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lunes, 19 de mayo de 2025

Tres notas a Raoul Walsh

Gracias a TVE, hemos podido ver o revisar recientemente tres películas de este director americano. Si durante muchos años se le ha despreciado considerándole como un mero artesano, lo cual era injusto, desde hace poco se observa una tendencia a considerarle como un "autor”, lo cual me parece excesivo, a juzgar por las diecinueve películas suyas que conozco. Claro que aún me faltan por ver noventa films de Walsh, y esto puede variar las cosas, aunque no de un modo absoluto. En mi opinión, Walsh es, como muchos otros grandes del cine americano, un director con personalidad, al igual que Anthony Mann, Allan Dwan, Vincente Minnelli, Robert Aldrich, Budd Boetticher o Frank Capra, con un estilo bien definido y con algunas películas "de autor" (como Una trompeta lejana, A Distant Trumpet, 1964, o La esclava libre, Band of Angels, 1957), dentro de un conjunto de películas en general buenas, pero que deben muchos de sus valores a los actores, los géneros y la época.

Pursued (1947), inédita en España, es una de sus obras maestras: fascinante film negro envuelto en los míticos ropajes del western, nos cuenta, en una construcción bastante desusada para el lineal Walsh (a través de "vueltas atrás" que van esclareciendo poco a poco el misterio) una historia de odios y pasiones, amores casi incestuosos, venganza y sadismo, que haría palidecer de envidia a un James M. Cain. Ayudado por la espléndida fotografía de James Wong Howe (más próxima a la estética del film "negro" que a la del western) y actores de la talla de Robert Mitchum, Teresa Wright y Judith Anderson (obsérvese que el primero era uno de los pilares del thriller de los años 40, y que las dos actrices habían trabajado con Hitchcock), Walsh ha puesto en escena con singular sobriedad, claridad y eficacia el tortuoso guión de Niven Busch (autor de la novela de Duelo al sol, con la que comparte la exacerbación pasional, aunque la labor de Walsh se sitúe en un registro diametralmente opuesto al de King Vidor en este film). Típico producto Warner, magnificado por la música de Max Steiner, Pursued se presenta como un western sombrío, en ocasiones wellesiano y del cual se acordó, posiblemente, John Huston, cuando hizo Los que no perdonan (contradictoria traducción de The Unforgiven, 1959).

The Roaring Twenties (1939), también desconocido en nuestro país hasta el momento, se presenta claramente como un film "negro". Para ello, y adelantándose casi diez años a los films producidos por Louis De Rochemont, Walsh y sus guionistas (Jerry Wald, Richard Macaulay y Robert Rossen) adoptan un estilo documentalista y, de forma muy americana, trazan la historia de los años veinte en América (desde la I Guerra Mundial hasta el New Deal rooseveltiano y el fin de la Prohibición) a través del drama de unos individuos, fabulosos personajes míticos a los que el tiempo ha dotado de una aureola trágica (James Cagney, Humprey Bogart en un papel de malvado extralúcido y omnisciente, la virginal Priscilla Lane, y Gladys George, encarnando a la inolvidable "Panama Smith") . Este film, que podría llamarse "El ascenso y declive de Eddie Bartlett" en homenaje a La ley del hampa (The Rise and Fall of Legs Diamond, 1960, de Boetticher), con la que presenta numerosos paralelismos, es un film absolutamente moderno, con un final precursor, mezcla anticipada de Al final de la escapada (À bout de souffle, 1959, de Godard) y Sed de mal (Touch of Evil, 1958, de Welles), elevado al rango de tragedia por el suntuoso travelling de retroceso que nos aleja de Cagney, muerto en una escalinata durante su último tiroteo.

La película, por otra parte, es una verdadera y gloriosa antología de batallas de gangsters, atracos, contrabando de licores y otros temas clásicos, encuadrados siempre en su circunstancia histórica gracias a elipsis y fragmentos "documentales" (la Prohibición, el "crack" de 1929, con una escena en la Bolsa mucho más delirante que la de El eclipse, de Antonioni) insertados en la acción. Todo ello envuelto en la música y las canciones de la época, para acabar de completar el cuadro sociológico y testimonial de los años veinte.

