viernes, 5 de septiembre de 2025

Misterios de Casablanca

De esta supercélebre película, con 75 años a cuestas, vista alguna vez por casi todo el mundo, varias por muchos y no menos de quince por mí mismo, hay unas cuantas cosas que, pese a haberlo intentado, no han dejado de ser para mí auténticos misterios, enigmas casi impenetrables. No voy, por tanto, a desvelarlos, ni tampoco a narrar ninguna nueva anécdota oculta de las muchas —a veces, me temo, fantasiosas cuando no apócrifas, a menudo incompatibles con lo que puede observarse y oírse en la proyección— que hay, otros lo seguirán haciendo, en medio mundo, por los siglos de los siglos, pero a mí, qué le voy a hacer, me interesan limitadamente las especulaciones, solo un poco algunas leyendas y nada los cotilleos, y aún menos referidos a muertos que no tuve el gusto ni el disgusto de conocer.

El misterio mayor, con ser asombroso, no es exclusivo de Casablanca; ni siquiera se puede decir que sea infrecuente: la perdurabilidad y vigencia de las películas, aunque aún —el cine tiene tan sólo 122 años— sometidas a unas pruebas del mero paso del tiempo de dimensiones mucho menos espectaculares que la pintura, la escultura, la arquitectura, la poesía, la música, la danza o la escritura en general (y con independencia de las variables antigüedades y durabilidades de los soportes físicos en los que sobreviven, ya que los del cine —que, de paso, son también los de otras artes— son asaz recientes, cambiantes y, para colmo, muy precarios, me temo que cada vez más volátiles). Casablanca cumple este año 2017 nada menos que 75 años y se mantiene, diría yo, sin una arruga, atractiva, emocionante y eficaz como propaganda (es enardecedora como pocas). Sin duda, algo semejante o comparable sucede con muchas otras películas, incluso mucho más antiguas: Sunrise (Amanecer, 1927), de F.W. Murnau, cumplió este año los 90, Berg-Ejvind och hans Hustru (Los proscritos, 1917), de Victor Sjöstrom, nada menos que un siglo, y Angel (1937), de Ernst Lubitsch, 80 años... pero todas ellas son apreciadas en alto grado por minorías de mayor o menor tamaño, pero no por la gran mayoría, incluso de los poco aficionados al cine, que adoran —hasta cuando se resisten, y lo hacen a regañadientes— Casablanca. Aparte de que dos de las tres películas aún más antiguas —y para mí muy superiores— que he mencionado sean mudas, a nadie se le ocurriría hoy reponer en un cine ni siquiera la de Lubitsch, pese a contar con Marlene Dietrich, pero sí Casablanca, y probablemente todavía se llenaría, pese a ser una película que buena parte de la población mundial ha visto ya, a menudo varias veces, que pasa con frecuencia en las diferentes cadenas de TV, que se ha editado mil veces en VHS, en DVD, en Bluray y que muchos tenemos, por tanto, en casa, siempre visible, o, mejor dicho, revisable. Compárese con la rareza que supone un pase televisivo de Angel (no digamos las mudas) y la muy precaria existencia de versiones domésticas digitales.

Hay, además, películas muy afamadas y valiosas de esos años que no han despertado nunca el afecto, la pasión o la mitomanía que todavía hoy revalida o renueva, creo yo, en generaciones más jóvenes Casablanca. Y que, por ello, no incitan a la visión repetida de manera tan insistente e insinuante como Casablanca, rasgo este ya mucho más raro, aunque lo comparte otra película de esos años, para mí mucho menos lograda, pero de poder de seducción parecido: Gone with the Wind (Lo que el viento se llevó, 1939), firmada por Victor Fleming pero preparada y empezada por George Cukor y en la que —como era frecuente en las producciones de David O. Selznick— intervinieron también varios otros directores y unos cuantos guionistas no acreditados.

