Sorbona, y se masca la tensión en los ambientes universitarios, tal como un año antes había descrito Godard en “La Chinoise”. Marx, Mao y Marcuse son nombres de moda; también Brecht, Freud, Sartre… y Godard, todavía discutido y con irreductibles adversarios, pero que parece el ejemplo paradigmático de ese “nuevo cine” que, en menos de diez años, ha logrado imponerse, no sólo en Francia, sino en casi todo el mundo: del Canadá (Lefebvre, Perrault, Brault, Lamothe, Groulx) a la Argentina (Hugo Santiago, Solanas, Getino, Fischermann, Favio, Kuhn, Kohon) pasando por México (Alcoriza, Ibáñez, Cazals, Ripstein, Isaac) y Cuba (Humberto Solas, Tomás Gutiérrez Alea, Santiago Álvarez, García Espinosa, Manuel Octavio Gómez); desde el Japón (Oshima, Hani, Imamura, Ogawa, Teshigahara) a los Estados Unidos (over– o underground, en Hollywood o en Nueva York: Robert Kramer, Monte Hellman, Sam Peckinpah, Arthur Penn, Jerry Lewis, Shirley Clarke, los hermanos Mekas, Robert Frank, Peter E. Goldman, Cassavetes, Paul Newman, Andy Warhol, Paul Morrissey, Jim Me Bride, Kubrick, Perry), pasando por Yugoslavia (Klopcic, Makavejev, Paulovic, Zafranovic), Hungría (Jancsó, Elek, Mészáros, Gaál, Szabó), Polonia (Skolimowski, Polánski), Checoslovaquia (Forman, Passer, Chytilová, Némec, Schorm, Jires), la U.R.S.S. (Mikhalkov–Konchalovskií, Paradjanov, Danelia, Shapitko); desde España (Saura, Patino, Picazo, Suárez, Portabella) o Italia (Bertolucci, Bellocchio, Pasolini, Amico, Ponzi, Schifano, Olmi, los hermanos Taviani, Rosi, De Seta, De Bosio, Ferreri), pasando por Egipto (Chahine), hasta Senegal (Sembene) o Costa de Marfil (Écaré); desde Australia (lan Dunlop) a Inglaterra (Finney, Cammell, Roeg, Schlesinger, Clayton, C. Donner, Anderson, Reisz, Platt–Mills, Loach, Lester), pasando por Bélgica (Delvaux), Holanda (Ditvoorst, Rademakers, Verstappen), Alemania (Straub, Kluge, Herzog, Fassbinder, Fleischmann, los Schamoni, Schroeter, Syberberg), Suiza (Tanner, Yersin, Reusser, Soutter, Schimd, Goretta), Dinamarca (Carlsen, Kjaelruff–Schmidt), Suecia (Jorn Donner, Troell, Cornell, Björkman), Finlandia (Jarva, Pakkasvirta) y Francia (Godard, Rivette, Rohmer, Resnais, Truffaut, Kast, Doniol–Valcroze, Chabrol, Demy, Marker, Varda, Eustache, Pialat, Pollet, Vecchiali, Garrel, Sautet, Borowczyk, Arrieta, Téchiné, Etaix, Lelouch), sin olvidar Brasil (Rocha, Guerra, Dahl, Diegues, Nelson, Pereira dos Santos, Joaquim Pedro de Andrade, Farias, Hirszman, Jabor, Saraceni, Walter Lima Jr.) y algunos tímidos brotes en Portugal, Grecia, Turquía, Irlanda, Camerún, Etiopía, Guinea, Filipinas, la India, Indonesia, Noruega, Bolivia, Perú, Uruguay o Bulgaria, pocos son, en efecto, los países –por atrasados que estuvieran, por escasa o inexistente que fuese su industria o su tradición cinematográfica– que permanecen completamente al margen de este movimiento renovador desencadenado por el relativo éxito y la fuerza proselitista de los planteamientos estético–económicos de la Nouvelle Vague. Que muchos de estos nombres que, al azar de mi memoria, he recordado estén hoy completamente olvidados, o supongan –en ocasiones– lo contrario de lo que en aquel momento parecieron, cuando eran, más que nada, depositarios de grandes esperanzas, dará idea de las dificultades que han tenido que vencer – y no siempre han podido– durante los años 70. Incluso la asombrosa tasa de mortalidad de estos jóvenes puede ser un indicio de lo duro que ha sido sobrevivir, de forma aún más dramática que el simple recuento de los fracasados o de los que sólo tras un largo período de inactividad o repliegue han vuelto a estar en primera línea.
