lunes, 15 de septiembre de 2025

Entre dos suicidios o El cine como máquina del tiempo

El quinto film de Alain Resnais, Je t'aime, je t'aime (1968), subtitulado en España Te amo, te amo, ya que —por fortuna— se exhibe en versión original, empieza como una película de ciencia-ficción, con algunos elementos de comic (formas de expresión a las que Resnais es muy aficionado). Un escritor, Claude Ridder (Claude Rich), ha intentado —sin éxito— suicidarse, y ha sido seleccionado por unos científicos como cobaya ideal para un experimento de viaje en el tiempo, ya que no tiene el menor apego a la vida, y no le importaría perderla en la experiencia. Este tono misterioso, que ocupa los veinte primeros minutos del film, desaparecerá luego, al sumergirnos con el protagonista en el pasado. Tumbado en una confortable máquina del tiempo, Ridder será enviado a revivir un minuto preciso de su existencia, situado justamente un año antes. Sin embargo, el aparato se estropea, y la memoria de Ridder le lleva de un momento a otro, sin ningún orden, a lo largo de los siete años que duró su relación con una misteriosa, triste y bella joven, Catrine (Olga Georges-Picot), cuyo recuerdo le atormenta, ya que se siente más o menos culpable de su muerte, que provocó o, más bien, no intentó evitar. Finalmente, Ridder recuerda —como era previsible, y de ahí un aumento de tensión, según vemos que este momento puede aproximarse— su suicidio, y vuelve, herido, al presente.

Como vemos, este argumento es la fusión de tres historias que se entrecruzan y que tienen funciones diferentes. De ellas, la de la culpabilidad es casi un estorbo, pues actúa únicamente como elemento justificador de los obsesivos recuerdos de Ridder, que contribuye a dramatizar. La de amor es la más hermosa, y es la que —unida a la primera— escribió linealmente Jacques Sternberg, a quien debemos también uno de los más bellos diálogos que se han oído en una película, que parecen poemas de Paul Éluard sin por ello resultar afectados. Esta historia de amor, de clara inspiración surrealista (el encuentro, el azar, el reencuentro, el recuerdo, el amour fou), ha sido inscrita en un relato fantástico que, a la vez que evita una inverosímil acumulación de incidencias que pongan en funcionamiento la memoria de Ridder, permite reestructurar totalmente la narración, atomizándola en una desordenada sucesión de breves instantes del pasado. Para justificar esta nueva estructura que ha dado a la obra, Resnais ha acudido a un truco —muy hábil y astuto, pero, a fin de cuentas, truco—, que consiste en que la máquina del tiempo se estropee y se aleje imprevisiblemente del minuto fijado de antemano, permitiéndonos así conocer toda la aventura sentimental que ha llevado a Ridder a intentar el suicidio. Este artificio es, sin duda, funcional, pero resulta poco convincente y demasiado cómodo por parte de Resnais.

Para que esta fragmentación no resulte confusa, Resnais ha dado a sus imágenes una estructura visual obsesiva (encuadres, líneas rectas, líneas curvas, tomas frontales de largos pasillos, predominio absoluto de planos medios), y ha elaborado la composición del color de forma que cada plano deje una huella indeleble, y sea inmediatamente reconocido cuando, quince o veinte minutos más tarde, se repita o se prolongue. Este procedimiento de grabar las imágenes en la memoria del espectador proviene, como muchos otros elementos de la película, de Hitchcock, cuya influencia en todo Resnais es notoria (así, no puede comprenderse El año pasado en Marienbad, L'Année dernière à Marienbad, 1961, sin tener presente De entre los muertos, Vertigo, 1958, y resulta interesante señalar la equivalencia entre el estado de ánimo de James Stewart tras cada una de las muertes de Kim Novak y el de Ridder al principio y al final de esta película) y, a través de él, Resnais convierte Je t'aime, je t'aime en una máquina del tiempo, y nos hace recorrer con Ridder esta historia de amor, trabajando con nuestra memoria. De ahí la aparente banalidad de los momentos recordados; son instantes que también nosotros hemos vivido, experiencias universales, comunes a cualquier espectador, y que convierten —hasta cierto punto— la historia de Claude Ridder en nuestra propia historia. Por eso su suicidio no ha tenido éxito (es más bien un suicidio mental, frecuente cuando se pierde —de una forma u otra— a la mujer amada), y por eso esta historia nos afecta. Las imágenes que hemos visto al principio del film se convierten en imágenes de nuestro propio pasado. De esta manera hacemos nuestro el film, revivimos la película (esto se hace especialmente sensible en una segunda o cuarta visión, ya que cada instante nos remite no sólo a los anteriores y a nuestras propias vivencias, sino a todos los momentos dispersos que forman la película). Pero, contrariamente a lo que ocurre en Hitchcock, nuestra "identificación" con el protagonista no es pasiva, sino activa: como siempre en Resnais, la obra, en cierto sentido "abierta", necesita la participación consciente y voluntaria del espectador. Esto explica, a su vez, la misteriosa apertura del film, su montaje fascinante, su ritmo envolvente, mientras que la identificación pasiva se ve impedida por la estructura de la película —que es muy clara, pero que exige un esfuerzo mental constante— y por no haber en toda la primera parte (presente) más que un primer plano de Claude Rich, siendo filmado siempre a distancia o de espaldas. Ridder es, por tanto, un recipiente vacío, que hemos de llenar nosotros mismos para ser conducidos, por medio de sus recuerdos, a través de nuestro propio pasado. De esta forma, a través de la inacabable agonía sentimental de Claude Ridder, Resnais nos lleva a lo más profundo de nosotros mismos. Es, pues, una obra reflexiva —y no narrativa— y su estructura queda, por tanto, justificada, hasta tal punto que si reconstruyéramos mentalmente la película, y le devolviéramos su inicial estructura lineal, perdería todo su interés y toda su fuerza.

Este film frágil, imperfecto y emocionante, no tiene la importancia de Hiroshima mon amour (1959) o El año pasado en Marienbad, no significa una innovación en el lenguaje cinematográfico; es, si se quiere, un film clásico con algunos elementos (estructura, relaciones con el espectador) modernos. Pero pese a esto, a pesar de ser una "obra menor", nos revela en Resnais uno de los mejores realizadores actuales: cada detalle de la puesta en escena de Je t'aime, je t'aime, es perfecto, ya sea el color, la fotografía, el decorado, el empleo de la escasa música de Penderecki, los diálogos (por si fuera poco, en sonido directo) o la dirección de actores, gracias a la cual logra Resnais esa sensación de intimidad, de emoción y de verdad que reina en cada uno de los instantes evocados por su protagonista. Podría decir que en Je t'aime, je t'aime, no me convence del todo el "bosque", pero me entusiasma cada uno de los "árboles" que lo componen.

En El Noticiero Universal (26 de junio de 1969)

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