Sea Devils (1953) se había estrenado ya (con el título Los gavilanes del Estrecho) y es una legendaria historia de piratas, espías, contrabandistas, revolucionarios y conspiradores, vagamente inspirada en Les Travailleurs de la mer, de Victor Hugo. El divertido guión de Borden Chase (uno de los mejores guionistas de Hollywood) da pretexto a que Walsh nos sumerja en un mundo de figones patibularios, ensenadas ocultas, posadas portuarias, acantilados inaccesibles, temibles capitanes de mala reputación, mujeres aventureras, viejos políticos, implacables prefectos napoleónicos, raptos nocturnos, travesías del Canal de la Mancha, homéricas peleas, ingeniosos trucos, traiciones y emboscadas. El humor pintoresco de Walsh, el velocísimo desarrollo de la intriga, su siempre precisa planificación, el encanto popular de los actores, los inolvidables diálogos ("Es una pena lo que te pasa, Willie: eres un buen hombre, pero no tienes corazón") y contraseña ("Sí, a una primavera lluviosa sigue siempre un verano caluroso"), se ven recubiertos ahora por una pátina que confiere cierto encanto incluso al doblaje español de los años cincuenta.

Es un film "désuet", como ya no se hacen ni se volverán a hacer, lleno de deslumbrantes ideas visuales (como la presentación de Napoleón, de espaldas, haciendo girar un globo terráqueo, los pies de Yvonne De Carlo agitándose fuera de la sábana en que Rock Hudson la rapta llevándola como si fuera un fardo), y que hace pensar en la máxima de Goethe: "Cuando algo es perfecto en su género, deja de pertenecer a ese género".

Mejor todavía que Tambores lejanos (Distant Drums, 1951) o El mundo en sus manos (The World in His Arms, 1952), esta "improvisación musical sobre la belleza de Yvonne De Carlo" (son palabras de Walsh), se convierte en una auténtica "saga" y nos revela la vertiente aventurera del polifacético septuagenario, hoy reducido al silencio, que es Raoul Walsh.

En El Noticiero Universal (hacia marzo de 1969)

miércoles, 20 de noviembre de 2024

"Ya se cerró"

Ya se cerró

el ojo solitario que abarcaba

- amplio Cinemascope generoso -

la dilatada llanura

                             el infinito desierto

las escarpadas rocas

                             el sinuoso río

desfiladeros de piedra a los que asoman los indios.

A caballo quiso despedirse

contra su voluntad galopó hacia el ocaso

                               colectivo

del cine americano.

Caballero del Sur

                            nacido en Nueva York

                                                                 o pícaro pirata

de origen irlandés

                             madre española

tuvo grandes amigos

                                los cómplices mejores

más diestros más activos más fidedignos

y más llenos de humor vida y aventura:

Cagney, Bogart, Gable, Cooper, Errol Flynn, Wayne, Fairbanks,

Brennan, Hunnicutt, Bob Ryan, Kirk Douglas, Robert Mitchum,

Aldo Ray, Henry Hull, Joel McCrea, McIntire, Alan Hale,

hasta Greg y Rock y Troy se contagiaron.

Y las mejores y más bellas compañeras:

Jane Russell, Virginia, Yvonne, Julia Adams,

Malone la tentadora, la larga Alexis, Suzanne Pleshette,

arrastraron a Ann Blyth, Olivia, Teresa

y otras mosquitas muertas

al mar de los Sargazos al Océano Ártico al Paso de Calais

al Cabo de Hornos, de Buena Esperanza, Hatteras,

a todos los rincones más lejanos

del mapamundi soñado

del Atlas Universal Ilustrado de nuestra infancia curiosa.

Amigo de bucaneros, indios, contrabandistas,

buscadores de oro, proscritos, soñadores,

bebedores, poetas, rebeldes, villistas, camorristas,

jugadores, balleneros, navegantes, exploradores,

soldados rasos de a pie, generales de caballería, marineros,

viejos lobos de mar, jóvenes locos y audaces,

amantes perseguidos, prisioneros evadidos,

emigrantes, colonos, vaqueros y bandoleros,

gentes del rodeo, del hampa y del camino,

de todos los rincones, las razas, las tierras, las fronteras.