Lo que, curiosamente, nos lleva a otro de los puntos que encuentro muy misteriosos de Casablanca. Sin que las peripecias de su escritura, preparación, rodaje, montaje y lo que ahora se llama "postproducción" sean, ni de lejos, comparables a las de varias películas famosas y de gran éxito producidas por Selznick, como la ya mencionada en el párrafo anterior o Duel in the Sun (Duelo al sol, 1946), de King Vidor (y otras cuantas manos rectoras), lo cierto es que el proceso de producción de Casablanca, según se ha ido desvelando paulatinamente, se aleja prodigiosamente de lo que a mí me parecería no ya conveniente y lógico, sino ni siquiera normal.

No voy a entrar en detalles, que cuando no son pesados y aburridos parecerían una escandalosa mezcla de burocracia y anarquía, imprevisión e interferencias, que solo por feliz casualidad o puro milagro parecen haber generado una película excelente y duradera, de gran éxito a lo largo de varias décadas (y generaciones de espectadores). Quizá algo tuviera que ver que Michael Curtiz fuera un artesano eficaz, rápido, decidido y enérgico, todo ello lo bastante para no perder la calma y pilotar impertérrito el buque en medio de un huracán; puede que otra parte de la sorprendente fortuna de una película que podría haber sido un caos incoherente y un desastre económico proceda de la mágica conjunción de una productora (la Warner) con un estilo muy definido y una acusada predilección por el ritmo rápido y el dinamismo narrativo (véanse las elipsis sintéticas, sin pausa, de sus "montajistas" James Leicester & Donald Siegel), la gran cualificación de todos los técnicos y actores, la época y el mero hecho de estar filmada en plena guerra y con cierto sentido de urgencia. No olvidemos que, aunque se estrenase a finales de 1942 y se distribuyese de modo más general en 1943, se escribió, e incluso se rodó, cuando aún no estaba nada clara la posibilidad de que los aliados consiguieran derrotar a Hitler y el eje Berlín-Roma-Tokio parecía hasta entonces alarmantemente triunfador.


Porque no hay que olvidar que Casablanca fue una de las más memorables aportaciones de la Warner al "esfuerzo de guerra", y que, en tanto que representante de un subgénero (una especie de rama bastarda de muchos géneros) tan peligroso y tan proclive al esquematismo, la caricatura y el maniqueísmo como la propaganda política, tiene el mérito de ser una de las contadas obras maestras del panfleto. Si digo que no abundan, pero las hay, es porque las meras condiciones de existencia de los panfletos (y otras variantes apenas disimuladas, como los manifiestos, los pasquines, las pancartas, las pintadas, los posters, los slogans, ciertos discursos o arengas, muchos murales, los graffiti, el agit-prop o el dazibao; incluiría a menudo los himnos y las banderas, como representaciones simbólicas e identitarias) tienden a anteponer el fin a los medios, subordinando cualquier aspiración artística (la coherencia, la belleza, la reflexión) e incluso ética (la verdad, la justicia, la objetividad) a la urgencia y la eficacia en la obtención de resultados inmediatos. Para ello suelen incurrir, casi ineludiblemente, en la simplificación (sin siquiera detenerse ante la falsificación o la mentira consciente y deliberada), y muy voluntaria y decididamente en el partidismo y la exageración. Todo ello hace que, de partida, sea difícil que en este campo —de puras arenas movedizas y propenso al trazo grueso— se produzcan, hasta por casualidad, obras admirables y duraderas, en lugar de artefactos meramente funcionales y utilitarios netamente perecederos (de usar y tirar); les pasa lo que a la publicidad, que es difícil que engendre obras de arte y que resistan el paso del tiempo. Aunque no imposible: se dan casos. Hay, incluso, ejemplos muy notables. Lo mismo que hay himnos o panfletos con cuyo contenido no hace falta comulgar ni siquiera compartir parcialmente, y que nos emocionan, enardecen y conmueven, incluso si pertenecen a otro país, otros tiempos, otra cultura, otras ideas. El Gettysburg Address de Abraham Lincoln, el Manifiesto Comunista de Karl Marx & Friedrich Engels, La Internacional, La Marsellesa, El acorazado Potemkín, La huelga y Octubre, de S.M. Eisenstein, Tres cantos a Lenin, de Dziga Vertov, The Mortal Storm, de Frank Borzage, The Grapes of Wrath, de John Ford, This Land Is Mine, de Jean Renoir, Raduga, de Mark Donskoí o Casablanca son solo algunas muestras, desde mi personal punto de vista y sin siquiera escarbar demasiado en mi memoria, títulos a los que sin duda podrían añadirse fácilmente otros tantos más, quizá diferentes para cada persona, quizá sorprendentemente coincidentes en algunos casos. La música es a menudo un componente esencial, porque, sin necesidad de tener un significado explícito (ni apenas deducible), puede emocionar y hasta arrebatar, a menudo más que la letra de himnos o canciones. De ahí que casi todos los panfletos fílmicos tengan una cierta dimensión operística, o cierta afinidad estructural con la ópera, cosa que encuentro evidente en Casablanca, que es, entre otras cosas, un espléndido melodrama de amor y guerra y traición y sacrificio.

