miércoles, 23 de abril de 2025

Las difusas fronteras entre el documental y la ficción

No sabría datar con precisión en qué momento, pero desde muy pronto, probablemente ya desde las primeras recensiones o reseñas de los iniciales programas cinematográficos, compuestos por varias piezas muy breves y a menudo muy heterogéneas, se estableció una especie de barrera artificial entre las películas que, al menos en apariencia, se limitaban a fotografiar –ahora en movimiento– la “realidad” y aquellas otras que, por el contrario, empleaban todo tipo de trucos o simples medios de paliar las carencias iniciales del cine, es decir, el sonido y el color (desde los rótulos intercalados entre las imágenes hasta los primitivos efectos especiales), y que solían ilustrar o escenificar algún tipo de anécdota, alegoría, moraleja o relato.

La antítesis tan machaconamente reiterada de un cine escindido desde sus comienzos entre la “tendencia Lumière” y la “tendencia Méliès” ilustra muy gráficamente este cisma originario, tan dudoso y, en todo caso, relativo como persistente. Por supuesto, era una muestra de la omnipresente manía de etiquetar y simplificar las cosas, pronto reforzada por los métodos publicitarios empleados por quienes, más que hacer cine, se limitaban a comerciar con él. Así hemos llegado a que se mantenga una especie de telón de acero o barrera infranqueable entre lo que ni siquiera son dos extremos de un “continuum” dentro del cual los cineastas debieran poder moverse con entera libertad, fluctuando en esa vasta zona de posibilidades no sólo de una película a otra, sino incluso dentro de un mismo film.

Por supuesto, más en unos sitios que en otros, se diferencia desde el inicio de un proyecto el tratamiento que reciben un film de ficción y otro de carácter o intención documental. El primero, que resultará luego más o menos comercial, se ha convertido en la norma o “lo normal”: suele contar una historia, con personajes representados por actores, cuanto más conocidos mejor. Frente a ello, un documental es considerado “a priori” como algo no comercial: se supone que muestra algo, expone un “caso” o hace la crónica de un acontecimiento, se le atribuye una cierta economía de medios y un acabado “industrialmente deficiente”, y por definición carece de actores. Su único atractivo para un productor es que, al no contar con estrellas ni requerir decorados o vestuario “de época”, suele tener un coste más bajo; aunque también atraerá a un menor número de espectadores, sobre todo ahora que se viaja mucho más que en 1895 o en 1945 y que los documentales se programan muy a menudo en la televisión; salvo, claro está, que se trate de un documental sobre una estrella, sea Bob Dylan, los Rolling Stones, Brigitte Bardot o Fidel Castro.

Yo entiendo, sin embargo, que el interés principal de un documental ni siquiera está en el sujeto o la cuestión sobre la que presuntamente vaya a “documentarnos” –recuerdo ahora uno fascinante de Hartmut Bitomsky sobre el polvo–, sino en que permite, tanto a los realizadores como a los espectadores (y para mí un crítico no es más que un espectador asiduo que idealmente procura estar informado y que escribe o habla sobre lo que encuentra de interés), salirse un poco (a veces un mucho) de los caminos más transitados, contra los que nada ha de tener, salvo un cierto ocasional cansancio o un tipo de imaginación o experiencias que no se inclinan o prestan a la narración.

Se sabe ahora, con certeza, que los hermanos Lumière no eran meros “reporteros” que salían a la calle a filmar improvisadamente un fuego o un accidente, sino que medían el tiempo disponible en sus primitivas bobinas, calculaban lo que tardaba un tranvía o un caballo en cruzar el encuadre inicialmente escogido, y cambiaban la ubicación de la cámara si no era el adecuado, y repetían tomas hasta para registrar algo tan cotidiano y natural como la salida de los operarios de su fábrica. Por otra parte, algunas de sus piezas “documentales”, que recogían eventos tan “puestos en escena” de acuerdo con un protocolo como el desembarco de congresistas o la llegada de unos monarcas extranjeros, eran a veces meras “reconstrucciones” de los hechos reales, y por tanto, doblemente ficción: no sólo el suceso era en sí teatral y a menudo ensayado, sino la filmación se producía a partir de un acto simulado “a posteriori”. En cambio, el mago Georges Méliès, que no sólo consideraba lícitos sino divertidos y magníficos sus trucos de profesional, combinaba los trucajes que permitía el cine con la filmación frontal de un escenario teatral como aquel en el que solía hacer sus números, y por tanto, en buena medida, se limitaba a registrarlos con la cámara. La diferencia, como se ve, no era tanta, y en cualquier caso, más que radical e irreconciliable, era muy variable y siempre relativa.

Ahora bien, si el cine no tenía por qué haber sido narrativo, pese a que uno de sus factores clave, y gran diferencia frente a fotografía y pintura, fuese –junto al movimiento– el tiempo, y por ello se viese más o menos abocado a estructurarse como una sucesión de planos o escenas, como se suceden las fotos fijas o fotogramas para producir la ilusión del movimiento, el caso es que muy pronto, mayoritariamente, lo fue, sobre todo a medida que se fue alargando el metraje y la duración de las películas. Para la mayoría de los espectadores, es soportable un paisaje, el mar, una puesta de sol, una estatua, durante apenas unos segundos; de prolongarse, empiezan a preguntarse por qué “no pasa nada”, y dan por visto de una ojeada lo que bien puede estar cambiando, como la forma de una nube o el oleaje, durante un buen rato. Durante algunos minutos, temo que no más de diez o quince, se aguanta una sucesión aparentemente desordenada o incluso arbitraria de imágenes, como puede contemplarse con decreciente curiosidad y creciente impaciencia un viejo álbum de fotos de familia o la serie de instantáneas tomadas por unos amigos durante sus vacaciones, pero todo tiene un límite, y cuando (hacia 1914) las películas o los programas de cine se acomodaron al “standard” –en torno a la hora y media o dos– de casi todos los espectáculos públicos ordinarios, el cine acabó convirtiéndose en un arte (o más bien un entretenimiento) esencial y mayoritariamente dramático-narrativo.

El cineasta que no tiene mucho que contar o que se siente carente de imaginación fabuladora puede encontrar, por ello, no sólo un buen terreno de aprendizaje, sino un refugio en el documental. Si, además, ni tiene pericia en la dirección de actores, o le intimidan las estrellas, y no siente curiosidad por combinar a unas con otras y ver si hay “química” entre ellas, y en cambio se interesa por personas normales o excepcionales, incluso pintorescas, encontrará todavía más razones para optar por esa forma de hacer cine, e incluso sabrá sacarle partido a cualquier encargo que pueda caerle sobre algún lugar o asunto del que todo lo ignora y sobre el que tendrá que empezar por documentarse él mismo.

Además, a poco inquieto que sea, tendrá que reflexionar para encontrar la forma adecuada para adentrarse en la materia, el enfoque más idóneo, que suele estar menos dado o predeterminado por las convenciones y las modas que el campo de la ficción narrativa. Cuestiones como el punto de vista, la postura moral, el empleo o no de un comentario –sea o no en off–, etc., se plantean desde la concepción del documental de un modo más acuciante, entre otras cosas porque tratan de personas reales, no de personajes imaginarios, y han de conseguir que se expresen ante la cámara personas no acostumbradas a ello y para los que hablar o moverse ante un equipo de filmación puede ser difícil. A diferencia de un reportaje –antes de un noticiero filmado, hoy más bien de la televisión–, no abordan a desconocidos de improviso, sino que tratan de establecer una relación con esas personas, a veces durante un periodo de tiempo bastante prolongado. No puede extrañar, por ello, que a menudo un documental derive hacia el ensayo cinematográfico e incluya una cierta autorreflexión, ya que lo mismo que la cámara ha de permanecer fuera de campo en el cine de ficción, en el de “no ficción” –por englobar variantes no estrictamente documentalistas– es algo permitido e incluso puede ser obligado.