Surcó todos los mares, los senderos, atajos, carreteras,

bahías, desfiladeros, cañones, lagos, ríos, cielos y cascadas,

con Rita y con Marlene, con Eleanor Parker o con Jo Van Fleet,

con el mismísimo Pancho Villa.

Paso del Norte Hotel. San Diego. Houston. El Paso. Yokohama.

Hawaii. Colorado. Little Big Horn, Arizona. Kansas. Oklahoma.

Nueva Orleans. Missouri. Chicago. Salt Lake City. Yukon.

Klondike. Las Ardenas, Dover. La Pampa. Dublin. El Polo Norte.

Los Mares del Sur. El salvaje Oeste. San Francisco. The Bowery.

Harlem. Tokyo. Oregon. Minneapolis. West Point. Cuba. Jamaica.

Florida. Toda una geografía. También un día

pasó por aquí

pasó por el mundo.

durante 93 años…siete le faltaron para el siglo

perdido para el cine, ciego como un murciélago o un topo,

pero aún deseando, hasta la muerte, añadir otra huella

al rastro de sus días grabado en celuloide.

Ha muerto el último Gran Tuerto

del cine americano. Ha muerto y ya no quedan

apenas pioneros del film aventurero.

Inédito. Escrito en enero de 1981.

viernes, 24 de noviembre de 2023

Raoul Walsh, el Oeste torrencial

Los cinco westerns —aunque uno, Río de sangresea un eastern— y dos mitades (The Outlaw, Come and Get It) de Howard Hawks han alcanzado tal grado de prominencia que se le considera como un director de películas del Oeste más a menudo que a Raoul Walsh, quien no sólo hizo más en cifras absolutas, sino que dedicó al género un porcentaje superior de su filmografía, igualmente variada pero mucho más vasta.

Quizá sea porque ninguna de sus incursiones en el género haya alcanzado una celebridad unánimemente reconocida, y puede que se adelantara tanto a las modas que cuando rodó Pursued (1947) ningún crítico estuviese en condiciones de darse cuenta de que inauguraba, con Pasión de los fuertes y Duelo al sol el año anterior, y anticipándose a Río Rojo, Cielo amarillo, Winchester 73, Encubridora, Johnny Guitar, Raíces profundas o Solo ante el peligro, una etapa de madurez del western caracterizada por atender a la psicología de los personajes tanto como a la acción. O acaso, más simplemente, porque Walsh sigue siendo, para lo que yo creo que vale, un cineasta casi maldito, persistentemente subestimado y olvidado incluso por sus defensores. Incluso en Europa, no digamos en Estados Unidos, donde pueden no ver diferencias entre él y el menospreciado Allan Dwan, Michael Curtiz, Joseph H. Lewis, André de Toth, Gordon Douglas, Stuart Heisler, Henry Hathaway, Mervyn LeRoy, Lloyd Bacon, Vincent Sherman y un sinfín de artesanos, pese a que hoy no esté en activo ninguno de los que todavía siguen con vida.

La verdad es que nunca lo había pensado, pero la listamanía de esta revista me ha hecho caer en la cuenta de que Walsh es mi director de westerns preferido: no sólo ha hecho varios de los que más me gustan, sino que, en mi opinión, es —tras John Ford— el que ha dado más obras maestras al género, singularmente distintas entre sí de tono, talante, época y aspecto, y muy diferentes de las que, al mismo tiempo, realizaban todos los demás. Incluso sus obras relativamente menores Gun Fury (Fiebre de venganza, 1953), The Lawless Breed (Historia de un condenado, 1952), Cheyenne (1947)— son de lo más ameno y agradable, además de apañárselas para no resultar nunca convencionales, por trilladas que fuesen las historias que le tocase en suerte contar.

