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viernes, 12 de septiembre de 2025

La evaporación de los cines nacionales y el concepto europeo de autor

Perdónenme un momento que para hablar del presente y el futuro siempre incierto haga un flashback y me remonte al pasado, no porque piense que lo ignoren, sino porque, de puro sabido, puede estar olvidado, y porque creo que las cosas tienen causas, a veces no muy cercanas, que conviene recordar y tener en cuenta, si lo que se desea es comprender por qué estamos donde estamos.

Cuando el cine se convirtió –y no en todas partes, nunca conviene generalizar abusivamente– en un fenómeno más o menos industrial, y en los principales países productores funcionaban algunas grandes compañías y un cierto número de empresas temporales o sumamente pequeñas, más o menos independientes durante la gestación del proyecto, aunque finalmente soliesen vender la película ya acabada a las más grandes, que controlaban asimismo la distribución y la exhibición, y cuando los capitales tenían una circulación relativamente restringida, al menos en comparación con su movilidad actual, pudo hablarse de cines nacionales (tuvieran o no rasgos estéticos comunes, tratasen o no asuntos locales).

La costumbre de hablar del cine inglés, italiano, alemán o español se ha mantenido viva, durante muchos años, ocultando quizá que, en la mayoría de los casos, no existe nada que realmente corresponda a tales denominaciones de "origen", y que en ningún país suele ser la producción cinematográfica tan escasa y uniformemente monótona como para que todas las películas tengan rasgos comunes, salvo el grueso de las menos interesantes. Ni siquiera en los países que han tenido producción monopolizada por el Estado y con rígidos controles de censura ideológica. En el mejor de los casos, pretender hoy que subsisten cines nacionales con identidad propia me parece un espejismo o una quimera, como poco una exageración, cuando no una mixtificación publicitaria.

No es estrictamente novedoso que el cine sea un fenómeno internacional, ni que muchos cineastas lo hayan tenido por su "lengua y patria" verdaderas, sin importar demasiado su procedencia o su nacionalidad de origen, su raza o su lengua materna. Numerosos europeos soñaron y sueñan todavía con hacer cine americano, y algunos no tuvieron más remedio, si no querían jugarse el pellejo o trabajar bajo el control de una potencia ocupante, que exiliarse. Obligadas por medidas supuestamente proteccionistas –esa era, al menos, su intencionalidad manifiesta–, que les impedían repatriar los beneficios, algunas compañías importantes, no sólo americanas, desde la Warner o la Metro hasta la Ufa o Pathé, se infiltraron en las industrias de otros países en los que habían obtenido beneficios, produciendo allí pequeñas películas, generalmente destinadas al consumo interno y relegadas a la condición de complementos de programa doble. Tras la Segunda Guerra Mundial, salvo en Francia, que supo defenderse con energía de la invasión, el cine americano desembarcó en toda Europa su cuantiosa producción bloqueada durante el conflicto, en general ya amortizada y por tanto generadora de beneficios extraordinarios durante su aplazada –y a menudo ansiada– distribución en Europa.

Con independencia de movimientos o "escuelas" de importancia artística, política, social o histórica a veces duradera, como el neorrealismo italiano o la nueva ola francesa, los cines europeos, encerrados cada vez más en mercados locales muy fragmentados y pequeños en su mayor parte, y colonizados mayoritariamente por el cine americano, han ido declinando desde sus niveles respectivos de anteguerra, de tal modo que hoy puede apenas hablarse –y yo diría que con reservas– del cine francés, y muy dudosamente, en cambio, del alemán, el italiano, el británico o el español, no importa que sea bajo o elevado, insuficiente o excesivo el número de películas producidas anualmente en cada uno de esos países.

Dejando de lado la tendencia europea a emular, por gusto o por aspiración comercial, el cine de Hollywood, ya manifiesta en los años 20, un factor ha distinguido desde siempre al cine de ambos continentes: la muy diversa consideración de los derechos de autor, del copyright, en uno y otro. En Estados Unidos, el "autor" es el dueño de los medios de producción o, en el caso de los distribuidores, del negativo, es decir, el que pone el dinero, lo adelanta o lo presta; la película se considera un producto como otro cualquiera, que puede trocearse, recortarse, colorearse, o retocarse alterando su formato, repitiendo tomas o rehaciendo en mayor o menor medida el montaje, y que puede continuarse o reiterarse cada cierto tiempo sin contar para nada con quien tuvo la idea, la escribió o la convirtió en cine. En Europa, aunque está sometida a asedio por un buen número de productores, envidiosos del control y la libertad de que gozan en el sistema americano, todavía subsiste una diferenciación entre los derechos de autor y los derechos de explotación, lo que hace más plausible que en América que el director pueda ser quien inicie, escriba y controle la forma final (el final cut) de sus películas, en lugar de ser un técnico especializado (a menudo muy hábil), bajo contrato plurianual con un estudio o con el equivalente de un contrato "de obra y servicio" para "realizar" un guión que se le entrega tal cual, y que sólo con talento y astucia, solapada y disimuladamente (no debiera por ello extrañar que hasta los más personales y prestigiosos cineastas americanos renegasen en público de su hipotética condición de artistas, que les convertiría en "sospechosos" y reivindicasen con excesiva modestia la de artesanos de la industria del espectáculo), o –excepcionalmente– participando como socio en la producción, podrá hacer siquiera parcialmente suyo.

