Mostrando entradas con la etiqueta wise robert. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta wise robert. Mostrar todas las entradas

lunes, 4 de diciembre de 2023

The Sound of Music (Robert Wise, 1965)

Comprendo que los que éramos jóvenes cuando se estrenó esta película de Robert Wise la mirásemos con prevención y recelo, probables víctimas de la película germana de los años 50 que nos había presentado a la familia Trapp, compuesta por un viudo noble austriaco, una ex novicia (demasiado joven y jovial para sus superioras) y varios niños, para colmo cantores.

Imagino que los hoy jóvenes nada sabrán de la tradición culta austriaca del primer tercio del siglo pasado, no podrán imaginar lo que supuso la anexión de este país a la Alemania nazi, que seguirán sin sentir apego por monjas y niños cantarines, ni siquiera de Salzburgo o Viena, y que el nombre de los Trapp no les dirá nada. Esto significa que es normal que varias generaciones de españoles hayan estado inhabilitadas para soportar —no ya apreciar— la, pese a ello, excelente película rodada por Robert Wise cuatro años después del éxito mundial de otro musical, West Side Story, cuyo mérito se tendió a adjudicar al célebre coreógrafo (pero neófito y no reincidente en la dirección de cine) Jerome Robbins.

Sólo los muy aficionados al musical, y los aún más escasos admiradores del saxofonista John Coltrane, en atención a su obsesiva recreación de My Favorite Things, una de las canciones de Sonrisas y lágrimas (The Sound of Music), se habrán sentido lo bastante intrigados para prestarle al menos cierto oído: algo habrían de tener las canciones de Richard Rodgers y Oscar Hammerstein III para fascinar al último gran renovador del jazz hasta el punto de que grabase unas 30 versiones (algunas de más de 30 minutos) de esa pieza en el curso de los años finales de su breve vida.

El artesano

A pesar de los antecedentes mayoritariamente negativos (y eso que la almibarada obrita de Wolfgang Liebeneiner tampoco era un horror), un puñado de curiosos fue capaz de compartir el general entusiasmo de millones de espectadores de todo el mundo, que dieron a Sonrisas y lágrimas un éxito de taquilla suficiente para amortizar una producción en la que no se había regateado gasto ni esfuerzo que pudiera ayudar a hacer una excelente película, que es lo que, a fin de cuentas, era y sigue siendo hoy, 37 años después, Sonrisas y lágrimas.

Es posible que Robert Wise no haya sido nunca un autor cinematográfico; es seguro que no aspiraba a tal consideración, y que se sentía, como buen ex montador de la RKO (entre otras, de Ciudadano Kane), un artesano; a partir de un cierto momento de su carrera de realizador, es probable que pensara como un productor. Desde ese punto de vista, en este caso, como en otros antes y después, actuó con singular perspicacia.

En primer lugar, eligiendo como guionista a Ernest Lehman, nada proclive a la ternura ni a lo sentimental y un hábil constructor tanto de sólidos edificios narrativos como de castillos de naipes: en su haber, y no muy lejano, basta recordar Con la muerte en los talones de Hitchcock. Su elección casi garantizaba una buena adaptación y un trazado plausible de los personajes, por arquetípicos que fueran. Era decisivo conseguir un reparto bueno: Julie Andrews, gran estrella musical de Broadway, había debutado en el cine el año anterior con Mary Poppins, pero había perdido a manos de Audrey Hepburn el papel de Eliza Doolittle en la versión de George Cukor de My Fair Lady, que durante mucho tiempo había representado en escena. Injustamente, estos dos papeles de hada madrina en películas infantil-musicales, le valieron una aureola negativa, de la que empezó a librarse a partir de Cortina rasgada de Hitchcock y, sobre todo, bajo la dirección de Blake Edwards, su marido. El histriónico y envarado Christopher Plummer y la fogosa y algo amargada Eleanor Parker eran también ideales para sus papeles.