El caso es que pueden emplearse métodos de rodaje y figuras de estilo propias del documental para dar un aire de realidad o aligerar el coste en una película de ficción –la Nouvelle Vague, como antes el neorrealismo, son dos pruebas de ello– y es frecuente, incluso no deliberadamente, que el cine más rigurosamente documental recurra igualmente, sobre todo en el montaje, a elementos muy típicos del cine narrativo de ficción.

Teniendo en cuenta las limitaciones de tiempo, disponibilidad de copias subtituladas, etc., y mi escasa afición a mostrar escenas aisladas –que pueden ser excepción dentro de la película a la que pertenecen– querría mostraros algunas piezas en las que, sean o no documentales, resulta a menudo difícil desentrañar, sin información externa, y sobre todo en una primera visión, hasta qué punto son o no ficción, si hay en ellas poco o mucho de lo que se ha venido a llamar “puesta en escena”. Advierto que, en todo caso, cualquier película que de verdad valga la pena será el resultado de una serie coherente de elecciones y decisiones, más o menos previstas o intuitivas, a veces modificadas sobre el terreno y en el momento de la filmación, y que hasta dentro de “lo real” suponen “incisiones” o recortes o selecciones de tiempo y espacio.

Texto de preparación para una sesión conjunta con Mercedes Álvarez, dentro de un cursillo a su cargo, en el Cine Bellas Artes. Escrito el 5 de julio de 2012.

lunes, 21 de abril de 2025

La Captive (Chantal Akerman, 2000)

Hace casi dos semanas, sin el menor aviso, sin publicidad alguna, se estrenó en un pequeño cine madrileño una película que, cuando la vi hace dos años en París, me pareció de lo mejor que había visto en los últimos tiempos, y que temí que nunca se estrenara en España. Por fin ha llegado, pero no sé si de modo que valga la pena, a menos que se trate de demostrar que es inútil distribuir este tipo de películas en España, porque no tienen público. Pero ¿cómo van a tenerlo si se estrenan de tapadillo, embozadas, vergonzantemente, de incógnito, sin apostar por ellas ni siquiera lo que cueste uno de esos microscópicos reclamos, casi ilegibles, tamaño sello postal? Si, sabiendo de su existencia y habiéndola visto dos veces, me arriesgué a perder el tiempo acudiendo el día del estreno -no fuese a haber volado el viernes siguiente-, porque parecía ser esa y no otra la película que por casualidad, al buscar el horario de otra, me topé en la copiosa (aunque harto reiterativa y poco apetitosa) cartelera de Madrid. ¿Cómo el que ni sepa de su existencia o, tan escéptico ya como yo, no crea que pueda ser esa la película, sino quizá una sudamericana del mismo o muy parecido título va a ir a verla? Y además, tal vez por eso y no ofrecer pases de prensa, no he visto críticas (desde luego, no atentas ni inmediatas ni favorables) en los diarios, con lo cual menos serán aún los que se enteren, no digamos los que se animen. Para los oyentes que depositen un mínimo de confianza en mis opiniones, si se dan mucha prisa, pues tal vez mañana no se siga proyectando, advierto que todavía hoy, tras dos semanas, se sigue exhibiendo la última película de la antaño célebre realizadora belga Chantal Akerman, cuyas obras no suelen llegar a nuestras tierras y que, por eso, pocos recuerdan y menos aún conocen. Se trata de La cautiva, basada en una novela, actualizada, de Marcel Proust, e interpretada por excelentes actores desconocidos para nosotros. Y no es, como dirá algún perezoso, basándose en la reputación o el aire externo de una película de hace 27 años que no vió, una película no narrativa, ni hermética, ni pedante, ni aburrida, ni vanguardista ni minoritaria... al menos por vocación, aunque arropada como viene suerte será si calificarla de tal no es una exageración optimista. Es un film admirable, preciso, rápido, conciso, riguroso y plásticamente hermoso y funcional, sobre la pasión, el amor, los celos, que a veces recuerda el famoso Vertigo de Hitchcock, en la que sin duda parcialmente se inspira, que resulta, por tanto, fascinante, misteriosa, inquietante, abismal y emocionante. Yo no me la perdería...


Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3. Escrito el 30 de mayo de 2002.

viernes, 11 de abril de 2025

Al ritmo de Jerry

CASABLANCA: ¿Intervino en el guión de King of Comedy, o añadió algo de su cosecha durante el rodaje?

JERRY LEWIS: Durante la preparación de la película, Marty (Scorsese), De Niro y yo trabajamos juntos. Ellos no salen nada, no van a ningún sitio. Bobby de Niro disfruta del más completo anonimato, y no sabe lo que supone ser una celebridad. Puede ir por la calle igual que vosotros, podría andar entre vosotros dos y nadie se daría cuenta, nadie le reconocería. Así que necesitaba que yo le dijera en qué consiste. Les contaba cosas que me habían pasado y ellos las metían en la película. El guionista, Paul Zimmerman, había escrito una historia diferente de la que se ve en la pantalla. A mí me gustaba la primera versión, pero dijeron que era un poco larga... A De Niro se le da una página —es maravilloso, un gran actor— donde pone «Dice "hola" a la chica», y él va y dice (imitación de De Niro): «Hola..., ¿cómo estás?, ¿cómo te va?, ¿qué haces?, ¿a qué de te dedicas? ¿Te gustaría que te presentara a mi madre? Este es mi amigo Lou... Tengo dos coches, tengo una chaqueta...», y sigue, y sigue, sigue... y se hace de noche.

C.: Como en New York, New York...

L.: Y en Raging Bull...

C.: ¿Es un actor muy «técnico»?

L.: Es maravilloso, porque De Niro conoce a De Niro, sabe qué es lo que más le conviene a De Niro. Pero si le dices que lo haga perfecto en una toma, no hay manera..., imposible. Necesita hacer veinticinco tomas de todo. Yo le hacía rabiar, le decía en broma: «Haciendo veinticinco tomas, Reagan estaría aún en Hollywood.» Pero lo maravilloso es que Marty tiene todas esas tomas para escoger pedacitos de ellas, y puede construir con ellos una gran actuación, hacer de él un gran artista. Ayer, en la conferencia de prensa de Cannes, le hicieron una pregunta a De Niro, y él empezó a balbucir «Mmmm..., eeeh..., ah..., mmmm». Hay que plantarle algo en la cabeza, y él es el primero en admitirlo, así que yo me quedo sentado mirándole, es maravilloso contemplarle, un gran actor... Pero tenemos en Hollywood un director que es inglés, David Lean, que trabajaría con De Niro durante quince segundos... (da palmadas) y adiós... Joe Mankiewicz (palmadas), igual.

C.: ¿Y usted?

L.: Podría trabajar con De Niro como director, porque comprendo que ésa es su magia, y tendría que adaptar mi cabeza, mi corazón y mi estómago, tendría que cambiar todo, porque a mí me gusta tratar de conseguir todo a la primera toma. Pero ensayo mucho tiempo, le dedico a cada plano mucho trabajo y así, muy a menudo, sale bien a la primera toma: a positivar, lo tengo todo... ¿Queréis chicle?

C.: No, gracias.

L.: Ya no fumo. Nunca más. Así que estoy cogiendo una mandíbula trabada. Cuando uno tiene algo de corazón, lo primero que hacen es prohibir que uno fume. No me dijeron si dentro de cinco años tendré una enfermedad de las encías de tanto mascar chicle (1). He fumado de tres a tres paquetes y medio de cigarrillos al día durante cuarenta y tres años, y esto es lo que he conseguido (enseña el comienzo de una cicatriz que parece atravesarle el pecho de arriba abajo y otra en una pierna). Fumar hace esto. ¿Leyeron algo en la prensa acerca de mi operación?