Es precisamente ese "poder" que todavía –aunque cada vez sea menos frecuente, menos normal, y no pueda ya darse por supuesto, salvo quizá en Francia– se le reconoce a un director, incluso novel, en Europa, lo que hace más fácil (lo que no significa, claro, que lo sea realmente, ni que resulte cómodo o sencillo) que se realice en nuestro continente un cine personal, no industrial, ni de compañía, ni siquiera "nacional". No existen apenas compañías de producción con personalidad y sello propio; de hecho, los actuales conglomerados industriales de América tampoco tienen rasgos que permitan distinguir las películas, a simple vista, por el tipo de decorados, la música, la iluminación, el montaje o los actores, como ocurría meridianamente entre los años 30 y mediados de los 50, cuando al instante podíamos identificar un film como producido por la Metro, la Universal, la Warner, la Fox, la Paramount, la Columbia o incluso la RKO. Puede que en Italia supieran distinguir a simplemente un film Titanus, o en Francia uno de Gaumont o Pathé, pero no estoy tan seguro. Hoy, todas las compañías americanas se caracterizan precisamente, como sólo antaño la United Artists no originaria (esto es, la que, abandonada por sus fundadores Griffith, Chaplin, Pickford y Fairbanks, se convirtió en una financiera-distribuidora), por su absoluta carencia de rasgos distintivos característicos.

Que haya un individuo a cargo de la película, y que la producción se fragmente, se debilite o desnacionalice; que casi todas las películas sean coproducidas por varias sociedades pequeñas (y a menudo creadas "ad hoc" y sin voluntad de permanencia) y múltiples cadenas de televisión o sociedades de inversión impersonales (incluso de un solo país, a veces de muchos) es una circunstancia que facilita que el cine europeo, sin que por ello exista una "identidad europea" artificialmente creada, sea más difusamente "europeo" que alemán, italiano, español o inglés, sobre todo si los jóvenes cineastas quieren romper con el cine tradicionalmente asociado a su país, como es de suponer que ocurre a menudo entre los nuevos directores alemanes, por ejemplo, que se diría aspiran, como muchos españoles, a que el mayor elogio de sus películas consista en que se diga que "no parecen alemanas" (o españolas). Para que tales reacciones de "rechazo" (nunca suficientes en sí mismas, a lo sumo para elegir el punto de partida) tengan algún sentido haría falta, y me temo que no sea hoy lo más frecuente, conocer a fondo la historia pasada del cine que se ha hecho donde cada cual pretende hacerlo.

Hay ciertas cosas que, conviene admitirlo, en general, los americanos han hecho –prácticamente siempre, o al menos desde muy pronto– mejor que los europeos, y no sólo por contar con más medios, sino por inclinación o afinidad y por tener una concepción del cine no sólo más industrial y mercantil, más atenta a la demanda y dirigida a todos los públicos del mundo entero, sino menos dependiente de cualquier noción de "realismo" y mucho más reconciliada con la idea del artificio y el trucaje, sin las ataduras que pueden suponer las ambiciones artísticas o el afán de autenticidad. Las escenas espectaculares, las de acción, las muy físicas (cualquier reyerta, callejera o en interiores). También, y ahí sí cuentan las diferencias de presupuesto y de disponibilidad de técnicos avezados, las de efectos especiales o las muy complicadas, con masas de extras y con mucho movimiento.