Quizá a partir de West Side Story, Wise parece descubrir los grandes espacios y las posibilidades expresivas de los movimientos de cámara, tanto en películas de gran envergadura como en las más intimistas (Cualquier día en cualquier esquina), y con Sonrisas y lágrimas da un paso decisivo en esta dirección, que le lleva a reemplazar un cine de primacía del plano corto y el montaje por uno basado en la amplitud, la transparencia y la fluidez del que es también buena muestra su película siguiente, la infravalorada El Yang-Tsé en llamas. Además, tiene el buen gusto de contratar al luminoso y sensual paisajista Ted McCord, corresponsable de la impresionante belleza visual de la película, lo mismo en exteriores naturales que en interiores.

Canto de cisne

Un equipo técnico–artístico integrado por los mejores profesionales de Hollywood en aquel tiempo hace de Sonrisas y lágrimas no sólo uno de los últimos grandes musicales clásicos, sino uno de los cantos del cisne de la gran tradición de eficacia del cine estadounidense. Pero no hay por ello que pensar que nos encontramos ante una obrita intrascendente y rosácea, por mucha perfección técnica que aporte, entre otras cosas porque todavía entonces esos valores se le suponían al cine americano. Es preciso denegar el prejuicio mayor: no se trata de una comedia–melodrama deleznable para almas cándidas o piadosas, cursi y sensiblera. Sólo aspira a la excelencia y la perfección: que no haya un fallo; y como tal se consideraría entonces caer en el exceso, incluso en una idealización angélica de los protagonistas.

La película resulta sumamente divertida cuando se mantiene en el terreno de la comedia (la vitalidad de Julie Andrews frente al rigor escandalizado de sus compañeras; la ironía de los niños frente a su padre, acostumbrado a la disciplina militar), pero no se olvida de reflejar con dureza y autenticidad la amenaza que suponía el ascenso del nazismo y la necesidad de resistir su avance y hacerle frente, aunque para ello fuese preciso abandonar un modo de vida especialmente grato y confortable.

No es una película rosa y simplista, sino atenta al mundo exterior que amenaza siempre aquello a lo que uno se aferra con excesivo apego.

En "El Mundo", 25/08/2002

viernes, 7 de julio de 2023

Star Trek (Robert Wise, 1979)

Aunque nunca he visto su primera película como director, The Curse of the Cat People (1944), ni la otra más o menos de terror que le produjo Val Lewton, The Body Snatchers (1945), y a pesar de que la célebre The Haunting (1963) me parece un ejemplo escandaloso de «falso prestigio» —confusa, efectista, fea y aburrida—, los aciertos que suponen The Day the Earth Stood Still (Ultimátum a la Tierra, 1951) y, sobre todo, The Andromeda Strain (La amenaza de Andrómeda, 1970) me habían hecho imaginar una secreta afinidad del artesano sólido y a menudo pesado que es Robert Wise con el género «fantástico», por lo menos una cierta habilidad para acometer películas de ciencia-ficción espacial. Tremendo error que he pagado con el aburrimiento casi insuperable que me ha proporcionado Star Trek: The Motion Picture (Star Strek, la película, 1979), inspirada en un famoso y prolongado serial televiso y que se mantiene en todo momento a un nivel mental excesivamente «infantil» tanto para niños de 3 años como para abuelos de 65.

