lunes, 21 de octubre de 2024

Schindler’s List (Steven Spielberg, 1993)

No le negaré a La lista de Schindler ciertas virtudes, las mínimas que pueden exigirse de una película que ha suscitado tantos comentarios y ha cosechado premios y recaudaciones extraordinarias. Sin embargo, me parecen más interesantes los problemas que plantea como película que su manera de enfocar las cuestiones históricas que aborda. Hay en este último aspecto ciertos puntos moralmente discutibles que me parecen de importancia desde el punto de vista de la ética cinematográfica, ángulo que hoy, sospecho, ha de resultar exótico para la mayor parte de los espectadores, de los críticos y, según toda providencia, de los propios cineastas.

Para empezar, me parece extraño que Steven Spielberg descubra y asuma finalmente su origen judío a los 45 años, y más aún que eso le lleve a hacer un film de tres horas largas, en blanco y negro y centrado en un alemán nacionalsocialista más por conveniencia que por convicción, pero que no es un santo, sino un sinvergüenza, un estraperlista, un explotador laboral, un oportunista, un falsario y un defraudador, por mucho que Spielberg y Liam Neeson nos lo presenten como un cruce de Papá Noel y Robín de los Bosques, algo así como la Pimpinela Escarlata del III Reich. Quizá para contrapesar este desequilibrio, Spielberg crea un maniqueo: un nazi caricaturesco, fanático y frío, sádico e insensible, dementoide y caprichoso, sensiblero e irresponsable, tan satánico y poderoso que —como permitía intuir una vieja regla empírica del cine enunciada hace mucho tiempo por Hitchcock, y que dudo que Spielberg ignore— acaba por resultar más interesante que su antagonista... con el agravante de que nada en la película impide que sus afines y epígonos ideológicos lo encuentren fascinante y sigan su ejemplo. Los judíos, en cambio, pese a la meritoria labor del discreto Ben Kingsley —mucho menos magnético que Neeson o Ralph Fiennes—, se ven reducidos —como por los nazis, curiosamente— a un rebaño anónimo de víctimas pasivas e impotentes.

Pero Spielberg, acostumbrado a ser desde muy joven el Rey Midas del nuevo Hollywood, busca el éxito desesperadamente, y sabe que la clave está en dar gusto a todos. Su obsesión equilibrista le lleva a situar el grueso de la historia (en blanco y negro) entre los paréntesis de un prólogo y un epílogo en color que, además de beatificar a Schindler y conectar con el presente, son una especie de panfleto sionista.

La manipulación del color puede dar alguna pista adicional acerca de la verdadera actitud de Spielberg. ¿Por qué acrecentar el pretendido riesgo comercial que entrañaba —¿por qué?, los antecedentes apuntan lo contrario— el tema, ya agravado por la larga duración —innecesaria, pues cabía contar todo en una hora menos—, con el recurso a la monocromía? Sin duda, porque el blanco y negro confiere "autenticidad documental" a las imágenes de ese período, además de permitir cierta distanciación, difuminar los contornos y abaratar la reconstrucción de época. Este aire "documental" es mera apariencia, ya que no sólo no existen filmaciones del Holocausto —como documenta y arguye Claude Lanzmann para justificar su método en la admirable Shoah (1985)—, sino que ningún reportaje tiene esa iluminación ni esa tonalidad de blanco y negro, ni podría haberse filmado con esa proximidad a los actores y esa movilidad; el uso de la cámara para dar "masaje" a los espectadores y magnificar los números interpretativos de los actores, el empleo anacrónico de la steadycam delatan que no era la autenticidad el objetivo de Spielberg; esa sospecha, para la que hay múltiples razones, se ve ratificada por el sensiblero, efectista y demagógico empleo excepcional del color que se hace para individualizar gratuitamente en dos escenas separadas el abrigo de una niña e introducir de contrabando unas gotas gruesas de patetismo artificial y vacío (ya que esa niña no existe ni en la película: no es un personaje, sino tan sólo una llamativa mancha de color rojo). Por lo menos a ese judío no lo matan los nazis: lo sacrifica Spielberg para que nos dé pena.

Aun olvidando todos los demás "detalles" dudosos, discutibles, sospechosos, inquietantes —tengan su origen en el cálculo o en la inconsciencia, sean astucias o irresponsabilidades—, creo que el cineasta que hace eso —y es un detalle tan elaborado que no puede ser un descuido, ni una tentación casual— es indigno del cine y no merece ningún respeto, por muy hábil que sea, por taquillero que resulte, por muchos Oscares que le den, porque no es más que un chantajista y un manipulador de los buenos sentimientos de los espectadores, de los que se aprovecha descaradamente y sin el menor escrúpulo, aplicando desvergonzadamente la cínica estrategia del mendigo. Los lectores de Serge Daney y Jacques Rivette entenderán que desde La lista de Schindler otorgue a Spielberg tanto crédito como a Gillo Pontecorvo.

En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.

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