Como en todo el cine de Raoul Walsh, los rasgos que destacan en sus westerns son, y sin duda esto ya se habrá dicho alguna vez, la abundancia, la vitalidad, la exuberancia, la alegría de vivir y de filmar, el dinamismo... pero tampoco hay que olvidar la presencia soterrada de un cierto fatalismo subterráneo —más visible en su cine negro— que hace que casi todas sus películas muestren —sin explicarlo ni proclamarlo— cómo sobreponerse a la tragedia.

La vertiente sombría de Walsh aflora con fuerza en los que considero sus mejores westerns: Pursued (1947), They Died with Their Boots On (Murieron con las botas puestas, 1941), Colorado Territory (Juntos hasta la muerte, 1949), A Distant Trumpet (Una trompeta lejana, 1964), Along The Great Divide (Camino de la horca, 1951), que son también, a mi modo de ver, sus mejores películas de cualquier género, por encima incluso de Battle Cry (Más allá de las lágrimas, 1955), Gentleman Jim (1942), Captain Horatio Hornblower, R. N. (El hidalgo de los mares, 1950), The World in His Arms (El mundo en sus manos, 1952), The Horn Blows at Midnight, Uncertain Glory (1944), Fighter Squadron (1948), White Heat (Al rojo vivo, 1949), Artists and Models (Cómicos en París, 1937), Objective, Burma! (Objetivo Birmania, 1945), Salty O'Rourke (Fuera de la ley, 1945), The Roaring Twenties (1939), Sea Devils (Los gavilanes del Estrecho, 1952), The Thief of Bagdad (El ladrón de Bagdad, 1924) o The Naked and the Dead (1958). En todos aquellos westerns, como en muchas de las mejores películas de Walsh que no pertenecen a dicho género, ese lado oscuro convive, en curiosa y compleja armonía complementaria, con el humor que brota a borbotones en los más injustamente menospreciados, como la comedia, entre Ben Johnson y Shakespeare, que es The King and Four Queens (Un rey para cuatro reinas, 1956). A menudo, sobre todo cuando la acción, propia del género, se desplaza geográficamente al este del río Mississippi, como ocurre tanto en Distant Drums (Tambores lejanos, 1951) como en Band of Angels (La esclava libre, 1957), sus westerns se confunden con el cine de aventuras o con el melodrama. Hasta uno de los aparentemente más respetuosos con las normas, Juntos hasta la muerte, resulta ser una trasposición al territorio de Colorado de la novela de W. R. Burnett que había filmado ocho años antes —con Humphrey Bogart en lugar de Joel McCrea— como High Sierra (El último refugio, 1941), otra de sus grandes películas. De ahí el misterio y la ambigüedad de ese antecedente nocturno y casi expresionista de Angel Face, de Otto Preminger, que es Pursued, no en vano contemporánea de La dama de Shanghai, de Orson Welles, que parece nacer de las llamas devoradoras y purificadoras de Rebecca, de Alfred Hitchcock, y Secret beyond the Door, de Fritz Lang, para abrir un camino que conduce directamente hacia La noche del cazadorde Charles Laughton, sin que tan negras y dramáticas referencias contaminen en lo más mínimo su condición de western, lo mismo que sus paisajes lunares, como los de Juntos hasta la muerte, Camino de la horca, Una trompeta lejana, o el grado de abstracción de westerns de cámara, sean estáticos o itinerantes, que Pursued comparte con Un rey para cuatro reinas, Camino de la horca y The Tall Men (Los implacables, 1955) no condiciona ni frena su ritmo, la amplitud de sus encuadres o las turbulencias del relato, ni impide la proliferación de pintorescos personajes secundarios.

No parece que Walsh se planteara nunca como un problema hacer películas de un género determinado: se limitaba a contar las historias tal como las imaginaba y visualizaba al leerlas. No tuvo dificultades con el cine de guerra o el de espionaje ni con el musical o la comedia, con el drama realista ni con el de gangsters o el de aventuras, el de fantasía, el de barcos, el de aviones o el de espadachines: quien fue capaz de rodar el mismo año (1945) tres obras maestras tan distintas como The Horn Blows at Midnight, Fuera de la ley y Objetivo Birmania podía pasar sin problemas de Más allá de las lágrimas a Los implacables en 1955.

