A finales del siglo pasado, Louis Lumiere tomó una cámara y la colocó a la puerta de su fábrica, a la hora de la salida de los obreros. Después la llevó a La Ciotat y la puso en el andén para registrar con toda sencillez y con la máxima pureza posible la llegada del tren a la estación. Comenzaba así el cine, y de ahí nacía la vertiente realista de este arte —que aún no pretendía serlo—, cuyos eslabones principales han sido, a lo largo del tiempo, Griffith, Renoir, Rossellini y Godard. Film rosselliniano como pocos, Trópicos retorna directamente a la simplicidad contemplativa del cine de Lumière. Pero como, entre tanto, Rossellini nos ha enseñado a mirar, el primer film de Gianni Amico (colaborador de Bertolucci en Prima della rivoluzione) adopta la impasibilidad como forma de comunicarnos su punto de vista moral sobre la realidad brasileña.
Tropici es un film didáctico, pero no demostrativo: no olvidemos que Amico fue uno de los firmantes del histórico Manifiesto de Rossellini. Por tanto, la intervención del autor se ve reducida al mínimo necesario: a colocar la cámara en el lugar preciso. Y este emplazamiento, como la estructura, el ritmo o la planificación, vendrá dictado por la realidad filmada, que se impondrá a las ideas preconcebidas de Amico. Abandonando sus impresiones superficiales, sus lecturas de Lévi-Strauss y el guión, Amico se dedicó a improvisar sobre la marcha, y de esta forma la película, aunque producida por la Radio-TV italiana, se convierte en un film brasileño.
Como corresponde a un film informativo y analítico, dirigido más al espectador europeo que al brasileño, y realizado por un extranjero, la posición adoptada por Amico ha sido la de permanecer fuera del drama, a una cierta distancia pudorosa, respetando al máximo la realidad. Amico filma, pues, con objetividad, de forma casi documental, sin subrayar nada, y captando de forma global (planos largos, encuadres amplios) el contenido de cada escena, cuyo sentido vendrá dado no por las manipulaciones del director, sino por la acción misma de los personajes en el escenario real en que evolucionan.
Amico muestra el itinerario geográfico y moral de una familia campesina que abandona Milagres, el Sertão y el Nordeste (es decir, la sequía, el hambre, la miseria) en busca de una situación más favorable. Tras un fracaso en Recife llegan a Sao Paulo, y el cabeza de familia (Joel Barcelos, en un personaje que podía ser el mismo que interpretó al final de Los fusiles) acaba de albañil, trabajando en la construcción de un nuevo hotel de la cadena Hilton. Si esta historia ya es, en sí, didáctica, pues analiza las condiciones de vida en el Nordeste y la larga marcha hacia el trabajo en un sistema capitalista y colonizado, el aspecto más explícitamente didáctico del film se encuentra en una serie de "intermedios informativos'' que, sin ruptura de tono, puntúan su desarrollo lineal. Amico nos suministra estas informaciones a través de una voz en off y diversos carteles en italiano que explican la historia del Brasil, su composición étnica y la situación política, social, económica y religiosa del país. Por último, una serie de planos, en que Joel Barcelos nos lee y comenta noticias de periódicos, sitúa al Brasil dentro del contexto más amplio del Tercer Mundo y de las sociedades subdesarrolladas (Che Guevara y la Tricontinental, ghettos negros en U.S.A., África, Vietnam, etc.). Un tercer puente se establece mediante la comparación de las estadísticas brasileñas con las italianas que, aproximadamente, pueden servir de referencia a los espectadores de Europa occidental. Conviene señalar que todos estos datos carecerían de sentido desligados de la realidad brasileña, y que no cobran significación más que puestas en contacto con las peripecias de la familia a cuyos esfuerzos nos permite asistir Amico, historia que, por otra parte, resultaría demasiado abstracta si no se viera esclarecida y generalizada por aquellos datos "en bruto" que se nos dan, y que funcionan más como elemento complementario que como efecto distanciador.
En ningún momento cae la película en el panfleto sentimental o demagógico que muchos perezosos querrían, ya que Amico, consciente e imperturbablemente, impide nuestra identificación (siempre autocomplaciente y forzada) con los personajes, obligándonos a contemplarles —como él— desde nuestra condición de europeos, y a asumir nuestra impotencia respecto a los problemas que plantea la película. Esta distancia está lograda a través de una admirable y rigurosa coherencia estilística, captando lo real con la máxima fidelidad (Tropici está rodado con sonido directo) y con el máximo respeto (de ahí la distancia de la cámara, el no intervencionismo del montaje, los neutros tonos grises de la fotografía).
Con un ritmo pausado (como Rossellini, Straub o Renoir, Amico es un cineasta de la espera), especialmente en las primeras secuencias (cuya minuciosidad descriptiva es absolutamente necesaria), el film se desarrolla elípticamente, sin rodeos, con una austeridad digna de Bresson, lo que le permite evitar el populismo folklórico y el pintoresquismo que cabía esperar de un europeo que visita el Brasil. Rehuyendo un lirismo de imitación, Amico no duda en puntuar una escena con la canción y algunos de los planos finales de Dios y el diablo en la tierra del sol (como parte del homenaje a 28 cineastas de Cinema Nôvo, a los que la película está dedicada, junto a nueve cantantes populares y el pueblo de Milagres).
De esta forma, Amico ha conseguido darnos una visión del Brasil (del Sertão a la ciudad pasando por el cine, de la colonización portuguesa al neocolonialismo americano pasando por el subdesarrollo) más completa y más objetiva de lo que pudiera serlo la de un Rocha o un Diegues. Falta el espíritu, claro está, y la pasión, pero eso, lejos de ser un defecto, es una de las grandes virtudes de Tropici, ya que demuestra la absoluta honestidad con que Amico ha planteado el film: puesto que es extranjero, debe permanecer en el exterior (y nosotros con él), y no fingir estar dentro.
En Nuestro Cine nº 92 (diciembre de 1969)
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