Infantil era, de verdad, en el buen sentido —con fantasía, dinamismo, imaginación, alegría, misterio, humor y entusiasmo, sin metafísica, alegorías ni pretensiones— Star Wars (La guerra de las galaxias, 1977) de George Lucas; también, en menor medida, con algunos elementos privativos de los adultos, podría decirse que lo eran Close Encounters of the Third Kind (Encuentros en la tercera fase, 1977) de Steven Spielberg y Alien (Alien, el octavo pasajero, 1979) de Ridley Scott. Casualmente, éstas tres son las más logradas muestras del renacimiento del género que se ha producido en los últimos años y que, dejando de lado las preocupaciones evidenciadas por Stanley Kubrick en 2001: A Space Odyssey (2001: una odisea del espacio, 1968) y Andrei Tarkovski en Solaris (id., 1971), enlaza directamente con las diversas tendencias del género durante los años 50, si bien de forma menos audaz, delirante y divertida que la fascinante serie del Planeta de los Simios (pese a que ninguna de sus —por ahora— cinco entregas haya sido encomendada a un director digno de la historia que tenía entre manos, encuentro magnífico el conjunto, y lamentablemente subvalorado). Se comprenderá, pues, que no es un exceso de espíritu de la infancia lo que reprocho a Star Trek, sino, precisamente, su falta, y —sobre todo— que haya sido suplantado con una dosis soporífera de puerilidad, aderezada, para acabar de fastidiar, con unas cuantas ideas supuestamente «profundas» y en realidad confusas, posiblemente tomadas de Isaac Asimov (que figura en los títulos de crédito de la película como «asesor científico especial»).

Para empezar, el film de Wise carece de personajes, cosa no desusada en el género, pero que resulta especialmente grave cuando no hay tampoco arquetipos míticos —como los de Star Wars— y los actores son tan ineptos, antipáticos y ridículos como William Shatner —en la más boba performance que recuerdo—, DeForest Kelley, James Doohan y Leonard Nimoy; hasta Persis Khambatta carece de atractivo, y sólo el cráneo rasurado a lo Yul Brynner la rescata de la vulgaridad.

En segundo lugar, y pese a contar con un director de fotografía tan excelente como Richard H. Kline —el de Mandingo—, por ejemplo— y al concurso de los genios máximos de los efectos especiales —Douglas Trumbull, director de la más interesante e ignorada película del género en el pasado decenio, Silent Running (Naves misteriosas, 1971), y John Dykstra—, la película de Wise es visualmente fea y nada original.

En tercer lugar, y eso que la misión de la nave espacial «Enterprise» es singularmente urgente, Star Trek es de una morosidad inaudita, quizá la que más tarda en «arrancar» que he visto: tras media hora de proyección, todavía nos hallamos enfangados en tediosos, confusos y verbosos prolegómenos, sin que el relato se decida a empezar; por fin, hacia los tres cuartos de hora, sucede algo, aunque no se sabe muy bien qué, y sólo después de aguantar pacientemente una hora —lo cual es exigir demasiado del sufrido espectador— comenzamos a enterarnos de algo que, mejor planteado y no tan tarde, podría haber tenido algún interés. Se diría que, como en el mundo del «V-GER» (es decir, de «Voyager VI»), en Star Trek las palabras «recreo» y «Diversión» carecen de significado o no existen (no recuerdo ya, y da lo mismo); no se explica, de otro modo, que Wise pierda minutos y minutos seguidos enseñándonos lentamente unos decorados muy poco fantásticos, mientras resuena una música poético-solemne y los actores deambulan como «zombies» con los ojos en blanco, sin que el relato avance lo más mínimo y sin que nadie relacionado con la película parezca tener la menor fe en lo que hace.

El cuarto factor que hace de Star Trek un producto lamentable es, quizá, más subjetivo: hay tipos de personajes —los demasiado vulgares, excesivamente «representativos» de un grupo o segmento de la población, ciertos neuróticos agudos, los quejumbrosos y los santurrones, por ejemplo— que no logran interesarme; con todo, es más fácil que sus problemas lleguen a importarme que lograr que me preocupen los traumas de un ordenador en busca de figura paterna (o de Dios) por haber sido programado como curioso insaciable y no conseguir nadie a quien transmitir el saber—en buena parte inútil, claro está— adquirido en tres siglos (el complejo del «feedback interruptus»). Y conste que siento no estar a la altura de este nuevo «humanismo» (o anti-«humanismo»), pues, con un poco de humor, las tribulaciones de un cerebro electrónico pueden resultar divertidas.