Por eso hacía westerns sin complejos y sin pretensiones. Más que un pretexto, un envoltorio o un contexto histórico, el género era para Walsh lo que determinaba el ambiente y la manera de estar —más aún que de ser— de los personajes. Y Walsh parecía sentirse como en casa lo mismo en las calles ventosas del Chicago de la Gran Depresión o en las de su Nueva York natal, que en los extraños promontorios rocosos, singularmente fragmentados, que eran su escenario favorito del Oeste, sólo parecido —y mucho— a los que muestra Boetticher en algunas de sus películas con Randolph Scott.

Si su estilo, sólo igualado en pureza griffithiana por el de Allan Dwan, y camaleónicamente capaz de adaptarse a cada historia como un guante a una mano, permaneció casi inmutable —mucho más que el de Hawks, no digamos el de Ford o Vidor— durante cuarenta años, lo que realmente unifica películas tan distintas entre sí —incluso, dentro del western, tan opuestas como The Big Trail (La gran jornada, 1930) y Un rey para cuatro reinas— es su visión picaresca del mundo y su gusto por narrar historias, que resplandece, incluso despojado de sus atributos cinematográficos, en su autobiografía Each Man in His Time, divertidísima, aunque para mi gusto excesivamente modesta y tan anecdótica que podría leerse casi sin llegar a sospechar el oficio de su autor.

Para comprobar que Walsh no confundía la actividad con la rutina y que no le gustaba repetirse, basta ver —o revisar— sus siete películas con Errol Flynn, o comparar La gran jornada con Los implacables, Murieron con las botas puestas con Una trompeta lejana, o Tambores lejanos con Objetivo Birmania, y Juntos hasta la muerte con El último refugio: es decir, que no se imitaba a sí mismo ni siquiera cuando hacía lo que prácticamente eran remakes, o, lo que viene a ser lo mismo, nuevas versiones de una novela, aunque a veces con transposición de género. Lo más curioso es que Walsh transitó por el western con tanta naturalidad que uno no se plantea, mientras ve Pursued o Juntos hasta la muerteque sean historias de cine negro.

No solía usar a actores emblemáticos o exclusivos del western, sino a las estrellas del cine de aventuras, que probablemente era para él el género originario, si no el único, la matriz de todos los demás: lo que cambia es la época, el vestuario, el paisaje, las armas o los medios; pero lo que cuenta es la aventura, sea su protagonista un gangster o un soldado, un actor o un policía, un bandolero o un terrateniente, un contrabandista o un político, un pirata o un aviador, cosas que a menudo habían sido —en el pasado— quienes cuando empieza la película se dedican a otra cosa, porque la experiencia o algún secreto pecado de juventud gravitan siempre sobre el aquí y ahora en el que parecen instalados los personajes de Walsh. Por eso, y más aún por afinidad de caracteres que por posibles razones contractuales de las productoras con que trabajó más a menudo (Paramount, la Fox de 1926 a 1933, la Warner de 1939 a 1951, sobre todo Fox a partir de 1955), es más fácil encontrar en sus westerns a Errol Flynn o Clark Gable, y parece más lógico o natural toparse de vez en cuando con otros, en particular, aunque sólo sea una vez, como Robert Mitchum, Joel McCrea, Gary Cooper, Robert Ryan o Kirk Douglas, de los que extraña su ausencia en otras películas de Walsh, que ver a John Wayne (con el que, de todos modos, hizo dos, una en 1930 y otra en 1940), Randolph Scott, James Stewart o Glenn Ford.

Especialista del casting against type, desestabilizador de encasillamientos, enemigo de usar a actores previsibles en papeles convencionales, Walsh supo aprovechar y tratar con dignidad a los entonces novatos Tyrone Power y Rock Hudson o a eternos jóvenes suaves y repeinados como Alan Ladd y Troy Donahue.