C.: Bueno, vino una pequeña noticia, pero luego no contaron nada acerca del resultado. Dedujimos que había sobrevivido, ya que no aparecieron notas necrológicas.

L.: Cuando George cumplió ochenta y siete años le preguntaron cómo se sentía uno a esa edad, y contestó: «Me levanto, miro el periódico y si no está mi nombre en la sección de defunciones me afeito.»

C.: Está bien, ¡es tan latoso afeitarse!

L.: ¡Es tan latoso tener ochenta y siete años!

C.: Depende, supongo.

L.: Bueno, George lo pasa muy bien.

The King of Comedy (1982)

C.: ¿No le resulta difícil actuar en películas de otros directores, como King of Comedy, dada la diferencia de ritmo que hay entre su forma de moverse y la habitual? Sus películas, sus personajes se mueven a otra velocidad, que además es variable.

L.: Sí, es difícil...

C.: Quiero decir que, sobre todo en las primeras películas que dirigió usted mismo, todo dependía de sus movimientos como actor, captados en planos a menudo amplios y largos, fijos o con pequeñas panorámicas, que seguían sus evoluciones... Por ejemplo, aquella escena en que se acostaba...

L.: ¿En The Ladies' Man (2)?

C.: Sí. Y tal vez con otro actor no podría conseguir ese ritmo, y tendría que cambiar la planificación, como de hecho fue ocurriendo en películas posteriores, como The Big Mouth (3), en que empezó a distribuir los gags, las muecas cómicas, etc., entre otros actores, como Buddy Lester o Harold Stone.

L.: Exacto. Planos más cortos. Es interesante que me hablen del ritmo, (timing), porque para mí el ritmo..., mi ritmo, no es el de Scorsese, y para interpretar ese papel de King of Comedy yo no necesitaba mi timing, sino el de Scorsese. Y era fácil para mí adaptarme, ponerme a su ritmo. Pero si Scorsese quiere hacer el tipo de películas que yo hago, tendrá problemas, porque no podrá hacerlo a su ritmo. Como él me dijo un día: «Me encantaría hacer comedias, pero mi ritmo es demasiado toc..., toc..., toc... y tendría que ser tac tac tac.» Y si de eso se da cuenta un director en la sala de montaje, peor todavía.

C.: ¿Cree que le es más fácil a un actor adaptarse a otro ritmo que a un director?

L.: Bueno..., para un actor —para un actor de cine— depende de cómo le conduzca el director. Es como cuando, una vez al año, hacen el encierro de los toros: tienen que hacer que arranquen en algún sitio y desde allí guiarles, porque si no se meterían en el hotel. A un actor hay que guiarle, y su ritmo debe ser el originado por el director. Mi ventaja sobre otros directores consiste en que actúo ante el público en Las Vegas, Nueva York, París, Londres o cualquier otra ciudad, y ese timing es muy parecido al del cine. Como no puedo determinarlo igual que en el Palladium de Londres, lo ajusto en la sala de montaje.

C.: Pero cuando actúa en escena las reacciones del público le sirven de guía, y en el cine no cuenta con esa indicación...

L.: Pero me siento en la sala de proyección y tengo mi reacción.

C.: ¿Sólo la suya?

L.: La de todos los presentes. Pero si mi trasero se queda quieto en el asiento, el ritmo es correcto; si empiezo a moverme sé que tengo que cortar.

C.: Esa especie de reparto de la comicidad entre usted y los restantes actores que comentaba antes, ¿fue algo deliberado y consciente, o sucedió sin que se diese cuenta? Primero dividió su propio personaje en dos, en tres, hasta en siete personalidades en The Family Jewels (4), cuatro en Three on a Couch (5), y al mismo tiempo fue distribuyendo rasgos o gestos cómicos entre otros personajes, y su propia interpretación se hizo más sobria.

L.: Creo que tuvo que ser una evolución natural, porque no era consciente de ello por entonces.

C.: Volviendo a la cuestión del ritmo, algunas de las películas que interpretó con otros directores tienen un ritmo muy distinto que otras y más parecido al de las primeras que dirigió usted mismo. Por ejemplo, la que más me gusta de las que no ha dirigido, You’re Never Too Young (6) tiene ya el timing de The Bellboy (7) o The Ladies' Man, mientras que Partners (8), también de Taurog y de aquella época, no. O, entre las de Tashlin, The Disorderly Orderly (9) tiene su ritmo, y Artists and Models (10) no. ¿Cree que es una sensación gratuita?

L.: No. Lo que ocurre es que en las películas que menciona que hice con mi ex socio mi ritmo está partido por la mitad, ya que tenía que darle a él parte, mientras que en The Disorderly Orderly no tenía compañero y podía entregar esa parte al ritmo de Tashlin.

C.: Pero You’re Never Too Young era con Dean Martin...

L.: Sí, pero allí no era tan «pareja», porque en esa película yo hacía el papel de un niño, y podía actuar como si él no estuviese allí, porque el ritmo debía ser absolutamente el del niño, no el de uno y otro.

C.: Aunque no conste en los títulos de crédito, ¿intervenía ya activamente como guionista o productor en sus películas de esa época?

L.: Las produje yo... Y codirigí You're Never Too Young... Y codirigí The Disorderly Orderly también. Lo encantador de Tashlin es que yo le consideraba mi maestro y él me llamaba su maestro, y era una forma maravillosa de pensar el uno acerca del otro.

C.: Es curioso, porque su ritmo y el de Tashlin son muy diferentes.

L.: Completamente.

The Disorderly Orderly (1964)

C.: Y tal vez sea el ritmo lo que más distingue a un cómico de otro. Por ejemplo, Harry Langdon era mucho más lento...

L.: Pero no tenía un director que le cambiara el ritmo. El director de Harry Langdon hacía lo que Harry Langdon hacía.

C.: O Keaton.

L.: Igual con Keaton. Los directores aprendían timing de los actores. Pero un buen director coge el verdadero ritmo de los actores y trabaja con él, lo integra en lo que hace, sin tratar de cambiar su ritmo.

C.: ¿Cree que eso hay que conseguirlo durante el rodaje o que se puede hacer en el montaje?

L.: Si se rueda una escena suelta, con holgura, y se quiere concentrar, se puede. En cambio, si se rueda demasiado apretada no se puede estirar en el montaje. Uno pasa desde tantos fotogramas a unos cuantos fotogramas menos para hacer la escena perfecta y luego le añade algunos para hacerla más que perfecta.

C.: En general, construye los gags en el rodaje más que en el montaje, ¿no?

L.: No, no, no. Los gags se hacen al escribir el guión. Luego se filman. Aquí está el ejemplo (abre por las páginas de ilustraciones su libro The Total FilmMaker (11) y señala unos diagramas de movimientos y colocación de cámara). Y se siguen construyendo al rodar, al montar, al añadir ruidos y hacer las mezclas..., durante todo el proceso.

C.: ¿Qué sucede con The Day the Clown Cried (12)?

L.: Es una larga historia...

C.: Llevamos unos diez años esperándola...

L.: Yo también. La veréis. Os prometo que algún día la veréis.

C.: Hay versiones contradictorias acerca de si está terminada o no.

L.: Está acabada de rodar, pero falta la postproduction. De todos modos, pronto veréis mi mejor trabajo, Smorgasbord (13). ¿Cómo van a llamarla en España?

C.: No suelen cambiar tanto como en Francia los títulos de sus películas, pero cualquiera sabe...

L.: Oh, es terrible, en Francia lo cambiaron... Bueno, el caso es que todo lo que hemos hablado acerca del timing tiene mucho que ver con Smorgasbord, el ritmo está más logrado que nunca. Creo que es lo mejor que he hecho desde The Nutty Professor (14).