Que Jean–Luc Godard, a quien tantos por aquellas fechas tomaban por ejemplo y modelo, haya sufrido como pocos la confusión y el rechazo de los tiempos de penuria que, cuando casi cantaban victoria, se les vinieron encima, no puede extrañar: también en lo negativo su caso es representativo. Téngase en cuenta, además, que estas dificultades no se debían al simple abandono del público, a las presiones externas de la economía cinematográfica o a los vaivenes políticos que sacudieron el mundo, sino que tenían unas raíces inmediatas en la propia situación de desorientación estética y desaliento moral de los realizadores, divididos entre sí y –en ocasiones– hasta en su fuero interno por la duda entre hacer el cine que habían soñado, que deseaban y sabían hacer, y el que –con mayor o menor convicción, con menor o mayor fanatismo– se creían en la obligación de hacer, aunque no supiesen cómo ni exactamente porqué. No es raro, por tanto, que un autor tan consciente y reflexivo como Godard, y tan preocupado por los dilemas éticos, sobre el que pesaba, por añadidura, la responsabilidad de ser el más prolífico y veterano de los representantes de la vanguardia –con quince largometrajes en su haber, y una reputación y un prestigio incomparablemente superiores a los de otros cineastas menos polémicos–, fuese uno de los primeros en tomar posiciones, y que las adoptase de forma tan radical como suicida, hasta el punto de tirar por la borda el “renombre” que había adquirido, repudiar su obra pasada y romper con aquellos amigos que, en Francia (Truffaut, Chabrol) o en el extranjero (Bertolucci), optaron por otro camino. Al que quiera hacerse una idea de lo que supuso el cataclismo de 1968 (fracaso de la revolución espontánea de Mayo en París, invasión soviética de Checoslovaquia en Agosto) para los jóvenes cineastas comprometidos, le recomiendo que vea la admirable película esquizoide de Bernardo Bertolucci titulada “Partner” (1968), incomprendida precisamente por su reveladora “histeria” formal y porque su sinceridad conduce a un molesto callejón sin salida. No me extraña nada que Straub saliese de su proyección en Venecia 1968 con lágrimas en los ojos, aunque eso puede resultar hoy tan incomprensible como la propia película a todos aquellos que no vivieron –siquiera de lejos— esos meses, o han preferido olvidarlos por completo.