Un rasgo particularmente distintivo de los westerns de Walsh, y desde fecha muy temprana, es la inusitada importancia que cobran en ellos las mujeres, singularmente más activas y decididas de lo que parece ser lo habitual en el género, cuando no llegan a revelarse como el auténtico motor de la historia y la razón última de cuanto en la película ocurre. Véanse los personajes fuertes, tozudos, conflictivos con frecuencia, que encarnan Teresa Wright y Judith Anderson en Pursued, Olivia de Havilland en Murieron con las botas puestas, Virginia Mayo y Dorothy Malone en Juntos hasta la muerte, Julia Adams en Historia de un condenado, Suzanne Pleshette y Diane McBain en Una trompeta lejana, Mari Aldon en Tambores lejanosVirginia Mayo en Camino de la horca, Jo Van Fleet, Eleanor Parker, Jean Willes, Barbara Nichols y Sara Shane en Un rey para cuatro reinasJane Russell en Los implacables, Yvonne de Carlo en La esclava libreMarguerite Churchill en La gran jornada, Mae West en Klondike Annie (1936), Claire Trevor en The Dark Command (Mando siniestro, 1940), Ann Sheridan en Silver River (1948), Donna Reed en Fiebre de venganza, Jayne Mansfield en The Sheriff of Fractured Jaw (La rubia y el sheriff, 1958) o Shelley Winters en Saskatchewan / O'Rourke of the Royal Mounted (Rebelión en el fuerte, 1954). Obsérvese la presencia de dos viejas y autoritarias figuras maternas —Judith Anderson, Jo Van Fleet—, que no extrañará a quien recuerde —¿y puede alguien olvidarla?— a Margaret Wycherly en Al rojo vivo, y también que hay varias jóvenes de armas tomar —Mae West, Ann Sheridan, Jane Russell, Eleanor Parker, Jayne Mansfield—, de esas que dominan a los hombres —especialmente a alguien como Kenneth Moore—, salvo que, como Gable, estén a su altura.

Walsh no pecó nunca de esteticismo. Nadie le ha llamado jamás paisajista ni ha descrito como pictórico un plano suyo. Ni como elogio ni en tono de reproche. Eso no impide, claro está, que el paisaje, sobre todo el más árido y salvaje, cobre en sus películas un relieve excepcional, lleno de expresividad plástica y dramática, aunque por lo general sin el carácter determinante que adquiere en los westerns de Anthony Mann —sobre todo en los protagonizados por Stewart— ni la monumentalidad que tiene a menudo en Ford. Le bastaba saber dónde rodar y contar sistemáticamente con extraordinarios fotógrafos, por lo general sobrios y precisos, y que lo mismo le valían en un tipo de película que en el más diferente.

Gente como Lucien Andriot, Sid Hickox, Ernest Haller, Ben Glennon, James Wong Howe, Irving Glassberg, Leo Tover, Lucien Ballard, William H. Clothier; todos, sin duda, magníficos y carentes de vedettismo, aunque hay que advertir que con pocos de ellos repitió y que sólo con el primero —y con reservas— y con el penúltimo parece haberse entendido tan a la perfección como para formar un equipo estable con ellos.

De Raoul Walsh, hombre sin duda muy fotogénico, he visto incontables fotografías excelentes. Recuerdo, por ejemplo, una espléndida, con Gregory Peck, bajo los palos del velero de El hidalgo de los mares. Sin embargo, en 1963, cuando rodaba la que había de ser su última película, Una trompeta lejana, fotografiaron a Walsh montado a caballo y rodeado de sus amigos pieles rojas, que intervenían como actores en esa revisión crítica de algunos de los temas que en Murieron con las botas puestas habían recibido un tratamiento igualmente épico pero también mítico. Nacido el 11 de marzo de 1887, había cumplido ya los setenta y seis años. Es una imagen reveladora y emblemática, que refleja su vitalidad y su actitud moral como director, y por eso tal vez sea la que más valga la pena recordar y conservar del segundo gran cineasta tuerto de la historia, el mismo que treinta y cuatro años antes había perdido un ojo en un accidente de coche ocasionado por una liebre que se cruzó en su camino y a la que Walsh trató de esquivar, cuando iba al rodaje de su primer western sonoro, In Old Arizona.

