viernes, 11 de octubre de 2024

Los dos Juanes

En memoria de Juan M. Bullitta, amigo epistolar a quien nunca llegué a conocer personalmente


Somos varios, a distancias considerables de edad, criterio, geografía o destino, los que consideramos, sin dogmatismo, de modo abierto y nada tajante - lo contrario hubiese resultado contradictorio -, a John Ford y Jean Renoir como nuestros autores cinematográficos preferidos. No se trata de una elección voluntaria, ni justificable con argumentos que no pudieran parecernos a nosotros mismos especiosos o sofistas; más bien parece irremediable, como si hubiésemos sido "escogidos" por ambos directores - hoy muertos, y a los que nunca conocimos - como admiradores suyos. Se trata, además, de una preferencia relativamente tardía - no, desde luego, de primera juventud, ni de la fase inicial de nuestra pasión por el cine -, sino de una afinidad, en cierto modo, conquistada: hay que alcanzar un cierto grado - por relativo que sea - de madurez, de serenidad, de tolerancia para sentirse más identificado con Renoir o Ford que con Jean-Luc Godard, Nicholas Ray, Alfred Hitchcock o Luis Buñuel, por citar ejemplos muy variados entre los grandes cineastas, para verse mejor "representado" por aquellos dos venerables maestros que por estos, más críticos, románticos, desesperados, líricos, intrincados, ácidos o insondables, más intervencionistas también, más claramente egocéntricos y personalizadores de cuanto muestran, cuentan o abordan, para sentirse más en sintonía con el ritmo, la "respiración", la mirada o el "paso" que caracteriza su cine. Es, además - conviene señalarlo - una predilección que no tiene nada de excluyente, que en nada impide que admiremos casi tanto a otros realizadores, por diferentes que sean, un favoritismo tan asumido como subjetivo e irremediable que tampoco va "contra nadie", y que no implica negar méritos a los que más puedan parecerse a ellos (no se trata, pues, de enfrentar a Renoir con Rossellini, ni a Ford con Hawks, como a veces sucede cuando alguien opta entre Keaton y Chaplin). De hecho, es compatible con que prefiramos una o dos películas ajenas a la que más nos entusiasme de ellos; desde hace varios años ya, de tener que elegir una sola película de toda la historia del cine, me inclinaría por Tabu de Murnau - a pesar de que no tenga claro que sea mejor que Sunrise -, y también por Akasen chitai de Mizoguchi - aunque Shin Heike Monogatari, Sanshô Dayû y Chikamatsu Monogatari no sean inferiores -, antes de llegar a The Wings of Eagles - o 7 Women, The Quiet Man, The Searchers, The Man Who Shot Liberty Valance, How Green Was My Valley, The Long Gray Line y unas quince o veinte más - de Ford y a The River - o Partie de campagne, Le Testament du Docteur Cordelier, Toni, La carrozza d'oro, Boudu sauvé des eaux, French Cancan y otras diez o quince - de Renoir.

Esto indica ya una primera afinidad entre ambos grandes directores, John (o Sean) y Jean: ambos son autores de obra, más que de películas sueltas, y en su copiosa producción abundan las obras maestras, complementarias e indisociables, de tal modo que cuesta trabajo decidir cuál de ellas es la mejor, o, ante la imposibilidad de opción objetiva, cuál es nuestra favorita: de hecho, tal predilección, de llegar a concretarse, puede oscilar entre dos o tres, o ir trasladándose con el tiempo de una a otra. Se me puede objetar que otro tanto, en mayor o menor medida, sucede con varios cineastas de larga carrera y alto nivel medio, como Hawks, Hitchcock, Walsh, Borzage, Buñuel, Sternberg, Griffith, Lubitsch, Mizoguchi, Ozu, Naruse; no lo olvido, y añadiría que puede ocurrir incluso con algunos de obra más limitada, como Preminger, Tourneur, Vidor, Ray, Ophuls o McCarey, e incluso poco numerosa, como Bresson y Dreyer. Pero permítaseme sostener que no es lo mismo no saber exactamente en qué orden admiramos o nos afectan tres o cuatro películas, o que ese orden varíe al hilo de las sucesivas revisiones o de la ampliación de nuestro conocimiento de sus filmografías respectivas y sentir, como sucede con Ford y Renoir más que con ningún otro cineasta para los que sentimos hacia ellos un afecto especial, que estamos mutilando su obra cuando elegimos una película, que estamos falseando o limitando artificialmente su alcance y extensión cuando mencionamos, como acabo de hacer, "solamente" siete; entre las que, escandalosamente para mí mismo, he excluido las generalmente admiradas - y efectivamente admirables - Stagecoach, Young Mr. Lincoln, The Grapes of Wrath, My Darling Clementine, de Ford, o La Grande Illusion, La Règle du jeu, The Southerner, La Chienne, de Renoir, y no he citado Two Rode Together, The Last Hurrah, The Horse Soldiers, They Were Expendable, Donovan's Reef, Young Cassidy, 3 Godfathers, Fort Apache, Rio Grande, Wagon Master, She Wore A Yellow Ribbon, Steamboat 'Round the Bend, The Sun Shines Bright, Gideon's Day, Judge Priest, The Prisoner of Shark Island, The Rising of the Moon, Tobacco Road, Mogambo, Cheyenne Autumn, The Long Voyage Home, 3 Bad Men, ni This Land Is Mine, Le Déjeuner sur l'herbe, La Nuit du carrefour, La Marseillaise, Le Crime de Monsieur Lange, La Bête humaine, Elena et les Hommes, Le Petit Théâtre de Jean Renoir, The Woman on the Beach, Swamp Water, Le Caporal épinglé, Madame Bovary...