No creo que el quinto motivo que hace Star Trek insoportable sea, aunque de carácter general, un espejismo: viéndola, me creí sumergido en una de las más adormecedoras muestras del género que —con muy raras excepciones— más detesté en mi infancia: el de submarinos. No sólo la estructura narrativa es exactamente igual —sustituyendo a nazis o rusos por «extraños» de otras galaxias y a los «buenos» americanos o ingleses por tripulaciones multinacionales y multirraciales—, sino que los diálogos —si así se puede llamar a la sucesión de órdenes y contraórdenes, repetidas por el que las recibe como si fuera el eco, en que consisten— son prácticamente los mismos; mejor dicho, aún peores, ya que la dosis de disparates gramaticales y de camelos —tipo «trayectoria cónica», «hueco infinito», «federación unida» y otras lindezas— le hacen a uno acordarse de los telediarios y de los discursos de nuestros ministros y tecnócratas de alto nivel; se diría que el guionista Harold Livingstone es un seudónimo de Abril Martorell o Pérez Llorca.

Para acabar, señalaré que no he visto mayor abuso de un artificio dramático tan zafio y gastado como el de tratar de despertar al espectador cada diez minutos con una «alerta» o «alarma roja» que nunca resulta de consecuencias irreparables (cosa que se lamenta, por otra parte) y que movilizan a la tripulación para enfrentarse con monótonos peligros, mortalmente aburridos cuando no simplemente absurdos, ridículos o excesivamente vagos y nebulosos para resultar amenazadores.

En “Dirigido por” nº73, mayo-1980

lunes, 24 de abril de 2023

Entre lo grande y lo pequeño

Robert Wise

Es relativamente frecuente –por no decir normal, y hasta lógico– que un director de cine, sobre todo en un sistema industrial como el Hollywood de los años 40, no empiece a lo grande –como Orson Welles, un caso único pese a ser ya famoso en otros campos de actividad–, sino rodando películas pequeñas (breves, rápidas y baratas). Si tenía éxito, iba ascendiendo lentamente en la escala de producción: actores más importantes, rodajes más prolongados, presupuestos crecientes. En esa carrera, cualquier retroceso era visto por los demás como un fracaso, y hasta un estancamiento indicaba falta de ambición o una sospechosa hostilidad hacia las interferencias de la producción, ya que normalmente se supervisaba menos de cerca lo que entrañaba menor riesgo, tenía menor coste y era un mero “complemento” de programa doble.

Era raro, sin embargo, y sigue siendo así, que un director se mueva con fluidez, y con parecida comodidad –se diría a veces que por propia elección, o por inusitado sentido de la economía más apropiada a cada película– en diferentes categorías de coste. Aunque parece evidente que algunos se sentían más a gusto con medios más modestos y calendarios de rodaje más apretados, siempre fueron raros los “descensos” de división, la vuelta a producciones de pequeño tamaño una vez que se había hecho alguna película importante.