Los pasos perdidos
A Godard los sucesos de Mayo le pillaron, como es lógico, haciendo una película. Con un pie en París y el otro en Londres, donde rodaba –tenía que cumplir un contrato– “One Plus One”, con los Rolling Stones y Anne Wiazemsky. Se perdió, pues, buena parte del espectáculo, con gran frustración. No es cierto –lo desmintió tajantemente en 1978– que se pasease por las calles de París, cámara en mano, filmando entre las barricadas: simplemente, le hicieron una foto un día que llevaba una cámara que no utilizó. Se le atribuyeron algunos breves ciné–tracts, panfletos filmados que se proyectaban en fábricas o facultades ocupadas, pero no parece que fuesen enteramente suyos. Lo cierto es que ni el estallido ni la represión del movimiento estudiantil de Mayo, que desembocó en una huelga general y un referéndum ganado por De Gaulle, disminuyeron la febril actividad de Godard. Solo o como parte de diversos grupos colectivos improvisados, no paró de hacer cosas, en ocasiones sin acabarlas; por lo general, no fueron proyectadas más que clandestinamente, en minoritarios circuitos paralelos y ante un público de simpatizantes. Pocas de esas películas son, aún hoy, fácilmente accesibles, sobre todo fuera de Francia, y no es imposible que algunas de ellas más valga no conocerlas, pues presentan un interés relativo y discutible, además de ser excesivamente tributarias del momento concreto de su realización –a veces, de su concepción: tal vez por eso no llegó a terminar algunas, o lo hizo años más tarde, como en el caso de “Ici Et Ailleurs”, y modificando radicalmente su enfoque–. Es muy posible que estos trabajos hayan sido útiles y necesarios para Godard, pero es dudoso, en cambio, que aporten nada verdaderamente sustancial al estudio de su obra, ya que la actitud del realizador frente al cine se había hecho muy negativa: al sentirse –como se decía entonces– “contestado” por los jóvenes, que le reprochaban haberse convertido en un “valor de cambio” en lugar de tener “valor de uso”, Godard se creyó obligado a una humillante “autocrítica”, a rechazar como “burguesa” y “esteticista” su obra anterior, a renunciar a su nombre –él que tanto había preconizado el “cine de autor” y que introducía su voz, su letra, su imagen en cada película, con un afán sorprendente de “firmar” cada imagen– y respaldar la ficción de una imposible “creación colectiva” en la que, por dejadez o impericia de los demás, acababa por llevar la voz cantante, pero reprimiendo cuidadosamente– como un puritano censor, y con la furia del converso que necesita hacerse perdonar sus “pecados” y acumular méritos para ser aceptado como “uno de los nuestros” por los que le reprochaban no ser lo bastante “materialista” y “revolucionario"– todo aquello que constituía la esencia misma de su cine. Durante un par de años, por tanto, Godard hace algo que se ha calificado de "anti–cine” y que yo, con una idea del cine lo bastante amplia y flexible como para aceptar casi todo, me limitaría a considerar cine “anti–gordardiano”, si no fuera porque, en el fondo, Godard nunca ha logrado deshacerse de sí mismo: de todo lo que conozco de esa época –hasta lo más árido y negativo– se pueden encontrar antecedentes en el cine anterior de Godard, incluso en sus primeras películas, sólo que llevado a extremos casi caricaturescos y desprovisto de todo lo demás, de todo aquello que hacía emocionantes sus películas y que compensaba –casi siempre con creces– sus defectos.
Porque, a fin de cuentas, ¿Qué vendría del cine de Godard si se le privase de la personalidad, tan intensamente proyectada en sus películas, del propio autor? Si se quitan sus sentimientos, sus ideas, sus emociones pudorosamente disimuladas por efectos obviamente distanciadores, sus lecturas, sus gustos cinematográficos, las citas que introducía en un encuadre o un diálogo, su amor por algunas mujeres que ha empleado como actrices (Anna Karina sobre todo, pero también Anne Wiazemsky, se diría que ahora esa mezcla de ambas que es Myriem Roussel) o el interés no exento de inquietud que despiertan otras en él (como Jean Seberg, Brigitte Bardot, Macha Méril, Marina Vlady, Juliet Berto, Isabelle Huppert, Hanna Schygulla o Nathalie Baye), si se suprimen sus juegos de palabras, su sentido retorcido del humor, su sinceridad, su desenvoltura para pasar de una cosa a otra y de una idea a su contraria, aunque sea una contradicción, ¿qué queda? No sé si algo, pero desde luego no mucho de Godard. Y eso es lo que, hasta cierto punto porque nunca consiguió prescindir al mismo tiempo de todos sus rasgos característicos, o no por completo, hace relativamente prescindibles – a posteriori, una vez vistas— varias de las películas realizadas —al menos en parte– por Godard durante los años que van de 1968 a 1971.