Frente a ese hecho poco discutible, claro, caben dos actitudes: resignarse a "saltarse" (eliminándolas del guión) ciertas escenas o simplificarlas a máximo, o tratar de imitarlas. En el segundo caso, forzosamente limitado en número, restringido a la "gama alta" de la manufactura pesada europea, la derrota está casi garantizada, con un coste del que se suele resentir el resto de la película y que puede hacerla inamortizable hasta si tiene éxito, dado que el cine europeo nunca ha tenido acceso a los mercados mundiales, y en particular al americano. En el primero, invitará a potenciar aspectos que a los americanos no les interesan, o por los que sienten menor inclinación (no seamos tan ilusos como para pensar que no hay americanos capaces de igualar los resultados de Rohmer), con el riesgo de fomentar una cierta instalación en la comodonería y la facilidad, que –esta sí– es nueva: hace cuarenta o cincuenta años, italianos o españoles se atrevían aún a rodar escenas complicadas, llenas de extras y de movimientos de actores y cámara, en lugar de filmar a dos o tres individuos inmóviles en planos cortos y carentes de contexto o en planos fijos innecesariamente dilatados. Cualquier autodenominado "indie" americano puede copiar el simplismo o la incompetencia, cuando no la mera tendencia a seguir la "ley del mínimo esfuerzo", que tan a menudo en este continente se disfrazan de "minimalismo" en boca de pretendidos cineastas que se autocalifican de "radicales", cuando se sabe que la falta de recursos, para dar resultados, ha de ser suplida por mucho esfuerzo y abundancia de ideas e imaginación, fuera en la antigua "serie B" hollywoodense o sea en las producciones marginales o modestas europeas. Y este esfuerzo y esta imaginación son personales, por muchos que sean los miembros del equipo que contribuyan con los suyos al logro de una obra original, fresca, capaz de sorprendernos.

Por eso encuentro peligrosa una moda, ya vieja y en su origen "sesentaiochesco" de izquierdas, opuesta al "culto de la personalidad" en el que habían desembocado algunas posiciones generalizadoramente "autoristas", consistente en atacar el concepto mismo de "cine de autor" y la evidencia manifiesta de que, donde haya un "director" digno de ser así llamado, es el que tiene mayores posibilidades de ser el responsable principal del valor cinematográfico que tenga una película, sea este grande o escaso. Si negamos el concepto de autor renegamos de la idea de "obra" y convertimos el cine en una acumulación o sucesión de productos (las películas). Con lo cual, de hecho, se hace el juego a los productores ansiosos de dominar a los directores y considerarlos como una combinación de meros técnicos (realizadores) y capataces a sueldo y sometidos a sus órdenes, y se renuncia, además, a la única ventaja diferencial que puede tener el cine europeo frente al americano.

Pueden darse coincidencias o confluencias casuales entre los directores europeos de una misma promoción, siempre que tengan un mínimo de ambición y aspiren a hacer algo que se aparte, siguiera relativamente, de la norma, de lo usual, de lo rutinario, de lo academicista, de lo que ya hacen los demás, y no por prurito de originalidad, sino porque es otra cosa la que buscan o la que les interesa hacer. Pero conviene no amalgamar a personajes completamente diferentes por el mero hecho de que se aparten de lo usual, poco o mucho, a veces sólo en apariencia o "de boquilla".

Un elemento esencial del cine europeo es la soledad de los creadores; incluso los que inicialmente puedan ser vistos o etiquetados como un grupo, por pertenecer a una misma revista, haber estudiado juntos o haber surgido a la luz pública más o menos al mismo tiempo, si perseveran, no harán una película tras otra, sino espaciadamente, y perderán el contacto y la sincronía inicial que pudieran tener. Ahí radica quizá la mayor incertidumbre que planea sobre la futura supervivencia del cine europeo, pues dependerá de la resistencia y la integridad de los cineastas, arrojados fuera de la precaria industria, y de que sean lo bastante numerosos y, a pesar de las dificultades, lo bastante activos como para que formen una masa crítica que haga notar su presencia y prolongue el estímulo de hacer cosas personales entre las generaciones siguientes.

No pretendo con esta observación de que los cines nacionales están desapareciendo ni dar la voz de alarma ante una evolución catastrófica y desarraigadora, que puede impulsar un manierismo exacerbado y alejar por completo al cine de su supuesta "vocación realista", haciendo del cine extranjero la referencia básica de las nuevas películas, pero tampoco creo que sea un desarrollo ante el que haya que batir palmas de alegría, ni que entregarse acríticamente, dándolo por una consecuencia inevitable de la arrolladora "globalización". Es más bien un fenómeno del que hay ya síntomas abundantes e inequívocos por doquier, y que, por tanto, hay que plantearse, siquiera para obrar conscientemente y, en el caso de los cineastas, tomar partido, elegir su campo. Es evidente que cierto localismo o provincianismo, como la desdeñosa ignorancia de cuanto sucede fuera del reducido marco vital en el que se desarrolla nuestra vida cotidiana, puede ser empobrecedor en extremo, y en principio parece aceptable el reparo de que las películas concebidas con esas perspectivas no encontrarán un público numeroso en el exterior, o resultarán incomprensibles. Pero ¿y si Jean Renoir tuviera aun razón cuando pretendía, hacia 1940, que las películas más apegadas a una sociedad concreta eran las que más podían interesar fuera de sus límites? ¿Y si creemos conocer, superficial y mediatizadamente, otros países, otras regiones, sobre las que en realidad nada sabemos, y que nos convendría conocer siquiera un poco?

Texto preparatorio para una conferencia. Escrito el 10 de marzo de 2008.