En Nickel Odeon nº 4 (otoño de 1996)

miércoles, 22 de noviembre de 2023

A Distant Trumpet (Raoul Walsh, 1964)

Esta película contiene una de las escenas más dignamente tristes de la historia del cine: los apaches chiricahuas dejan caer al suelo sus lanzas –auténticas banderas en el polvo– y sus penachos de plumas; las patas de sus caballos borran los dibujos en la arena –huellas de una cultura que se sabe condenada– y la tribu entera –o lo que queda de una noble raza guerrera– emprende su fatigosa marcha a la reserva.

Hay también una cascada de barro inolvidable, el más seco y bello colorido: tierras rojas contra nubes grises, blancos y amarillos, casacas azules, verdes pinos. Y Suzanne Pleshette, que hubiera llegado a ser una gran estrella de haber seguido en activo cineastas como Walsh, de los que ya no quedan.

La capacidad de indignarse a los setenta y siete años; la sabiduría y la experiencia, la soltura y la falta de pretensiones que permiten hacer un filme a la vez sencillo y complejo, clásico y crítico de la tradición, dinámico y reflexivo, en el que se dan la mano –como en Baroja– humor y romanticismo.

Como Siete mujeres (Ford), Topaz (Hitchcock) Gertrud (Dreyer), Peligro… ¡línea 7.000! ;(Hawks), Le Caporal épinglé (Renoir), Tristana (Buñuel), La condesa de Hong-Kong (Chaplin), Un gángster para un milagro (Capra), Samma no aji (Ozu), Akasen chitai (Mizoguchi), Love Among the Ruins (Cukor) y ;La vida privada de Sherlock Holmes (Wilder), por poner unos pocos ejemplos ilustres, Una trompeta lejana ;es la obra de un cineasta en plena posesión de sus facultades que ve acercarse su hora y que, desde la última vuelta del camino, contempla con lucidez y legítimo orgullo su larga vida creadora y decide reafirmar su trayectoria (o rectificarla) antes de despedirse.

Un filme de retirada que es una victoria. Un western dirigido a caballo. La última película de Raoul Walsh, tuerto, aventurero y poeta.

En “Casablanca” nº2, feb-1981

lunes, 20 de noviembre de 2023

They Died with Their Boots On (Raoul Walsh, 1941)

En pocos de los grandes pioneros abundan como en Walsh los finales trágicos, las muertes de protagonistas. No es raro, pues, que llegase a ser un maestro de la despedida. Recordemos no sólo su impetuoso adiós al cine, (Una trompeta lejana), sino, sobre todo —tal vez las más hermosas escenas de su dilatada carrera— el del nuevo campeón y el derrotado John L. Sullivan en  Gentleman Jim y el de Custer y su esposa —«Pasear a su lado por la vida fue muy agradable, señora»— en Murieron con las botas puestas, escenas sutiles y delicadas, prodigios de ritmo y modulación dignos de Ford o Mizoguchi.


Murieron con las botas puestas representa en toda su espléndida plenitud una época del cine americano en la que la épica era reina y el entusiasmo, la vitalidad y el humor se aliaban, sin esfuerzo aparente, con la lucidez, la amargura y la tragedia. De este cine fue Raoul Walsh uno de los máximos paladines, pues creía en la posibilidad del triunfo moral más allá de la muerte. El Custer de Walsh no es el general George Armstrong Custer de la historia ni el de la leyenda, menos aún el de la rencorosa desmitificación, sino un rostro más del héroe pícaro que encarnó como nadie ese actor menospreciado que fue Errol Flynn. Entre Homero y Jenofonte, Walsh nos invita a asistir a la subida y caída de un caballero del Sur y farsante, de un soldado de la Unión tan indisciplinado como atrevido, de un defensor de los indios, que murió matando sioux por culpa de los especuladores y los corrompidos, que fue noble enemigo y amigo insobornable, y que halló la gloria cinematográfica cabalgando al galope hacia la muerte.