No conozco “Un film comme les autres”, ni “British Sounds”, ni los fragmentos de “One American Movie” explotados como “One P.M.”, ni “Lotte in Italia”, pero dudo que su visión modificase de forma notable la idea de este paréntesis en la carrera de Godard que he podido hacerme a partir de “Le Gai Savoir” (1968), “One Plus One/Sympathy for the Devil” (1968), “Le Vent d'Est/Vento dell'Est” (1969) y “Vladimir et Rosa”/ “Wladimir und Rosa” (1971), de las cuales, curiosamente, la menos interesante y la más estéril me parece la única realizada antes de Mayo y, con “One Plus One”, la última firmada por Godard en solitario, sin la colaboración –al menos teórica– de Jean–Henri Roger, de Jean–Pierre Gorin o del pomposa e incomprensiblemente autodenominado “Groupe Dziga–Vertov” (¡si el pobre Vertov hubiese levantado la cabeza!), y la mejor, con mucho, probablemente porque es la menos dogmática y pretenciosa, y la que se dedica con mayor descaro y sentido del humor a la tarea de construir un panfleto cinematográfico, sería su penúltima codirección con Gorin, “Vladimir et Rosa”, que hace pensar en Jerry Lewis mucho más que en Vertov. “One Plus One” y “Le Vent d'Est” no merecen, a mi juicio, ni la relativamente buena fama que tiene la primera ni la pésima de la segunda: ninguna de las dos carece de valores, y ambas pueden ser irritantes y aburridas a ratos, fundamentalmente por el esquematismo de que hacen gala. Que la primera contenga momentos de emocionado lirismo y un atractivo plástico de los que la segunda carece casi por completo no impide que, por discutible que sea, el “discurso” de la paupérrima y “feísta” parodia del western que pretende ser “Vento dell'Est” resulte algo más coherente que el de “One Plus One”, de la que sólo se recordarán los ensayos de los Rolling Stones –con mucha paciencia y si interesa su música– y la grúa final con el cadáver de Anne Wiazemsky, si se siente debilidad por los lirismos desmelenados del cine soviético.
Sólo examinando casi con lupa estas películas, y si se consigue vencer el sopor y la indignación que alternativamente provocan hasta en el más acérrimo partidario del cine de Godard, es posible detectar algunas huellas residuales de su talento, de su imaginación visual y de su ingenio verbal, que sobreviven al sofocante impulso represivo que parece haber dominado su realización, sobre todo, premonitoriamente, en el caso de “Le Gai Savoir”, que es una de las obras a las que menos cuadra ese adjetivo que cabe imaginar, y que constituye el caso más extremo de negación de la imagen en el cine –todo sucede en un estudio negro– y su suplantación por una confrontación de monólogos.
Travesía del terreno baldío
“¿Qué son las raíces que se agarran,
qué ramas crecen de esta basura pedregosa?
Hijo del hombre, no puedes decirlo,
o imaginarlo, porque sólo conoces
un montón de imágenes rotas, donde
golpea el sol, y el árbol muerto no da
cobijo, ni sosiego el grillo, ni la piedra
seca murmullo de agua. Sólo hay sombra
bajo esta roca roja (ven a la sombra de esta
roca roja), y te mostraré algo diferente
de tu sombra por la mañana caminando
tras de ti o tu sombra al atardecer
alzándose para reunirse contigo;
te mostraré el miedo en un puñado de polvo”.
(T.S. Eliot: The Waste Land).