C.: ¿Está seguro de que va a estrenarse aquí pronto?

L.: Seguro. ¿Por qué?

C.: Porque algunas de sus películas se han estrenado con muchos años de retraso, o nunca...

L.: ¿Cuál?

C.: La que dirigió pero no interpretó, One More Time (15). Y tampoco hemos visto, claro, aquella que hizo para TV, In Dreams They Run (16).

L.: Si, para Ben Casey, sobre los niños imposibilitados. La hice hará veinte años.

C.: ¿Tanto? Creí que era de 1970 o así.

L.: No, no... Estábamos aún con la Paramount..., la hice en 1963, ¡hace ya veinte años!

C.: Y, por otra parte, cuando llegan no siempre lo hacen en buenas condiciones.

L.: ¿Las copias?

C.: Bueno, por lo pronto, suelen estar atrozmente dobladas, y le ponen una voz...

L.: Sí, lo sé... Alguien me dijo que sonaba como Alan Ladd, Burt Lancaster, Kirk Douglas y cuatro actores más, pero no como yo.

C.: Y no sólo eso: suelen desaparecer ruidos y música, algunos gags sonoros, el color no es el mismo, a Which Way to the Front? (17) le faltaban unos veinte minutos... y no siempre se estrenan en cines adecuados....

L.: Desgraciadamente, el mercado exterior es tan autónomo que no puede evitarse..., no se puede controlar. Miren, la única posibilidad de hacer algo consistiría en realizar una película específicamente para el mercado europeo, cosa con la que siempre amenazo. Estrictamente para el público europeo, y distribuirla directamente yo mismo en los principales países, y hacerla sin palabras, sólo con música y efectos de sonido, y estrenarla en Europa y no exhibirla nunca en los Estados Unidos. Los distribuidores, a menudo, tienen el mismo sentido del humor que las corporations (18): lo que les interesa es, ante todo, el rendimiento, así que cortan veinte minutos y así pueden dar cinco sesiones en lugar de cuatro o diez en lugar de ocho. Y eso es un desastre.

Which Way to the Front? (1970)

C.: He oído que el final, la media hora final de King of Comedy era diferente, que Scorsese hizo una preview y lo cambió. ¿Es cierto? (Asiente con un gesto de cabeza). ¿Por qué? (Gesto de ignorancia). No le gusta... (Mudo gesto de asentimiento). ¿El final o la película?

L.: El final.

C.: Es muy extraño: en cierto sentido, no tiene final.

L.: No hay final.

C.: Aquí suele extrañamos el efecto que tienen las previews, porque cuando nos enteramos de cómo eran antes de cambiarlas o cortarlas a menudo nos parece que estaban mejor antes.

L.: Scorsese lo cambió. Tenían miedo de repetir el final de Taxi Driver (19), que fue muy discutido, y en el fondo es lo que, al cambiarlo, hicieron. Tienen el mismo final. Pero ésa es una decisión del director, y es algo que hay que respetar. No tiene que gustarte, pero tienes que respetarla.

C.: ¿Cree que es más difícil hacer cine ahora que hace veinte años?

L.: Sí, lo es. Es más difícil porque las películas ahora están casadas con las corporations.

C.: Y la gente de las corporations no sabe nada de cine.

L.: ¡No sabe nada de las corporations! Son todos «herederos». El viejo se muere y les deja el dinero, así que tienen corporations. Y entonces se meten en el negocio del cine. Ocurre lo mismo en España, en Francia, en Italia, en todas partes. Todo el mundo quiere tener dos negocios: el suyo y el negocio del espectáculo. Y no pueden hacerlo. Es como proponerle a un cirujano del cerebro: «¿Por qué no hace una película alguna vez?» Deje a ese hombre esperando en la mesa de operaciones mientras yo me voy a rodar una película.

C.: Tal vez una de las causas de las dificultades que ha tenido en los últimos años sea precisamente que su timing sigue siendo el mismo y que los financieros piensen que hace falta otro distinto, porque «los tiempos han cambiado»...

L.: Ciertas cosas no cambian. Pueden maquillarse, disfrazarse, pero no cambian. No cambia la forma de nacer los niños. El timing, tampoco.

C.: Ni el humor.

L.: El humor, tampoco. Hay una frase muy buena..., alguien dijo algo muy bueno sobre el cambio: «Un pecador puede convertirse, pero un estúpido lo es para siempre.» ¿Sabe por qué mis películas funcionan mejor en España, en Francia, en Italia, en Alemania...? Porque es un lenguaje internacional, y él, Jerry, en la pantalla, habla muchas lenguas a través de su cuerpo y de su risa. La risa estimula la atención: se presta una atención muy intensa, así que se aprenden cosas, se ven cosas que ni siquiera estaba previsto que pudieran verse, que el director ni siquiera era consciente de estar haciendo, así que por eso tiene esa popularidad en todo el mundo. En todo el «mundo libre», y si conseguimos introducir en Rusia alguna de nuestras películas, seguro que también conseguimos que se rían allí.

C.: Para mí, Hardly Working (20) es algo así como una «película E. T.», que viene de Marte, porque tiene un punto de vista moral que hoy, por hipocresía, no se admite en Hollywood, y trata, además, sobre el paro, que es hoy el principal problema en todo el mundo, de una manera que calificaría de revolucionaria.

L.: Debería ser un político.

C.: Noooo, no, gracias.

L.: Pues en América necesitamos unos cuantos buenos..., aunque, de todos modos, la mayor parte de nuestros actores son comediantes... Como medio de expresión, el cine permite decir muchas cosas... Tengo muchos amigos en Francia, en los países escandinavos o belgas que piensan como usted y me han dicho cosas parecidas. Prestan atención, se molestan en mirar y ver..., y eso es lo que hace falta. En cambio, cuando se está en la sala de montaje y hay que tomar las grandes decisiones tiene uno que oír cada cosa, lo que dice gente que no sabe de qué habla... Pero yo no hago caso, de todos modos. Es mi obra y aquí está. Pero siempre tiene uno un montón de gente alrededor diciendo lo que cree que uno quiere oír o intentando que uno corte tal o cuál cosa, y tengo que decirles que antes les mataré. También aprendemos de vosotros, aunque no tenemos muchas ocasiones de charlar...

Hardly Working (1980)

C.: No acabamos de entender por qué la crítica americana no le toma en serio.

L.: En Estados Unidos no tenemos críticos.

C.: Si, hay algunos buenos.

L.: Los hay en Europa, no allí.

C.: Empieza a haberlos.

L.: Demasiado tarde. Ya no los quiero.

C.: A los críticos americanos tampoco les gustaban los westerns y ahora les encantan..., así que puede que dentro de diez años...

L.: Me adorarán cuando esté muerto. Entonces dirán cosas maravillosas sobre mi trabajo.

C.: Eso siempre ocurre.

L.: No lo quiero para entonces, lo quiero ahora. Que me digan ahora que hago un buen trabajo. Pero el público americano ha sido tan bueno como el de cualquier país de Europa. Hardly Working fue destrozada por los críticos, lo peor que he visto en mi vida, un desastre..., pero hicimos una fortuna.

C.: ¿Qué hizo durante los últimos años? Porque, aparte del asunto de The Day the Clown Cried, no tuvimos noticias de usted desde 1970 hasta 1979, y leímos que después de Hardly Working iba a rodar una o dos películas más para el mismo productor, y luego resultó que no...

L.: Vuestras palomas mensajeras mueren siempre...

C.: Pasó lo mismo con Godard durante esos años...