No olvidemos un pequeño detalle: la acción de Casablanca transcurre en un par de días, en diciembre (pero no se nos dice exactamente en qué fechas) de 1941. Es inevitable suponer que antes del 7 de ese mes y ese año, ya que precisamente en ese día se produjo el ataque japonés a Pearl Harbor y la consiguiente entrada de los Estados Unidos (a los que Hitler se apresuró a declarar la guerra) en la Segunda Guerra Mundial. Sin duda, el personaje de Rick (Humphrey Bogart), pese a sus claros antecedentes a favor de la libertad y en contra de los fascismos (ayudando a los etíopes invadidos por Mussolini, y a los republicanos españoles), representa —por el desengaño amoroso que le ha llevado a la amargura y el cinismo— a la amplia actitud "anti-intervencionista" o "aislacionista" que periódicamente predomina en los Estados Unidos. Es una estrategia política muy inteligente por parte de los guionistas de la película tratar de reverdecer o reavivar los impulsos anti-totalitarios dormidos, en lugar de limitarse a predicar para los creyentes ya convencidos, como tan a menudo sucede en las obras de propaganda política (sean películas, libros o discursos en mítines). Por eso, las sucesivas tomas de posición y las decisiones cada más arriesgadas (y más generosas) de Rick adquieren la gran fuerza que tienen, lo mismo que la firme y serena actitud de resistencia de Victor Laszlo (Paul Henreid), especialmente generadora de adhesión cuando lidera una réplica abrumadora a Die Wacht am Rhein, cantada por los alemanes, entonando La Marseillaise, secundado por la mayoría de los clientes del Rick's Café. ¿Quién, por mucho que no sea francés, no ha estado tentado sumarse al coro enardecido?

Hay muchas frases de los brillantes y míticos diálogos de Casablanca que se han hecho famosas. Cuatro o cinco se vendrán a la memoria de cualquier espectador. Algunas, como "Detengan a los sospechosos habituales" han pasado a formar parte de varias lenguas, por no mencionar "el comienzo de una gran amistad". Yo querría señalar (sin atribuírselas a nadie en particular) un par de posibles ecos en películas posteriores: el repetido "We said 'No questions'" (Dijimos que nada de preguntas), que para mí retumba en Ultimo tango a Parigi (1972), el hoy muy anticuado film de Bernardo Bertolucci; quizá también sea pura coincidencia, pero Rick e Ilse (Ingrid Bergman) no se habían visto desde París, en el café "La Belle Aurore", y Vienna (Joan Crawford) y Johnny Guitar (Sterling Hayden) se habían despedido cinco años antes en el "Aurora Café" en el mítico western de Nicholas Ray. Por último, diré que mi frase favorita de Casablanca es cuando Rick, ante el asombro de Renault (Claude Rains) al decirle que vino a Casablanca "por las aguas", cuando está en medio del desierto, le replica "I was misinformed" (Me informaron mal).

En “Casablanca : 75 años de leyenda”. Madrid : Notorious, noviembre de 2017.

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