Se sabe que uno de los riesgos del éxito, incluso de la soltura o de la probada eficacia, de la reputación adquirida en el interior de un género, estriba en quedarse atrapado en su interior, convertido en eterno especialista del western, del thriller, del musical, de la comedia o del melodrama, prisionero de un juego único de convenciones, cuyas variaciones y combinaciones poco a poco se van agotando, aunque en ocasiones se haya podido confundir este encasillamiento, más o menos resignado o acomodaticio, más a menudo conformista que deseado, con la existencia de “constantes temáticas” en la filmografía de un modesto artesano, más o menos hábil e inteligente, con más o menos “estilo” propio. Una idea simplista del concepto de “autor”, que se extendió durante los años 60 a varias publicaciones de todo el mundo que aspiraban a la consideración de continuadoras o incluso contrincantes de “Cahiers du Cinéma” ha llevado, sin embargo, a confundir la “excesiva” –¿a criterio de quién?– diversidad de una carrera como un síntoma de falta de personalidad, de sumisión a los “deseos que son órdenes” de los productores, sin detenerse a pensar que librarse de la rutina y experimentar en todos los géneros podía ser también un gesto de independencia y una prueba de originalidad, y uno de los objetivos básicos de algunos directores reacios a la rutina, incluso con afán experimentador o deseosos de explorar los más variados temas, géneros y estilos, o de trabajar con todo tipo de actores. Son muchos los especialistas en cine de acción que han confesado, al término de su carrera, su frustración por no haber conseguido hacer nunca el tipo de películas que verdaderamente les apetecían, fuesen dramas realistas o comedias sentimentales (recuerdo, por ejemplo, que Don Siegel siempre quiso hacer algo en la línea de su admirado Brief Encounter, [Breve encuentro], 1945, de David Lean). La propia filmografía de Howard Hawks –uno de los grandes autores justamente reivindicados por un sector de “Cahiers"– ilustraba a la perfección esta posibilidad, que, sin embargo, no se le reconocía –por entonces y a menudo tampoco hoy– a Raoul Walsh, William A. Wellman o incluso, dentro de abanicos un poco más limitados, a Otto Preminger, Vincente Minnelli, Jacques Tourneur, Allan Dwan, Richard Fleischer o George Cukor, por mencionar a cineastas que, en general poco apreciados por el establishment industrial y crítico estadounidense –que suelen formar un bloque bastante uniforme incluso ahora, y entonces eran indistinguibles–, reunían las condiciones mínimas necesarias para que la crítica europea emprendiese una campaña de revalorización, casi siempre merecida, en algún caso todavía pendiente. En cambio, los favoritos –en mayor o menor grado– de la prensa y de la industria americanas, desde George Stevens y William Wyler a Billy Wilder o Fred Zinnemann, pasando (en determinados momentos) por Robert Wise, tenían pocas posibilidades: siempre la crítica europea ha tenido una inclinación romántica a defender las "causas perdidas”, a llevar la contraria a la muy conformista americana y a descubrir talentos ocultos, desdeñando o desatendiendo a los que ya, con o sin motivos, gozaban de cierta celebridad.

Robert Wise tenía, además, antecedentes ilustres que, paradójicamente, predisponían en contra de su consideración. Era, con Mark Robson, el montador (aparte de algunas grandes películas de Gregory LaCava, William Dieterle o Dorothy Arzner) de los primeros films de Orson Welles. Pero, ay, se le responsabilizaba (siquiera parcialmente) de la mutilación por la RKO de The Magnificent Ambersons (El cuarto mandamiento, 1942), por poco que hubiera podido hacer en defensa del ausente autor de Citizen Kane (Ciudadano Kane,1941) un montador bajo contrato con la productora, salvo lo que hizo: montarla lo mejor posible, tratar de salvar lo más que –con la coartada del implacable veredicto de varias previews sucesivas jugando en contra suya– le permitiesen sus jefes del estudio. Para colmo, las primeras películas dirigidas por Wise –pequeñas series B rodadas para la RKO durante los años finales de la guerra y los primeros de la postguerra, algunas tan notables como Mademoiselle Fifi (1944) y Born to Kill (1947), o tan curiosas como A Game of Death (1946), primero de varios remakes de The Most Dangerous Game (EI malvado Zaroff, 1932) de Ernest B. Schoedsack e Irving Pichel, al menos tan modestamente divertidas como Mystery in Mexico (1948) –tardaron mucho en verse en Francia, con lo cual su imagen primera– que tuvo algunos defensores en “Cahiers”, por lo demás: véase, por ejemplo, la lista de las mejores del año votadas en 1954 –fue la suministrada por The Desert Rats (Las ratas del desierto, 1953) o Executive Suite (La torre de los ambiciosos, 1954), y el prestigio un poco subterráneo de The Set-Up (1949), a las que siguieron algunas de las películas menos apasionantes de toda su filmografía, a las que no sólo era fácil tildar de convencionales y académicas, sino de carentes de ambición artística –como Three Secrets (Tres secretos, 1950), Something for the Birds (1953), So Big (Trigo y esmeralda, 1953), Helen of Troy (Helena de Troya, 1955), This Could Be the Night (1957) o Until They Sail (Mujeres culpables, 1957)–, y que difícilmente aguantaban la comparación con lo que en esos mismos años estaban haciendo Nicholas Ray, Anthony Mann, Samuel Fuller, Joseph L. Mankiewicz, Robert Aldrich y otros cineastas de la misma generación, que en Estados Unidos eran menospreciados y en Europa fueron saludados con entusiasmo como renovadores de los principales géneros.