L.: Todavía no he podido ver a Jean-Luc desde que estoy en Europa... Godard, Louis Malle, François Truffaut y yo nos reunimos una noche en mi camerino del teatro Olympia y estuvimos hasta las siete o las ocho de la mañana hablando de planos, de películas...; es lo que hacemos cuando nos reunimos... Todos tenemos dificultades, Louis estuvo tres años haciendo Atlantic City (21), porque no conseguía dinero para acabarla.

C.: Pero ¿dónde empezaron sus problemas? ¿Es que Which Way to the Front? no fue bien recibida en América?

L.: Si, fue bien, y mucho mejor en Alemania, donde fue un gran éxito. Lo que sucedió es que el cine se lanzó a lo «porno», y yo no quise tomar parte de ese movimiento, así que me retiré por una temporada.

C.: Luego, tuvo una cadena de pequeños cines...

L.: Sí, pero se hundió porque no había buenos productos que, además, fueran limpios.

C.: ¿Y qué fue de la serie de televisión Bonjour, Monsieur Lewis?

L.: Se va a empezar a emitir este verano, creo. Son seis horas y hay en ella muchas cosas buenas.

C.: ¿Es cierto que filma sus actuaciones en Las Vegas y otros lugares?

L.: Todo. Si van a los Estados Unidos pueden verlo. Aunque tendrían que pasarse cuatro años en la sala de proyección para verlo todo.

The Ladies Man (1961)

NOTAS

(1) Juego de palabras intraducible con gums (encías) y chewing gum (goma de mascar).

(2) El terror de las chicas (1961), segundo largometraje dirigido por Lewis.

(3) La otra cara del gángster (1967).

(4) Las joyas de la familia (1965).

(5) Tres en un sofá (1966).

(6) Un fresco en apuros (1955), dirigida por Norman Taurog.

(7) El botones (1960), primer largo dirigido por Lewis.

(8) Juntos ante el peligro (1956).

(9) Caso clínico en la clínica (1964).

(10) 1955.

(11) Random House, Nueva York, 1971.

(12) Le Jour le clown pleura, rodada en 1973.

(13) 1983.

(14) El profesor chiflado (1963).

(15) 1969.

(16) In Dreams They Run es un episodio de la serie The Bold Ones-The Doctors (NBC, 1970). Para la serie Ben Casey (ABC), Lewis rodó en 1964 un episodio, también de casi una hora, titulado A Litte Bit of Fun to Match the Sorrow.

(17) ¿Dónde está el frente? (1970).

(18) Puede traducirse por Sociedades Anónimas, pero en realidad designa grandes compañías, casi siempre con filiales en diversos campos de actividad económica.

(19) 1976.

(20) Dale fuerte, Jerry (1979).

(21) Aunque acabada en 1980, Atlantic City, USA, empezó a rodarse en 1978.

(Entrevista realizada el 9 de mayo de 1983, en Madrid, por Miguel Marías y Felipe Vega)

En Casablanca nº 30 (junio de 1983)

miércoles, 9 de abril de 2025

El baile (Edgar Neville, 1959)

Como ciertas obras tardías de Jean Renoir situadas en la belle époque -French Cancan, Elena y los hombres-, y a las que se parece bastante, El Baile, que ocupa una posición similar en la filmografía de Edgar Neville, goza de una doble mala reputación. Serían todas ellas, según el consenso hoy reinante, películas "teatrales" y "anticuadas".

Se me antojan dos reproches curiosos por lo menos. En el caso de Neville se juega, además con la ventaja de su palmario origen teatral: la película El Baile es, obviamente, posterior a una pieza teatral de éxito... del propio Edgar Neville, y repite varios actores de la versión escénica (sobre todo, la insustituible Conchita Montes; presente y primordial, por lo demás, en toda la obra de Neville, por lo menos desde el sublime melodrama romántico Correo de Indias, de 1942). Es un origen que comparte con muchas otras películas, sean de Ernst Lubitsch -cuyo Heaven Can Wait (El diablo dijo ¡no!, 1943) no está muy lejos del espíritu nostálgico-humorístico que preside la antepenúltima incursión fílmica de Neville-, de Hitchcock, de Welles o de Ford. Incluso no hay pocas obras maestras del cine que recrean con fidelidad absoluta dramas o comedias teatrales escritas por el propio autor, pese a ser esta última circunstancia excepcional y nada frecuente; pero basta con recordar a Marcel Pagnol, y, más pertinentemente, por su mayor proximidad a Neville, a Sacha Guitry. Naturalmente, que una película parta de una obra de teatro no la hace "teatral", como no tiene que ser novelesca o "cuentesca" si parte de una novela o de un relato breve, ni forzosamente "poética" por el mero hecho de inspirarse en una composición en verso. Ni las antecitadas obras maestras de Renoir ni la de Neville tienen la menor relación con el "teatro filmado", ni en ellas la cámara adopta una posición fija y distante, equivalente a la de un posible espectador. Asistimos, eso sí, a hechos y acciones que tienen -como tantos en la vida cotidiana- algo de representación, de rito, de comedia, de farsa, de disimulo o de simulación; y vemos con meridiana claridad que a veces fingen, acondicionan el "decorado" (hay una memorable escena en la que recuperan los muebles arrinconados para recrear un suceso del pasado), que bajo las exageradas y bromistas declaraciones de amor o celos hay verdaderos celos y auténtico amor, contenidos, "puestos en solfa" para no hacer daño (ni sentir tanto dolor) y preservar la amistad que solo así conserva el trio formado por Adela (Conchita Montes), su marido Pedro (Alberto Closas) y su amigo Julián (Rafael Alonso), y que se mantiene años y años, incluso cuando la elipsis temporal más drástica del teatro (el cambio de acto) se convierte en una brillante elipsis cinematográfica y ha desaparecido el centro de esa relación, sustituida ahora, por una última vez, simbólicamente, por su idéntica nieta, tan igual en todo (aunque más "moderna") que se diría una reencarnación... o un fantasma, el fantasma de Adela que vuelve para hacer compañía a los dos hombres que la siguen amando, que tan mal se valen sin ella, y que sobreviven a base de mantener su recuerdo vivo.


Los tres actores (salen otros, pero apenas) están prodigiosos, quizá como nunca. El ritmo no tiene un desmayo; el diálogo (no olvidemos que lo que más hacen es hablar) de un ingenio permanente, aunando siempre brillantez y elegancia, romanticismo y sentido del absurdo, humorismo y añoranza (de lo que no pudo ser para Julián, primero; de lo que fue, luego, también para Pedro).

La otra acusación es más cierta, en cambio, cada año que pasa... pero menos justificada como queja. 1959 es el año de la Nouvelle Vague, ciertamente, pero sería un tanto absurdo pedirle a Edgar Neville un À bout de souffle, y tampoco se le exigió (ni lo hubieran podido dar) a los jóvenes que ese año, como Carlos Saura, debutaban en España; aparte de lo cual, es pintoresco que se le hiciese tal reproche precisamente en nuestro país, ya que, como película, vista hoy, es evidente que en ese año no se rodó nada ni la mitad de moderno en su planificación, en su estructura narrativa, en su concepción de los personajes ni en su forma de dirigir a los actores. Dejando de lado el pequeño detalle de que ya la acción se situase, en su parte primera, a principios de siglo, y que sus temas sean, en buena parte, el paso del tiempo y el recuerdo -que no el olvido: Pedro y Julián van perdiendo con la edad sus otras facultades, pero no la memoria, ni el humor, ni la infancia conservada dentro, que es la clave de su amistad-, el caso es que ahora, en el año final del siglo XX, El Baile no es que sea anticuada, sino simplemente antigua, tan cargada de años y tan viva, por lo demás -ese es el secreto de los clásicos- como À bout de souffle, como El tigre de Esnapur-La tumba india, Con la muerte en los talones, como El testamento del doctor Cordelier y Comida en la hierba, como Anatomía de un asesinato, como El general de la Rovere, como Hiroshima mon amour, como Días sin vida, como Con él llegó el escándalo, como La Pyramide humaine, como Los cuatrocientos golpes, como Le Signe du Lion, como Misión de audaces, como Pickpocket, como Ojos sin rostro, como Ride Lonesome y Comanche Station, como Más allá de Rio Grande. Qué lejos está ese año, en efecto, pero qué cerca sus películas más grandes.