Un segundo punto en común es la aparente sencillez del estilo de ambos, que parecen filmar sin esfuerzo, sin empeño alguno de dejar su marca en cada plano, más atentos a la captación de la actuación de los intérpretes que a los brillantes encuadres; lo que no impide, por otra parte, que sus películas sean instantáneamente identificables, e inconfundibles con las de otros cineastas, y es compatible con la evidencia, a poco que se analice, de un alto grado de estilización y elaboración que implica, por supuesto, un prodigioso trabajo subterráneo de puesta en escena, de trasposición y de síntesis, e incluso con una considerable tendencia, por parte de ambos, a la "teatralidad".

Ambos valoraban los planos medios, americanos y generales, y sólo de tarde en tarde, siempre con motivos suficientes, recurrían al primer plano; los dos tendían a filmar en profundidad, con la cámara quieta, y a hacer entrar y salir por los lados del encuadre a los actores. Una vez elegido el marco, dejan que el espacio sea elocuente caja de resonancia de la belleza del gesto.

Tanto uno como otro rechazaron la función expresiva del montaje en sí mismo, y repudiaron siempre cualquier efecto. No deseaban llamar la atención, sino dejar ver y, a lo sumo, guiar la mirada del espectador, pero confiando en su inteligencia lo bastante como para que esas indicaciones no fuesen perceptibles. De ahí que sus imágenes fuesen siempre límpidas y claras, hasta las más complejas.

Las películas de los dos fluyen como ríos: a veces hay rápidos, otras remansos; a punto de estancarse en un meandro, aceleran su curso incesante. Su dramaturgia es reposada, sin golpes de efecto teatrales, sin ansia de sorprender, sin condensaciones artificiales del tiempo narrativo. Los dos desdeñan los clímax, y saben que encadenar uno con otro destruye o diluye el impacto de los tiempos "fuertes", y también que a menudo son los tiempos "débiles", cuando no pasa nada, los más reveladores. Tanto Renoir, más obviamente, como Ford, son artistas de la modulación en el tiempo: en ese sentido, musicales.

Esa manera de mirar y darnos a contemplar, reflexiva y serena, objetiva, emana, sin duda, de su visión del mundo, de su temprana sabiduría, de una tolerancia que, grande desde el comienzo, se acrecentó con el tiempo, la experiencia y las inevitables desilusiones. Por eso saben ambos ser a la vez implacables y generosos, criticando una conducta pública sin por ello negar las virtudes privadas de sus personajes, sin que el cariño o la admiración que algunos le inspiran le ciegue a sus defectos, carencias y limitaciones. Siempre creyeron más en la autenticidad y la veracidad que en la mera realidad y en el naturalismo.

Se revelan así, a final, como cineastas hermanos. No, ciertamente, gemelos o idénticos, pero fraternalmente unidos. Es posible que sean apenas dos miembros de una familia más amplia. No conozco suficientemente la obra de Mark Donskoi, ni sé si las vicisitudes y presiones políticas de su patria se lo permitirían, pero a veces, sobre todo al contemplar La infancia de Gorki, he sospechado que el tercer Juan podría llamarse Marcos.

En La Gran Ilusión nº 4 (primer semestre de 1995).

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