jueves, 3 de octubre de 2024

Love Among the Ruins (George Cukor, 1975)

Ignoro —aunque es de suponer que no— si James Costigan escribió este teledrama sabiendo quien iba a ser el director, y no sé si conocería a fondo la obra de Cukor, aunque parece improbable, pero pocas veces se le ha confiado un guión tan adecuado a sus preocupaciones y a su estilo. Porque no se trataba de una elección temáticamente obvia —¿cómo no encargarle My Fair Lady al director de Nacida ayer, A Star is Born y El multimillonario, entre otras?—, sino que para asignar tal guión precisamente a Cukor —mejor que a Mankiewicz, que tenía ya en su haber Mujeres en Venecia, o que a Wilder, que había dirigido Avanti! un par de años antes— hacía falta detectar afinidades más profundas.

Para empezar, más que una historia lo que este maravilloso guión propone es una reflexión sobre el paso del tiempo, el amor y el comportamiento social, estructurada en ocho secuencias indivisibles —salvo la última— en escenas. Es decir, que tenemos nueve escenas —algunas muy largas, sobre todo la inicial, de presentación, exposición y «nudo», todo a la vez, que sobrepasa la media hora— y nada en medio, lo cual, dada la tendencia de Cukor a desentenderse de lo que sólo sirve al desarrollo de la trama narrativa, y a concentrar su atención, en cambio, en las escenas claves, en los enfrentamientos entre personajes (o de uno de ellos con sus recuerdos, sus sueños, sus temores o su soledad), se revela ya como una ventaja, pues elimina de antemano los posibles puntos débiles, los baches de ritmo e intensidad, y contribuye decisivamente a hacer de Love Among the Ruins una de las más perfectas y homogéneas películas de este director. Como, además, los intérpretes que tenía a su disposición eran no sólo excelentes, sino los más apropiados para dar vida a sus respectivos personajes, Cukor —se nota— se volcó con entusiasmo en su realización y pudo tratar a fondo ciertos temas que le afectaban de modo muy particular.


Es, creo yo, su única obra de vejez (pues las dos siguientes no son demasiado personales y la última, Rich and Famous, no tiene de la edad sino la sabiduría y el equilibrio que no todos los ancianos conquistan y mantienen), la que —de empeñarse uno en buscárselo— podría considerarse su «testamento» artístico y vital. Trata, por lo demás con humor y ánimo, de la pervivencia del afecto y los recuerdos, a pesar del paso del tiempo; de la necesidad de no vivir añorando la juventud, por feliz que pudiera parecer, sino de relegarla al pasado al que pertenece y aceptar el envejecimiento; y se nota que todo eso está visto desde una edad semejante a la de los personajes, con conocimiento de causa. Si se ve en blanco y negro, la escueta dramaturgia de la película destaca firmemente el realismo de esta actitud, y el final feliz puede hacer pensar que nada añora Cukor, que no es presa de nostalgia alguna; basta, sin embargo, verla tal como es —en color— para comprender enteramente su postura, quizá más melancólica que la del guionista (sin duda, más joven) e incluso que la de los personajes. Las tonalidades doradas y otoñales, el ritmo pausado —que las elipsis y el brillante diálogo compensan—, la emoción que aportan los intérpretes configuran, a través de la puesta en escena, si se quiere mediante recursos exclusivamente formales y de matiz, la visión personal de Cukor, gracias a la cual Love Among the Ruins es verdaderamente —y no sólo en teoría una meditación sobre el tiempo. Cuestión grave y, si se piensa un poco, destinada a llegar a siempre tristes conclusiones, pero que se convierte en comedia gracias al humorismo de la paradoja: ya que Jessica Medlicott (Katharine Hepburn) finge no acordarse del pasado porque se niega a admitir que ya no es la atractiva joven que fue, sir Arthur Granville Jones (Laurence Olivier) no puede olvidar su ya remoto —pero vigente— fracaso si no consigue superarlo ahora y ya para el futuro —por breve que sea el tiempo que les quede—, y para ello ha de lograr que ella recuerde, le recuerde. Curiosa empresa, sin duda, la de hacer que la mujer amada envejezca por fin para hacer así realidad los sueños tanto tiempo acariciados de la juventud perdida.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983)

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