En Nickel Odeon nº 17 (invierno de 1999)

lunes, 7 de abril de 2025

Carlito's Way (Brian De Palma, 1993)

Como soy de los que echan de menos que cada dos o tres años se estrene un nuevo Hitchcock, y de los que creen que Brian De Palma fue, durante algún tiempo, un aceptable sucedáneo —sobre todo con Vestida para matar, Impacto y Doble Cuerpo—, pues trataba temas semejantes (o derivados) con un estilo diametralmente opuesto y una estrategia que venía a ser la misma, pero inadvertida, que la del maestro, lamento que últimamente tenga un poco abandonado el género, y que ande por derroteros aparentemente más serios (Corazones de hierro) o pierda el tiempo en proyectos ostentosamente más pretenciosos (La hoguera de las vanidades).

Atrapado por su pasado se inscribe en otra de las ramas de su obra, una tendencia quizá procedente de otro de sus ídolos —Howard Hawks—, aunque, por la base realista del género, con resultados variables. Aunque debo ser una de las pocas personas que tienen en alta estima su Scarface (El precio del poder), Los intocables de Elliot Ness me pareció un poco decepcionante, y no me atraía demasiado Carlito 's Way, que está muy bien, aunque sin igualar Scarface.


En realidad, su único defecto es que resulta excesivamente previsible; tal vez por eso, De Palma empieza por contar el final, reconociendo así que tiene gastados varios cartuchos importantes antes de que arranque la historia; tendrá que renunciar a la sorpresa, y jugar con la angustia, y más con la sensación de maldición inesquivable y mecánica que acosa al delincuente que quiere y no puede retirarse, que con la tragedia de la ambición. Dentro de este "tono menor", de retirada, Carlito's Way es una película enormemente eficaz, rápida y certera, sin efectismos ni trampas de guión, que revalida el talento y la habilidad potenciales de De Palma: lo único que necesita, puesto que ha optado por ser narrador, y no experimentador —como al inicio de su carrera—, son buenas historias. A los actores ha demostrado saber elegirlos y guiarlos o contenerlos, cuando son buenos; y también que es capaz de descubrir rostros nuevos y detectar personalidades emergentes. Usa la pantalla ancha como pocos directores de hoy (que parecen haber renunciado de antemano, como si el hecho de que luego en TV y vídeo suelan recortarles el encuadre fuese una excusa suficiente para no molestarse en componer) y no ha perdido casi nunca el sentido del ritmo. Y el que domina tiempo, espacio, relato y actores tiene en el cine muchas posibilidades de triunfar, si le dan los medios adecuados y no le ponen —o se la pone él mismo— la zancadilla.

En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.

viernes, 4 de abril de 2025

Will success spoil Quentin Tarantino?

Perdóneme el lector esta leve concesión a la lengua del actual Imperio, y acéptela como un homenaje a la vieja película de Frank Tashlin, con Tony Randall y Jayne Mansfield, cuyo título original podría haberse traducido aproximadamente como: "¿Echará a perder el éxito a Rock Hunter?", pero es que ésta es la gran pregunta que, creo yo, debe plantearse quien sienta, si no admiración plena, cuando menos cierto respeto por el talento de este joven director americano.

Hay, claro, otras cuestiones, quizá previas, que también despiertan mi curiosidad, y a las que sigo sin hallar respuesta, tras mucho cavilar: ¿por qué tanto ruido a propósito de este cineasta, ni más ni menos dotado que otros varios coetáneos suyos, y desde su primera obra?, ¿por qué tanta polémica?, ¿por qué parece imposible la indiferencia o la neutralidad, y se ve uno obligado a tomar partido, a favor o en contra, incluso si uno no comparte el delirante entusiasmo de sus numerosos turiferarios ni se explica tampoco el odio medular que despierta en otros? ¿Qué hay de nuevo, de especial, de extraordinario en su cine para que desencadene tan ardientes pasiones en las aguas hoy plácidamente amodorradas del cine, habituadas a la discordancia no sé si por desinterés o por ausencia de una mínima base común y perdida incluso del "consenso" fundamental que existía entre aficionados, críticos y profesionales de una cierta generación, al menos dentro de los adscritos o asimilados a una cierta corriente de opinión, y poseedores de algo semejante a una "concepción del cine" compartida, aunque pudiesen luego discrepar en el campo más estrecho y personalizado de las predilecciones?

Para tranquilizar a los que, conociéndome y estando normalmente de acuerdo en cierta sintonía conmigo, odien a muerte a Tarantino y se hayan asombrado o alarmado de que, de pasada, haya salido en su defensa, aclararé que tampoco me parece, de momento, ningún genio, y mucho me temo que su éxito instantáneo y desmedido, tanto crítico como comercial, pueda dar al traste con una carrera que se presenta prometedora: no sería la primera vez que algo semejante ocurre. Por lo pronto, y quisiera ver en ello una señal de prudencia y discreción, y hasta de sabiduría por su parte (que no cabría esperar de un hombre tan joven y mimado) y que sus gestos, poses y declaraciones -singularmente petulantes y antipáticas- no permiten considerar posibles, le han obligado a tomarse un respiro y no encadenar una película con otra, como hacen con los cigarrillos los fumadores empedernidos y nerviosos y como tienden a hacer los artistas ambiciosos, tan reacios a desaprovechar la ocasión de encontrarse "en la cresta de la ola", con todas las puertas abiertas de par en par y con tanto poder virtual como cabe imaginar que pueda tener hoy en Hollywood un director.

Si este freno fuera -como quisiera creer aunque no tenga razones suficientes para ello- voluntario y consciente por parte de Tarantino, y no producto de una repentina falta de inspiración o de una prematura fatiga, mi confianza en su futuro se multiplicaría por dos, y empezaría a pensar que, en efecto, puede ser un personaje cuya carrera valdrá la pena seguir con atención y ecuanimidad, dándole margen para que se equivoque -como casi todo el mundo- y esperando con cierta paciencia -es decir, concediéndole más de una oportunidad- que, en tal caso, consiga recuperarse del tropiezo y remontar el vuelo.

He dicho que no comprendo la alergia, el odio, la inquina, la repugnancia y el horror que suscita entre muchos conocidos y amigos míos, y que llega en ocasiones a extremos tan pintorescos y chocantes como el de su colega español Fernando Trueba, que alardea hasta tal punto de despreciarle que pretende -así lo manifiesta en una entrevista- que no le estrecharía la mano si se tropezase con él, después de haber producido algo tan gratuitamente violento y malsano -sin que la torpeza de la realización me parezca una eximente- como Alas de mariposa de Juanma Bajo Ulloa y de haber rodado en Estados Unidos Two Much, película que a ratos parece aspirar a emular Pulp Fiction pero se queda en el nivel de las más sosas comedias de Garry Marshall. Allá nuestro oscarizado director con su mano -que ha dado a gente mucho peor-, pero el rechazo me inquieta cuando procede de personas habitualmente equilibradas y sensatas, que parecen sentirse agredidas por la "Violencia tarantiniana" o, quizá, por su tratamiento ligero y poco dramático, casi humorístico, que les incomoda. Como me preocupa ese desacuerdo, he vuelto a ver varias veces las dos películas de Tarantino, fijándome de un modo especial en ese aspecto -que, a pesar de su fama, apenas me había llamado la atención-, y he de confesar que sigo sin empezar a explicarme por qué escandaliza lo que en Álex de la Iglesia o en ciertos Almodóvar -tipo Kika- encuentran gracioso -y yo no tanto- o no les causa zozobra alguna en Penn, Peckinpah, Scorsese, Coppola, Eastwood, John Woo, Kitano, Kurosawa, Melville, Fuller, Siegel, Phil Karlson, Joseph H. Lewis, Gerd Oswald, Polanski, Bava o Leone, por citar varios ejemplos que podrían servir de referencia o término de comparación, entre otras cosas porque posiblemente algunos de ellos hayan servido de modelos a Tarantino.