The Set-Up

El caso es que en Europa nadie ha prestado mucha atención a Robert Wise. Ni siquiera gozó del privilegio de ser odiado por alguna secta de cinéfilos fundamentalistas; se le reconocía –no en vano sus credenciales eran de montador– una cierta competencia técnica, y bastaba remitirse a sus constantes cambios de género y formato para etiquetarlo de artesano al servicio de los estudios, correcto pero algo frío y mecánico, por no decir aburrido, al que se suponía dispuesto a embarcarse en cualquier proyecto y sin molestarse en buscar rasgo alguno que permitiera identificar como suya una película al cabo de ver cuatro o cinco planos o de contemplar una secuencia. Sus películas se veían con cierta indiferencia, sin especial prevención o pereza, un poco distraídamente y de reojo, pero sin esperar gran cosa ni menos aún buscarla con lupa, como sucedía, sin embargo, en otros casos –hasta en las películas de encargo más impersonales, realizadas por obligación contractual o por motivaciones puramente alimenticias–, con realizadores más mimados. Además, tampoco fue un claro favorito de la prensa más vinculada a los intereses comerciales, ya que no siempre acometía empresas ambiciosas o de gran presupuesto, ni venían acompañadas de la consiguiente campaña de publicidad y promoción: tenía eco, ciertamente, West Side Story (West Side Story/Amor sin barreras, 1961), pero no su obra anterior, el modesto thriller Odds Against Tomorrow (1959), aunque sea netamente superior en cualquier sentido, ni un simple film de terror como The Haunting (1963), o una pequeña comedia intimista basada en un éxito de Broadway como Two for the Seesaw (Cualquier día en cualquier esquina, 1962), ambas en blanco y negro y sorprendentemente incrustadas en su filmografía entre dos superproducciones musicales como West Side Story y The Sound of Music (Sonrisas y lágrimas, 1965).

Son, de un lado y otro de la crítica, injusticias automáticas, no deliberadas, pero ambas rutinas perjudicaron siempre la consideración de Robert Wise. No hubo casi nunca mala fe, menos todavía hostilidad, sino mera indiferencia, escaso interés, muy poca atención, a veces descuidada ceguera: nadie reparaba nunca en que Wise, gracias al tremendo éxito de West Side Story, se convirtió en su propio productor, que elegía qué películas hacía y que tenía cierto control sobre ellas, como los directores-productores más elogiados por su independencia, de Preminger a Aldrich, de Hitchcock a Wilder. Cierto que había directores más atractivos (y mejores, sin duda), o más merecedores de los esfuerzos analíticos e interpretativos; aunque hay que admitir que muchos realizadores de inferior categoría, como Roger Corman, por poner un solo ejemplo, tuvieron mejor fortuna crítica y encontraron algún excéntrico dispuesto a defender su candidatura al panteón de los autores ilustres o siquiera al club de los artesanos bizarros: estaba demasiado claro que Wise no era ni lo uno ni lo otro, y por entonces la competencia técnica y un cierto nivel mínimo bastante elevado –tanto en el plano de la narración como en el del espectáculo– se daban por descontados, no llamaban la atención y no eran valorados. Ha tenido que deteriorarse gravemente, y durante muchos años, el nivel medio de calidad del cine comercial –incluido, desde luego, el norteamericano– para que se haya empezado a apreciar e incluso añorar ese eficiente trabajo de los más modestos artesanos “del montón”, que ahora sí que llama la atención, y hasta sorprende muy gratamente, cuando programan viejas películas por la televisión, y que pone en evidencia el efectismo y la pobreza de ideas, la falta de imaginación y de sentido de la proporción que se han convertido en la norma del grueso del cine que circula por el mundo, del mismo modo que hoy sorprenden la complejidad dramática y las audacias narrativas –actualmente reservadas a productos “minoritarios"– de películas que antaño se consideraban destinadas al público infantil.