Pero afortunadamente, ni la “buena voluntad” ni los complejos de culpabilidad prevalecen siempre sobre la inteligencia, y pronto Godard empezó a sospechar, para luego rendirse a la evidencia, que era tan dudosa la eficacia del “cine útil” que le habían convencido de que debía hacer como el carácter realmente “colectivo” de una creación que más tenía de demolición y allanamiento sin responsable que de participación igualitaria en la producción de películas. Comprendió que, por mucho que le costase hacer cine en solitario, no le exigía menor esfuerzo, y para colmo con peores resultados, la tentativa de trabajar con otros que, al final, delegaban en él la toma de decisiones y que, en lugar de aportar algo de su cosecha, le impedían dar de sí mismo lo que podía y hasta necesitaba. Su última colaboración con Jean–Pierre Gorin supuso ya algo muy diferente, pues se trataba de una incursión en “territorio enemigo” –explícitamente presentada como tal, desde los ejemplares títulos de crédito–, sirviéndose de una historia de amor y de estrellas (Jane Fonda e Yves Montand) como reclamo para reconquistar al público. Esta película, “Tout va bien” (1972) fue, en su momento, rechazada por todos aquellos a quienes disgusta que les recuerden ciertas cuestiones candentes y conflictivas, y criticada como una “concesión” de Godard al sistema, por lo que no alcanzó el objetivo de comunicación deseado ni fue, en general, apreciada como es debido. No se trata sólo – y ya sería bastante— de una superación de los erróneos y represivos planteamientos imperantes desde 1968 en el cine de Godard, sino que es, además, una obra de madurez que no renuncia a la agresividad y que retorna a la expresión personal –cuando no autobiográfica– que Godard había rehuido durante los años inmediatamente precedentes. Vista hoy, sorprende por la lucidez con que critica –antes del encarecimiento del petróleo– la “filosofía de la crisis” que sigue hoy vigente tanto entre el empresariado como entre los representantes sindicales y los gobiernos de cualquier ideología. Es, además, muy innovadora en su enfoque de las diferencias ideológicas como obstáculo en las relaciones de una pareja.
Poco después, Godard abandona París y recala en Grenoble durante algún tiempo, donde monta una sociedad de producción de vídeo que finalmente traslada a Rolle, en su Suiza originaria, en colaboración con Anne–Marie Miéville, fotógrafo de plato de “Tout va bien”. En ese taller, apartado del mundillo del cine, Godard reemprende su carrera, intentando alcanzar al máximo número de espectadores sin renunciar en modo alguno a su búsqueda formal ni a la independencia económica e ideológica que precisa para reflejar fielmente su visión personal de las mutaciones y los conflictos sociales que se están produciendo. Concibe así tanto películas aisladas como series de numerosos capítulos, destinadas en ocasiones a la explotación cinematográfica y casi siempre a la difusión por televisión. No he logrado ver las series “Sur et sous la communication”/“ Six fois deux” y “France Tour Détour Deux Enfants”, que prometen ser enormemente interesantes y que parecen el embrión del cine que hace Godard en estos momentos, pero conozco las tres piezas sueltas, muy diferentes entre sí, que son “Numéro Deux” (1975), “Ici Et Ailleurs” (1975, utilizando material rodado en 1970 y destinado a “Jusqu'á la victoire” o “Palestine vaincra”) y "Comment ça va” (1976), de las cuales las dos primeras son obras de capital importancia en la evolución de Godard, sin que ello signifique que la última –menos lograda y estimulante, de una sequedad sólo superada por “Le Gai Savoir”– sea en modo alguno desdeñable.
Asistimos en estas películas a un despojamiento de signo inverso al de la etapa traumática posterior a 1968: en lugar de ahogar de antemano la expresión, lo que hace en ellas Godard es presentar las cosas directamente, sin adornos ni florituras, sin paliativos, en bruto y directamente, yendo al grano y sin apartarse de lo esencial. Por vez primera, Godard se presenta como un cineasta claro (hasta en sus vacilaciones o dudas), explícito y directo, que vuelve a dirigirse a cada espectador en primera persona, habiéndole en nombre propio y en el de nadie más –es decir, sin erigirse en portavoz de un grupo ni en representante del progreso–, a menudo haciendo acto de presencia, como cineasta, en las imágenes de las películas. En “Ici Et Ailleurs” podemos encontrar su –hasta hoy– última manifestación de carácter político, en la que da un repaso a las posturas adoptadas en años anteriores y restablece la continuidad con los planteamientos éticos expresados en el episodio “Camera–Eye” de “Loin du Viêt–nam” (1967) “Numéro Deux” –más contundentemente– y “Comment ça va” prefiguran “Sauve qui peut (la vie)” (1980) y “Passion” (1982), en la medida en que suponen un nuevo planteamiento intimista y descarnado de las relaciones sexuales, laborales y sociales, de una brutalidad inaudita y con una audacia experimental comparable a la de los mejores tiempos.