Quizá sea oportuno confesar que yo tenía un prejuicio contra Tarantino, antes de ver una sola de sus películas, por culpa del coro casi unánime de ditirámbicos elogios y de premios que saludó a Reservoir Dogs y, sobre todo, de la jeta achulada y las entrevistas suficientes y deliberadamente provocadoras y desdeñosas que concedía a diestra y siniestra, y que me había molestado en leer. Ni siquiera saber que Monte Hellman y Harvey Keitel se encontraban entre los productores ejecutivos de la película y que el primero había supervisado -aunque no sé hasta qué punto- el guión, me animó a verla, cuando por fin se estrenó. En principio, tendí a otorgar un voto de confianza, frente al festival de Cannes y el alboroto fascinado de los que siempre pretenden estar a la última, a los que trataban a Tarantino de impostor e inmoral, de inculto, efectista e irresponsable, de fatuo recién llegado que se permitía alardes pirotécnicos con una técnica que no dominaba y cuyos elementos más vistosos y superficiales había tomado prestados de aquí y de allá, dedicado a una heterogénea y excesivamente ecléctica labor de copista, cuyo caótico resultado trataba de hacer pasar por originalidad estilística.

Para colmo, el azar combinado con una cola demasiado larga para otra película y la imposibilidad de llegar a otro cine me hizo padecer True Romance, dirigida por el poco hábil y sumamente impersonal Tony Scott, pero llena de detalles que hacían presumir que era, al menos parcialmente, autobiografía del guionista, que no era otro que Quentin Tarantino. Como esta película respondía casi al milímetro a la imagen de Reservoir Dogs, que me había formado basándome en los comentarios de sus detractores, di por supuesto que el verdadero autor de True Romance era el guionista, que, para colmo, se declaraba satisfecho del resultado. Así las cosas, sólo cuando se anunciaba el estreno inminente, precedido de sendas polémicas, de otra película escrita por Tarantino, Natural Born Killers, dirigida por Oliver Stone -discutible e irregular, pero indudablemente más ambicioso y dotado que Tony Scott- de un modo que había desatado la ira del guionista, y de la segunda película como realizador de Tarantino, Pulp Fiction, me decidí a ponerme en antecedentes y, con más pereza y resignación que curiosidad o esperanza, fui a ver por fin Reservoir Dogs, que, como "película de culto", seguía en cartel, aunque en horario de medianoche.

Mi sorpresa fue mayúscula, ya que, a despecho de mi cansancio y de la hora intempestiva, pese a su longitud y a su inusual estructura, me interesó de cabo a rabo, sin un desmayo. El tono, equilibradamente a caballo entre el espanto y la farsa, el ritmo trepidante y variable -hábilmente modulado- de la narración, la singular y encomiable precisión de los encuadres y los movimientos de cámara, la ausencia de efectos grandilocuentes y el dominio de la dirección de actores, realmente incomprensible en quien se enfrentaba por primera vez a ellos -en general más veteranos y de mayor renombre y poderío- y para colmo compartiendo con ellos el plano en muchas ocasiones, junto a un sentido del espacio en formato ancho que no cabía imaginar en un novel que presume de haberse formado viendo películas en la televisión y en vídeo -es decir, sobre todo en Estados Unidos, sin que se respeten las proporciones originales, sistemáticamente flat o full-screen-, me encantaron.

Era una película bastante más clásica de lo que esperaba, sin por ello resultar imitativa, ni de prestar atención a aspectos tradicionalmente desaprovechados: el empleo del espacio off y del sonido, las posibilidades de cambiar de ritmo y de tono y de mezclar géneros. Aunque podían detectarse algunas influencias -y no faltan "homenajes" y alusiones-, tenía un estilo propio: tanto las imágenes -no desprovistas de elegancia y con un empleo del color que evoca el de Tashlin y Jerry Lewis en los años 60- como el punto de vista que trasmitían y que el singular tono del relato corroboraba eran, a mi entender, sumamente personales. Y además, cosa rara, no anunciada por True Romance, los diálogos eran excepcionalmente vivos, ingeniosos y auténticos, y estaban muy bien dichos, como hacía mucho que no oía en una película americana.

No encontré razón alguna para considerar excesiva la violencia de la película, a veces mostrada con realismo, pero más en sus efectos -sangre, dolor- que en su impacto -de hecho, del atraco planeado alusivamente en la primera secuencia se salta elípticamente a la huida de dos de ellos, uno desangrándose y agonizante-, pero casi siempre eficazmente sugerida -con ayuda de la cuidada banda sonora y del diálogo-, e indefectiblemente presentada como algo terrible y desagradable, no con el irrealismo caricaturesco y finalmente aséptico o embotador, según las dosis, de ciertos excesos frecuentes desde mediados de los años 60 en el cine americano, del que fueron pioneros, quizá sin percatarse de las consecuencias, cineastas tan admirados, éticos y responsables como Arthur Penn y Sam Peckinpah, o sus continuadores Francis Ford Coppola, Martin Scorsese y Michael Cimino. No hace falta rebajarse a recordar la estúpida serie de Rambo, ni los caricaturescos mamporros de Van Damme y similares, ni remontarse a los primeros spaghetti-westerns de Sergio Leone -antes de Érase una vez en el Oeste y Érase una vez en América- y sus seguidores. Quizá lo que chocaba en Reservoir Dogs era la naturalidad con que Tarantino filmaba, sin retórica ni sermones, sin adoptar un punto de vista explícitamente condenatorio ni aparentar horror, los actos de violencia, olvidando que Fuller -inactivo desde hace demasiado tiempo- hacía otro tanto ya en los años 50.

Esperé con impaciencia la llegada de Pulp Fiction, aunque pensando que podría resultar que en su primera película le hubieran salvado la inocencia y la experiencia de Hellman; pero que en la segunda, tras la resonancia mundial de Reservoir Dogs, podría haberse dejado llevar por la vanidad y caer en las mismas aberraciones de pretenciosidad y efectismo sangriento con coartada en que incurría Stone en Natural Born Killers, por mucho que Tarantino apenas lograse disimular que sentía ganas de estrangular al director de esta infame película. Pulp Fiction me parece, por encontrar algo peyorativo que decir, "más de lo mismo"; es decir, algo sustancialmente semejante a Reservoir Dogs, con escasas novedades. Sólo que es mejor todavía, aunque me sorprenda en menor medida. La materia prima es básicamente la misma, y el tratamiento parecido, quizá un poco más original todavía, más osado estructuralmente -en realidad, es un truco muy simple, y perfectamente "legible" por el espectador más distraído, pero requiere una buena dosis de osadía y no carece de mérito permitirse tal licencia y cosechar, pese a ello, un éxito comercial espectacular-, más extremista en su combinación del humor y la tensión y en la yuxtaposición de colores, digna de Jerry Lewis y de las películas interpretadas por Elvis Presley. El casting es aún más brillante, y la dirección de actores alcanza cimas insospechadas, con apuestas tan arriesgadas a priori como John Travolta -por fin alguien se daba cuenta de que es un buen actor, y lo era ya en Saturday Night Fever y Grease- y Bruce Willis, tan imprevisibles como Uma Thurman, María de Medeiros y Amanda Plummer... de Samuel L. Jackson o Keitel no hay que decir nada, porque están siempre impecables. Pero la combinación de estilos, escuelas, físicos y edades no deja de ser audaz, y lo cierto es que la química entre unos y otros, contra toda expectativa, funciona. Y eso, que me parece innegable, piénsese lo que se quiera de los temas, la visión del mundo o la manera de mover la cámara de Tarantino, demuestra que, cuando menos en esa área, el autor de Reservoir Dogs tiene un talento fuera de lo común, y del que carecen, en cambio, los restantes realizadores de sus guiones, que no parecen captar el humor que hay siempre en sus diálogos o son incapaces de acertar a "representarlos" con el ritmo y el tono precisos, es decir, de "encarnarlos" mediante la elección y dirección de los actores.