Si uno se dedica a revisar la carrera –dilatada y agradeciblemente variada, casi siempre muy amena y digna– de Robert Wise, Mark Robson, Delmer Daves o John Sturges, de repente empiezan a detectarse, si no una absoluta continuidad estilística o de temas, ni una "visión del mundo” –que pocos han sido tan pretenciosos como para glosarla ellos mismos, y que menos aún poseen realmente–, ciertas correspondencias, lo que podríamos calificar de “continuidad en las ideas” o calificar de “consistencia”. Hay, en efecto, separadas a veces por décadas, parejas o tríos de películas con curiosas vinculaciones, abordadas de forma diferente, a menudo en función de las innovaciones técnicas que se hubieran producido entre tanto: por ejemplo, The Curse of the Cat PeopleThe Body Snatcher (1945), The Haunting y Audrey Rose (Las dos vidas de Audrey Rose, 1976) sería uno de estos grupos aproximativos; Born to Kill (1947), The Captive City (1952) y Odds Against Tomorrow, otro; Blood on the Moon (1948), Two Flags West (Entre dos juramentos, 1950) y Tribute to a Bad Man (La ley de la horca, 1956) un tercero; The Set-Up y Somedy Up There Likes Me (Marcado por el odio, 1956) un cuarto; The Day The Earth Stood Still (Ultimátum a la Tierra, 1951), The Andromeda Strain (La amenaza de Andrómeda, 1970) y hasta Star Trek: The Motion Picture (Star Trek: La película, 1979/montaje del director 2000) un quinto; Destination Gobi (Tempestad en Asia, 1952) y The Desert Rats otro más; So Big y Executive Suite el séptimo; Mademoiselle FifiRun Silent Run Deep (Torpedo, 1958), The Sand Pebbles (1966) y The Hindenburg (Hindenburg, 1975) un posible octavo; I Want to Live! (¡Quiero vivir!, 1958) y Star! (La estrella, 1968), un noveno; The House on Telegraph Hill (1951), Two for the Seesaw y la desafortunada Two People (Encuentro en Marrakech, 1972), el décimo; etc. Empieza uno a sospechar que a Wise le interesaban especialmente ciertas cosas, aunque no fuese monomaniático ni siquiera obsesivo. A continuación se comprueba que, más que los géneros, le interesaban los casos particulares, las historias concretas, que abordaba en cada caso como le parecía más adecuado o conveniente, sin imponerles un método sistemático, ni propio ni genérico, ni tampoco dejarse guiar exclusivamente por consideraciones de orden comercial, atento, más que a ningún otro elemento aislado, a los personajes –a veces, como en Two for the Seesaw, casi lo único–, y sin asustarse por el peligro de sentimentalismo que corría en algunos casos, si no controlaba todo a la perfección (por ejemplo, en I Want to Live!The Sound of Music, o la última película que rodó, la primera destinada a la televisión, A Storm In Summer, 1999).