Si Godard ha tendido siempre al esbozo y al boceto, nunca se ha atrevido a quedarse en esa fase de elaboración de una película tanto como en este regreso a la superficie emprendido desde Rolle. Parece como si, tras haberse creído obligado a redimir sus culpas pasadas, se sintiese ahora completamente libre y responsable, sin tener que dar cuenta de sus actos a nadie. Era, sin duda, el entrenamiento que necesitaba para su retorno definitivo al cine.
La luz precisa para ver
“LUZ Y OSCURIDAD: para Sabina vivir significa ver.
La visión está limitada por una doble frontera: una luz
fuerte, que ciega, y la total oscuridad. Posiblemente
esto es lo que determina el rechazo de Sabina a
cualquier extremismo. Los extremos son la frontera tras
la cual termina la vida y la pasión por el extremismo en
el arte y en la política es una velada ansia de muerte.”
Milán Kundera: “La insoportable levedad del ser”
Si el apartado dedicado a lo que Godard está haciendo ahora se abre con una cita de Milán Kundera no se debe a que el escritor bohemio esté de moda, sino a que es también un artista perteneciente a la misma generación –nació un año antes que Godard– y que vio modificado el rumbo de su existencia por sucesos acaecidos en 1968. Por otra parte, el propio Godard le citaba varias veces –no recuerdo sin “El libro de la risa y el olvido” o “La felicidad está en otra parte”— en la película inaugural de la actual fase de su carrera, “Sauve qui peut (la vie)”.
Y no es ocioso, en modo alguno, hablar de la luz a propósito del último Godard, y en más de un sentido: se trata tanto de la luz física con que se captan las imágenes que constituyen cada película —y de la que Godard se ocupa en “Passion” explícitamente– como de la luz moral que arroja sobre las cosas y los seres para verlos. Se ha reprochado a Godard su pesimismo, incluso se le ha acusado de propugnar con alborozo una visión del futuro (en “Weekend”, por ejemplo) que difícilmente podría juzgarse positiva, sin tener en cuenta que esa forma de ver las cosas, basada fundamentalmente en hechos sintomáticos, no tiene nada de voluntaria o deliberada, sino que se le impone súbitamente y él trata de averiguar por qué, de entender las causas de esa visión, a través de una investigación audiovisual cuya huella es la película. En este sentido, la luz de Godard no es ya ni la del idealismo romántico ni la del enamorado que no quiere creer en los signos de infidelidad que saltan a su vista, ni la del dogmático ideológico o el visionario político, ni tampoco la del aleccionador moral: se trata de una visión cruda, sin paliativos, de los personajes, de esos seres que, tras una larga ausencia, reaparecen en su cine, y no contemplados —como en la segunda mitad de la década de los 70– con una fría mezcla de respeto y desdén, sino con verdadera compasión y voluntad de comprensión. Es, pues, una luz que permite ver cuanto sea visible, sin velar ni dorar la realidad ni añadir sombras al panorama que se presenta al ojo de Godard. En cuanto a la otra luz, las películas mismas son suficientemente elocuentes.
