Sin más actores conocidos que una Janet Leigh venida a menos, envejecida y confinada a un papel muy secundario, realizada evidentemente con medios más bien escasos, exigiendo de la atención del espectador unos modestos 88 minutos que vale la pena concederle, con unos efectos especiales tan pobres como ingeniosamente aprovechados, el último films del joven independiente John Carpenter se presenta, como todos los anteriores, salvo el dedicado a Elvis Presley por encargo de una cadena de TV, con los rasgos que caracterizaron antaño a la serie B. Unido a ello, pueden observarse ciertos detalles que revelan ambición y cultura y que, por fortuna, no son señal de advenediza presunción ni de afán de llamar la atención sino que resultan tan pertinentes como significativos, pues equivalen a una declaración de principios; más que acogerse a la celebridad respetable de los autores aludidos, las referencias suponen que Carpenter se sitúa bajo la advocación de ciertos representantes ilustres de una tradición. La película se abre con una cita muy hermosa de Edgar Allan Poe —«¿Es todo lo que vemos tan sólo un sueño dentro de un sueño?», pregunta que debe hacerse todo espectador—, para mostrarnos luego, en torno de una hoguera, en una playa, al filo de la medianoche, a unos niños asustados y ávidos de misterio que escuchan el relato del viejo marinero (John Houseman) que responde al nombre de Machen, inequívocamente en honor del injustamente olvidado Arthur Machen, autor, entre otros memorables relatos, de The Three Impostors y The Great God Pan… agreguemos que sale un tal Dr. Phibes, y que otro personaje se llama Nick Castle, como el famoso detective, y podremos hacernos una idea del marco en que se inscribe el film de Carpenter, esta vez menos pródigo en acotaciones cinéfilas, aunque las sombras de Los pájaros y su recientemente fallecido autor planeen constantemente sobre las sombrías imágenes de La niebla.
Sin embargo, pronto nos damos cuenta de que, pese a las apariencias, a su admiración por Hawks y Hitchcock, a la invocación de grandes narradores de la literatura fantástica. Carpenter no se limita a perpetuar con sumisión de epígono las tradiciones que han nutrido su subconsciente y de las que ha aprendido su oficio (y la forma más rápida y económica de mantener en vilo al espectador previamente fascinado o intrigado). Porque, en el fondo, The Fog no es una película narrativa, no cuenta realmente una historia; puestos a buscarle un antecedente, habría que remontarse a Griffith para concluir que Carpenter lleva a uno de sus límites posibles el montaje paralelo —o, más precisamente, «alterno», en el sentido en que se habla, en electricidad, de «corriente alterna»—, lo que da lugar a una proliferación de personajes presentados sumariamente —con unos pocos trazos y basándose en su aspecto físico y su forma de moverse—, a los que acompañamos durante un breve trecho para luego, abandonándoles, pasar a otros. No hay en La niebla psicología —ni barata y primaria ni profunda— menos aún explicaciones, verosimilitud o realismo —salvo el que, inevitablemente y como de rondón, se cuela casi siempre en la películas americanas—; no hay tampoco, pues, un final tranquilizante, reconciliador, de retorno a la normalidad y al orden. La lógica, en La niebla, no sirve para nada, aunque uno no pueda dejar de recurrir a ella: lo mismo sucede con la vista, que cuanto menos se ve, más se fuerza para escudriñar el entorno —los personajes— o el amplio encuadre —los espectadores—; lo fascinante de este film, además de sus imágenes, es la eficacia —mecánica, se dirá peyorativamente— de su manipulación del tiempo y del espacio, del misterio y los sobresaltos, para crear una ficción autónoma y, creo yo, de originalidad suficiente.
Desprovista de todo ornamento, depurada de elementos que no tienen otra función real —por mucho que se enmascare— que la de apuntalar el precario edificio de la ficción —siempre pendiente de un hilo, dependiente, en última instancia, de la voluntad del espectador, de su afán de creer lo increíble para gozar del libre ejercicio de la fantasía, siquiera durante hora y media—. La niebla no responde a otra lógica que la dictada por el objetivo de mantener la tensión creada y no dar pausa a la imaginación «activada» del público. En este sentido, resulta aceptable —por su funcionalidad— que los personajes no sean sino vehículos intercambiables, sustituibles, relevables, que se pasan el «testigo» de la ficción y con los que, precisamente por ser recipientes huecos fácilmente rellenables, los espectadores tratamos de penetrar el espeso, cambiante e inasible misterio de la niebla centenaria y vengadora que amenaza a Antonio Bay. Lo mismo podría decirse de los restantes y numerosos «trucos» de que tan hábil y coherentemente se sirve Carpenter —el diario del padre Malone, la voz de la locutora de radio, la presencia de un niño desasistido (aunque poco asustado), el tono «ritual» que da a la venganza de los leprosos su conmemoración sangrienta del centenario de la fundación del pueblo, el mito del buque doblemente fantasma (puesto que se viste de niebla velozmente invasora) y tripulado por fantasmas armados de garfios y hoces—, porque importa más su astucia, su sentido del ritmo y de la medida, que la naturaleza de los recursos —perfectamente lícitos, y legitimados por dos siglos de literatura y 85 años de cine— de que se sirve para, simultáneamente, entretener inquietando, disfrutar rodando y dar rienda suelta a su imaginación (quién sabe si, además, librarse de sus pesadillas o de sus obsesiones conscientes).
Adoptando una posición rigorista, se puede rechazar La niebla por su intrascendencia, por su falta de lógica y por sus trucos; sin embargo, hay que admitir que sin habilidad es difícil que un cineasta llegue a ningún lugar al que merezca la pena acompañarle, y que con ella, en cambio, puede un día llegar muy lejos. Por lo pronto, no sobran hoy directores tan ágiles, tan vivos y tan precisos como Carpenter, y sería ilógico despreciar su talento, quizá limitado, pero innegable. También creo valiosa la lección de economía cinematográfica que supone el partido que logra sacar de medios escasos y de menguado valor relativo. Aunque el dogmático afirme —puesto que el dogmático nunca piensa (repite, a veces sin entenderlo, o entendiéndolo mal, lo que otros pensaron), ni opina (pues carece de opinión propia, y trata de imponer a los demás la que sumisamente ha aceptado), ni cree (pues no es, sin duda, «científico»)— que «no hay lugar para la serie B», Carpenter demuestra que lugar sí que hay; lo que ocurre es que a pocos parece hoy interesarles ocuparlo, ya que es un lugar no muy cómodo, sólo en contadísimas ocasiones rentable económicamente, y muy poco adecuado para labrarse en él una reputación de artista ambicioso y responsable, pese a que permite, a cambio, moverse con un grado de libertad que no es fácil conquistar o conservar cuando lo que se busca es «un lugar al sol», o un empleo fijo y bien remunerado en una compañía sólida y solvente. Afirman también los dogmáticos, con la pasión simplificadora que les devora, que todo film «vehicula» la ideología dominante en la sociedad que lo ha generado, financiado o producido; me gustaría saber qué ideología representa La niebla, o al menos en qué medida puede decirse que domina la sociedad norteamericana, hasta ahora no caracterizada, precisamente, por su irracionalismo.
En “Dirigido por” nº 75, agosto-septiembre 1980
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