Tribute to a Bad Man

La reaparición –en los programas de TV, luego en ediciones en VHS y DVD– de sus primeras y más modestas películas ha permitido después comprobar que no fue el suyo un largo proceso de aprendizaje del oficio, sino que, probablemente, ya como montador había acumulado conocimientos suficientes como para, al hacerse cargo de un film que dirigía Gunther von Fritsch para la unidad de Val Lewton dentro de la RKO, fue capaz no ya de terminarlo dentro del exiguo plan de rodaje adjudicado a una producción extremadamente modesta, y ya iniciada, sino de darle un ritmo, una delicadeza y un estilo que, pese al éxito instantáneo y la justificada reputación adquirida con el tiempo por la película de la que presuntamente era una secuela –más bien por el título y la persistencia de algunos intérpretes–, nada menos que Cat People (La mujer pantera, 1942/3), una de las obras maestras de Jacques Tourneur, apenas desmerece a su lado: me refiero a The Curse of the Cat People (1944), maravillosa obra intimista, una de las más penetrantes que se han rodado sobre la infancia, que recomendaría ver sin acordarse para nada de Tourneur. Que apareciese cofirmada, oficialmente fuese una continuación, y luego se le atribuya el mérito al productor son azares que no han contribuido a mejorar la cotización de Wise, del mismo modo que, años más tarde, los que no han leído el poema de Joseph Moncure March en que se inspira (remotamente, como es obvio) The Set-Up pueden acreditar a un poeta que desconocen las (nada “poéticas”) virtudes de esta cumbre del cine de boxeo.

Es curioso, pero siempre se encuentra alguien más a quien atribuir los méritos de las películas de Wise, y sólo se le imputa la plena o principal responsabilidad de los fallos. Esto puede sucederle a cualquiera una o quizá dos veces, nunca a lo largo de toda una carrera muy dilatada y activa, como sin embargo le ha ocurrido a Wise. El indudable prestigio del co-director, el coreógrafo Jerome Robbins, y del compositor, Leonard Bernstein, y del libretista, Stephen Sondheim, incluso del autor de los muy celebrados títulos de crédito (Saul Bass), han tendido a minimizar los aciertos de Wise en West Side Story, sin duda mucho más director que el cinematográficamente inexperto Robbins. De igual modo, nunca se mencionan sus westerns, ni a Wise cuando se pasa revista a la evolución del género, cuando tiene en su haber dos muestras tan singulares y originales, en sus momentos respectivos, como Blood on the Moon y Tribute To A Bad Man. Repasar la filmografía de Wise con un poco de curiosidad y paciencia, aparte de deparar bastantes gratas sorpresas, obliga a reconocer que se ha sido, por lo general, tremendamente injusto; a menudo, se han elogiado desmedidamente, o han tenido un éxito incomprensible, obras semejantes a algunas de las suyas que –las siguieran o las precedieran– hoy se revelan más logradas o, por lo menos, más arriesgadas, pero que ni fueron reconocidas en su momento ni han dejado huella, y esto último ni siquiera en América, donde cuenta tanto el éxito que las películas más premiadas de la temporada son totalmente olvidadas al año siguiente, cuando toda la atención se centra en los nuevos fenómenos de taquilla y en las posibles candidaturas a los próximos premios de la Academia.

Otro elemento que el espectador puede agradecer al ver la obra de Wise, pero que al crítico le molesta, estriba en que sus películas no son a menudo lo que parecen a primera vista. La discrepancia puede deberse, en ocasiones, a presunciones genéricas, e incluso ser en parte achacable a una presentación publicitaria sesgada, pero lo cierto es que ni The Sound of Music es la acaramelada comedieta musical-infantil con la que se ha confundido, casi siempre sin molestarse en verla, ni The Sand Pebbles (El Yang-Tsé en llamas, 1966) era lo que el público americano quería ver en plena guerra de Vietnam ni lo que los europeos estaban dispuestos a esperar de un cineasta de bajo perfil ideológico y muy parco en sus declaraciones como Robert Wise, cuya modestia y dedicación al trabajo le han hecho un flaco servicio, sobre todo en épocas en las que muchos directores dedicaban más atención a su propia promoción que a la elaboración de sus películas.

Prólogo de “Robert Wise” de Ricardo Aldarondo. Editado por el Festival Internacional de Cine de San Sebastián y la Filmoteca Española (septiembre de 2005)