“Sauve qui peut (la vie)” sigue siendo para mí, a finales de 1985, la película más importante de los años 80, y una de las obras capitales de Godard. Puede que algo deba su impacto a la prolongada ausencia de su autor, y a la alegría que produce encontrarle de nuevo en plena forma; sin embargo, no creo que eso explique la impresión que causó en personas que desconocían a Godard –no olvidemos que hacía casi doce años que había desaparecido de las pantallas del mundo– o que hasta entonces se habían mostrado más bien reacias a reconocer su talento o refractarias a su forma de entender el cine. Sin que esto suponga una ruptura en la asombrosa continuidad que –con el paso del tiempo y una perspectiva suficientemente distante– puede apreciarse a lo largo de toda su carrera, desde “À bout de souffle” – o incluso antes, desde sus primeras críticas, que datan de 1949 – y sin que quepa la salvedad– pese a sus intentos denodados por “desaparecer” de su cine– del período 1968–1971, lo cierto es que “Sauve qui peut (la vie)” ofrecía novedades sustanciales, tanto por acción como por omisión: es la película más directa y menos “rara” que ha hecho Godard, desde un punto de vista narrativo, pese a carecer, como de costumbre, de lo que un productor consideraría “un buen guión”; aunque totalmente personal, prescinde de citas y alusiones así como de intervenciones directas de Godard, sin duda molestas para muchas personas e innecesarias para aquellos a quienes no irritan; trata cuestiones que afectan a cualquiera, sin superponerles un debate teórico, y encarnándolas en verdaderos personajes que, sin caer en el psicologismo, resultan perfectamente comprensibles; por añadidura, aunque el retrato de la sociedad que pinta dista mucho de ser reconfortante, y el protagonista muera al final, tampoco carga las tintas ni cae en la desesperación, sino más bien propugna, implícitamente, la recuperación del instinto de supervivencia, en mayor medida cuanto más necesario lo hagan las circunstancias.
Su película siguiente es un cortometraje, encargo del Ayuntamiento de Lausanne que Godard convierte en una carta privada al crítico suizo Freddy Buache y en una tan lúcida y hermosa como breve y clara reflexión sobre el oficio de cineasta. “Lettre á Freddy Buache á propos d'un court–métrage sur la ville de Lausanne” (1981) es la culminación de un discurso esbozado en “2 ou 3 choses que je sais d'elle” y prolongado en “Camera–Eye”, “Ici Et Ailleurs”, “Numéro Deux” y “Comment ça va”, pero su duración ha impedido que sea suficientemente visto y apreciado como merece, sin duda por ese absurdo prejuicio que hace no dar nunca importancia a lo que dura poco, como si no fuese de agradecer que no se nos haga perder el tiempo.
“Passion” (1982) es la primera película “decepcionante” de la última etapa de Godard. Y no porque, a mi entender, sea una obra fallida, sino porque su título parece prometer algo bien diferente a lo que en definitiva ofrece, que es una reflexión –un tanto teórica y compleja, además– sobre el arte (tanto la música y la pintura como el cine), con algunos puntos de contacto con la contemporánea “The State of Things” de Wim Wenders, pero con un rechazo de la identificación con los personajes y de la ficción narrativa que restringe su capacidad de comunicación, ya menguada por el poco interés que la mayor parte de los aficionados al cine demuestran hacia la pintura y la música. El reencuentro de Godard con su antiguo operador habitual, el gran Raoul Coutard, permitió el nacimiento de algunas de las imágenes más impresionantes y hermosas de la historia del cine, pero no logró impedir que la película se viese relegada al desván de los especialistas, y que algunos de sus detractores aprovechasen la ocasión para acusarle de “volver a las andadas”.
Rodado después, el mediometraje en vídeo “Scénario du film "Passion” (1982) es, a lo sumo, una “nota a pie de página” que no esclarece realmente qué se propuso Godard al hacer el film anterior, y que acaba por apuntar algunas posibilidades no exploradas por la película, sin llegar a constituirse en apéndice de la misma a causa de su pobreza visual, que contrasta brutalmente con el esplendor plástico de “Passion”.