No es raro que un filme tan lleno de vigor y energía, de entusiasmo y espíritu aventurero, de aliento épico y picardía, de sentido narrativo y belleza plástica, se cuente entre los más calumniados de la historia del cine.

En “Casablanca” nº2, feb-1981

Gentleman Jim (Raoul Walsh, 1942)

Hoy los Corbett no pelean. Ya no hay en San Francisco de California familias de bulliciosos inmigrantes irlandeses dispuestos a conquistar el nuevo mundo y a trepar por la escala social valiéndose de la astucia, la comedia o los puños. James J. Corbett (Errol Flynn) fue su apoteosis: irrespetuoso con los fatuos, impaciente ante los obstáculos y alérgico al uniformismo, siempre respetó las reglas del marqués de Queensberry (hasta sin conocerlas y, sobre todo, fuera del ring); por eso le apodaron Gentleman, pues aunque no era un gentilhombre —calificativo que rechazaba, identificándolo con pisaverde o panoli— se ganó a pulso el título de caballero, en su sentido más amplio y noble, menos convencional y social. Me refiero al personaje interpretado por Flynn en el desbordante filme Warner de 1942, más que al verdadero campeón de boxeo, sobre el que apenas tengo otros testimonios dignos de fe que el de los guionistas Vincent Lawrence y Horace McCoy y el cineasta Raoul Walsh. Pero no por ello voy a hacer la trampa de pretender que esta película es un documental ejemplarizante, que se sirve de la biografía novelada de un triunfador para perpetrar una apología de lo que más temen los incompetentes, objetivo que me parece ajeno tanto a los resultados como a las presumibles intenciones de sus autores: sospecho que para Walsh los advenedizos son los nuevos ricos que componen la buena sociedad, y que Jim le parecía un pícaro arribista —deseoso de ascender, de llegar a la cumbre— perfectamente respetable. Así llega a pensar la orgullosa Alexis Smith y no en vano el personaje más noble y primitivo del filme, el campeón saliente, John L. Sullivan (Ward Bond), se puede retirar con el consuelo de no verse humillado por la compasión de Corbett, que, espontáneamente, le trata de igual a igual, como a un veterano del que se sabe digno relevo. Esperemos que Walsh tenga un heredero.


En “Casablanca” nº2, feb-1981

lunes, 30 de octubre de 2023

Along the Great Divide (Raoul Walsh, 1951)

Muy poco conocido, y casi siempre olvidado, rodado íntegramente en exteriores con una sencillez y una ausencia de florituras solo comparables a la seca belleza de su escenario desértico y fronterizo, lleno de humor y amor, Camino de la horca ha sido siempre, pese a su modestia, uno de los filmes de Walsh por los que más cariño siento.

Con una de las mejores actuaciones de Kirk Douglas, y las que prefiero, tanto de Virginia Mayo como de Walter Brennan, Walsh supo sacar el máximo partido en todos los terrenos —intriga, drama, aventura y comedia— de una trama convencional (sobre el papel) y (a grandes rasgos, pero nunca en detalle) previsible, demostrando las grandes posibilidades —hoy día casi desconocidas— de la narración lineal.

Camino de la horca es un filme de itinerario cuyo argumento podría resumirse en tres renglones, y que se basa, por tanto, en una dirección de actores flexible e inventiva. Es posible olvidar el orden de las escenas, pero no el paisaje, el polvo, la luz; cabe no prestar atención a los diálogos, pero es imposible que se borren las miradas; puede que, con el paso del tiempo, tan bien narrada historia se difumine y se confunda con otras semejantes, pero siempre recordaré a una Virginia Mayo testaruda y peleona; a un Walter Brennan burlón y cascarrabias, que se dedica a chinchar a Kirk Douglas con una cancioncilla y algunas insidiosas alusiones; a un Douglas que se muere de sueño y que se debate entre cumplir con su deber de agente federal y fiarse de su instinto —que le dice que el viejo Pop Keith es inocente—, y que se está enamorando de una chica que parece detestarle y no para de hacerle rabiar. Al final todo se resuelve como es debido: los personajes eran realmente inteligentes.

En “Casablanca” N.º 2, feb-1981