Este apartado del trabajo propio de un cineasta digno de tal nombre es, por lo demás, en el que más descuella Tarantino, y al que sospecho dedica más atención y energía. No es, como otros compañeros de promoción, un hombre obsesionado por los efectos especiales y los avances tecnológicos, ni centrado en la obtención de planos espectaculares gracias a la "cabeza caliente" o entregándose al uso y abuso de la steadycam. De hecho, su puesta en escena me parece más sencilla, lógica, rigurosa y precisa que la de casi todos los directores americanos hoy en activo, y si comparte la vitalidad y la energía del primer Scorsese lo hace sin angustia ni desorden, sino con soltura y control, con el placer evidente que le proporciona proponerse hacer algo y conseguirlo, como sucedía con Brian De Palma en los primeros 80, y algunas veces en John Carpenter o Wes Craven. Entre los de su edad o algo mayores, se me ocurren pocos -quizá David Fincher en Seven, James Cameron en True Lies- los que emplean con tanto talento el ancho formato de Panavisión, y ninguno que lo haga, al mismo tiempo, con tanta naturalidad, sin forzar encuadres, ángulos, óptica ni composiciones. Sobre todo, creo preciso aclarar que en modo alguno puede asimilarse la forma de hacer cine de Tarantino con el estilo "epatante" y fatigosamente insistente, mareante y agobiador, que practican por sistema muchos cineastas actuales, y no sólo americanos, lo que antes o después acaba por contaminar incluso a los que parecían ajenos a esa tendencia standard a imponerse al espectador y manipular sus reacciones en base a movimientos vertiginosos y gratuitos de cámara, bruscos saltos de montaje, parpadeos luminosos dignos de discoteca, un apabullante y absurdo ping-pong sonoro en dolby stereo, el uso continuo de música invasora y a altísimo volumen, como le ha sucedido a la interesante Kathryn Bigelow en Strange Days.

De hecho, y aunque no sea una referencia que Tarantino mencione, todo su cine me parece inspirado por una película celebérrima y absolutamente clásica, si bien anómala y hasta relativamente marginal, a mi entender, dentro de la obra de su autor: me refiero nada menos que a Scarface de Howard Hawks, rodada en 1930, acabada de montar en 1931 y estrenada finalmente en 1932, tras conflictos con la censura y el añadido de un pegote moralizante. Este paradigma del cine de gángsters, que todo el mundo ha visto, ha sido acertadamente analizado por Robin Wood como comedia centrada en el comportamiento animal de las personas. Es una contradicción sólo aparente, que refleja bastante adecuadamente el punto de vista adoptado hasta la fecha por Tarantino en sus dos películas, y que puede contribuir a explicar por qué veo en ese filme de Hawks un claro precedente de la combinación de violencia y humor, de simpatía y distancia frente a los personajes -condenables por sus actos, pero a la vez humanos y comprensibles, hasta ingenuos, inocentes, afectuosos y tiernos en su vida privada-, así como de la agilidad narrativa -obtenida mediante una hábil combinación de movimiento y elipsis- que caracteriza las dos primeras obras de Tarantino. Incluso las escenas más "mágicas" y sorprendentes -las únicas que aceptan sus detractores menos extremistas- de Pulp Fiction, como el maravilloso y demasiado breve twist que bailan Travolta y Uma Thurman tienen algún antecedente en Scarface: recuérdese la no menos maravillosa -e igualmente más corta de lo que desearíamos- danza de cortejo entre Ann Dvorak y George Raft.

En cualquier caso, me parece evidente que Tarantino no es un expendedor de fast food fílmico, que no comercia con las tripas y la sangre como el "gore" que tanto le gusta, que no es un chapucero vistoso ni un charcutero del videoclip como su amigo Robert Rodríguez. Cierto que se mueve en un ambiente dudoso, y tiene gustos y amistades poco recomendables, pero las dos películas que ha firmado como director, sin ser tampoco revelaciones tipo Citizen Kane, me inspiran respeto e interés. Y a quien es capaz, aunque no hubiera hecho otra cosa, aunque el resto de ambas películas fuera efectivamente una carnicería abominable e insensata, de concebir y rodar escenas como el mencionado baile -en realidad, toda la escena del restaurante, incluso toda la secuencia de Travolta como escolta-acompañante de Uma Thurman-, o como la angustiosa y al mismo tiempo hilarante búsqueda de un medio para reanimar a Uma de los efectos de una sobredosis, ambas en Pulp Fiction, hay que darle un margen de confianza. Además, como encuentro sus películas mucho más simpáticas e inteligentes que Tarantino, prefiero olvidarme de su autor y de lo que dice, de sus intervenciones como actor en películas ajenas y, sobre todo, de la obra en paralelo de sus amigos, colaboradores y presuntos "ilustradores" y permanecer a la espera de que nos presente su tercer trabajo como director.

En La Gran Ilusión nº 6 (Edición especial 1996)

miércoles, 2 de abril de 2025

Honor de cavalleria (Albert Serra, 2006)

Desde el pasado viernes se proyecta en Madrid –miren la cartelera en otras ciudades– una película que la prestigiosa sección del festival de Cannes “Una cierta mirada” va a programar.

Pero, como no se den prisa, me temo que sea tarde. Y sería una pena, porque es una película verdaderamente notable. No difícil, ni aburrida, como algunos se han apresurado a decir o insinuar inequívocamente, como si trataran de desanimar al curioso. Ni siquiera, en realidad, tan rara como se pretende: la “rareza” es un concepto relativo, dependa de su escasez (y en ese sentido sí que es rara) o del entorno (pues, a qué les voy a engañar, también: no tiene nada que ver con ninguna otra película de 2006).


Pero es también modesta, simpática y original, dentro de que inmediatamente reconocemos a Don Quijote y Sancho. Ni nos extraña que hablen catalán, unos ratos mucho (Don Quijote), otros muy poco. Todo sucede en escenarios naturales, no hay un interior. Está rodada con medios austeros, pero suficientes, más adecuados al tema y los personajes que inútiles fastos ahogadizos. Sopla el aire en las ramas de los árboles, no hay premura ni discursos, se siente el frescor del agua cuando se bañan. Se nota la servidumbre, sí, pero también el afecto de Sancho por su señor, al que sigue la corriente porque también a él gusta la aventura. Como dos niños, se toman el juego muy en serio, y sin perder la dignidad ni la humanidad. Al fin, después de un año de mucha lata y morralla oportunista, un homenaje personal y sentido a Don Quijote. No hace falta que sea el centenario, cualquier año es bueno, y más vale, se habrá dicho Albert Serra, no ser confundido con el torpe cortejo. Prometedor comienzo de carrera, para Serra hay que pedir ánimos y suerte fuera, que dentro poco caso le harán, como es costumbre inveterada y común en las 17 autonomías.

Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, de Radio 3. Escrito el 16 de mayo de 2006.