Con “Prénom Carmen” Godard vuelve a cambiar de terreno: su última etapa se caracteriza, más que por el deseo de profundizar en una dirección determinada, por abrirse de nuevo a las múltiples posibilidades del cine, sin desdeñar ninguna, e incluso sin insistir dos veces en la misma. Se trata, a mi modo de ver, de la película más “narrativa” de Godard desde, por lo menos, “Le Petit Soldat” (1960), es decir, desde sus comienzos. Probablemente porque contaba una historia ya conocida –un mito reciente–, que ese mismo año 1983 le dio por abordar a todo el mundo (Carlos Saura & Antonio Gades, Francesco Rosi, Peter Brook), Godard se despreocupó de su dificultad para narrar, y así consiguió no interferir en exceso el relato. Es, de esta nueva época, la que más puntos de contacto presenta con “A bout de souffle”, “Bande á part” o “Pierrot le fou”, aunque con menos referencias cinematográficas y un tono totalmente diferente, más áspero y elíptico, en parte debido al carácter de los jóvenes actores que emplea, así como a una muy acusada estilización coreográfica, tendencia ya presente en “Bande á part”. Es, en resumen, un film que no vuelve a los años 60, sino decididamente arraigado en los 80.
Con “Je vous salue, Marie” (1984) Godard vuelve a convertirse en un cineasta polémico. Lástima que un voluntario malentendido, utilizado por determinados sectores para reafirmar sus ideas en contra de la libertad de pensamiento y expresión de los demás, haya oscurecido las verdaderas razones por las que la película debía haber causado sensación: se trata de un replanteamiento del lenguaje cinematográfico sin precedente alguno –ni siquiera en su autor–, con lo que Godard demuestra no haberse detenido ni limitado a una actualización o “puesta al día” de su obra de los 60, sino que sigue en busca de una nueva forma de comunicar con el espectador a través del cine. Desgraciadamente, el sectarismo de algunos y el eco de sus extemporáneas manifestaciones en los medios de comunicación han convertido “Je vous salue, Marie” en pasto de sociólogos y teólogos, o la han relegado a las páginas de sucesos, sin que los que han intervenido en la polémica, cuando se han molestado en verla, se hayan percatado, ni de lejos, de las innovaciones que suponía y de hasta qué punto hacía avanzar las fronteras del cine.
El estreno de “Détective” (1985) no creo que consiga esclarecer la actual situación de Godard, ya que representa, de nuevo, un cambio de orientación. Se trata, por primera vez en su carrera, de una película “de ambiente”, de clima, como las que se hacían a menudo – a ambos lados del Atlántico– a fines de los años 30 y justo después de la Segunda Guerra Mundial. Pese a que, en principio, debiera ser la obra más narrativa de Godard –aceptó el argumento, sospecho que inexistente, que le brindaba el productor, para añadirle algún personaje y hacer más denso el contexto–, ha conseguido hacer una película en la que prácticamente no sucede nada. Eso sí, irradia un profundo e intenso sentimiento de tristeza y melancolía, que hace de ella la primera “obra de vejez” de Godard. De un esplendor visual y sonoro que nada tiene que envidiar a “Passion”, “Prénom Carmen” o “Je vous salue, Marie” —no incluyo “Sauve qui peut (la vie)” por ser algo menos homogénea y cuidada visualmente, pero hay que señalar la asombrosa calidad plástica de toda la etapa–, aunque en un registro muy diferente, con predominio absoluto de la nocturnidad y los interiores sombríos, gran parte de la emoción que comunica procede de sus intérpretes: un fatigado y envejecido Johnny Halliday, una triste Nathalie Baye, un Claude Brasseur que contrasta con su aparición precedente —más de veinte años antes– en un film de Godard (“Bande á part”), un Jean–Pierre Léaud enormemente cómico pero que ha rebasado la cuarentena. Se convierte así esta película en una elegiaca meditación sobre el paso del tiempo, que tal vez anuncie lo que puede aportar al cine, dentro de unos años, el que para entonces habrá que llamar "el viejo Godard”.
En "Jean-Luc Godard”, Filmoteca Regional de Murcia (1986)
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