miércoles, 29 de enero de 2025

Duel in the Sun (King Vidor, 1946)

¡Qué grande es el cine! (13/03/2000)


Película mítica por excelencia, de esas que a pesar de los conflictos de elaboración y la pésima organización de la producción, como otras de Selznick, se han hecho un hueco en la memoria del público en general de varias generaciones, y ante cuya fuerza y capacidad de seducción nada sirven los reparos, las pegas ni los "peros", porque da igual, con sus defectos (manifiestos) y excesos (bien patentes), lo cierto es que funciona, es una combinación casi perfecta entre ciertos rasgos estructurantes y arquetípicos del western y unos personajes impulsivos, tormentosos y apasionados, a menudo escindidos y dubitativos, en ocasiones irreflexivos e impulsivos, que proceden claramente del melodrama y de la novela romántica. No hay en su encarnación por actores elegidos más por su imagen y sus connotaciones cinematográficos que por su talento histriónico (aunque disten de carecer de tales dotes) la menor aspiración ni al realismo psicológico ni a la verosimilitud, que obviamente se desprecian como muy inferiores en fuerza emocional y poder de convicción que su adecuación meramente plástica e iconográfica a lo que sus papeles tienen de arquetipos desplazados o desviados, de iconos melodramáticos. Es el caso que nos creemos a pies juntillas los momentos menos plausibles, los gestos más inexplicables, las más sorprendentes reacciones, la tremenda confusión de sentimientos y la sensación de desgarramiento íntimo que, cada cual por sus razones, sienten casi todos sus personajes, incluso los más secundarios y episódicos, como el interpretado, con melancolía premonitoria, sin confianza en sí mismo, con fatalismo, por el siempre discreto y eficaz Charles Bickford o, por el contrario, el espectacular ciclón del falso (o cuando menos ambiguo) predicador itinerante al que da vida, en una escena memorable, atravesando la película como una exhalación, un nada frenado Walter Huston. Pero otro tanto podría decirse de todos y cada uno de los personajes importantes o hasta principales, en una película carente de homogeneidad interpretativa tanto como de homogeneidad plástica o narrativa, heterogeneidad no explicable meramente por la intervención de múltiples realizadores cuyos trabajos independientes - aunque supervisados por Selznick - se yuxtaponen brutalmente, sin solución de continuidad y sin que ningún barniz o limado trate de hacer invisibles las costuras, de suavizar las rupturas, las alteraciones rítmicas, los saltos de tono, los sorprendentes giros de la trama. Es como si nada importase ninguna de las unidades clásicas, y sólo el propio brío narrativo fuese capaz de imponer una dirección dominante y hacer pasar por lógica una trama confusa y plagada de rupturas y contradicciones, de fallas y grietas que ni siquiera se disimulan o maquillan, sobre las que se salta olímpicamente, aplicando una suerte de "ley de la ventaja" narrativa, para no interrumpir su avasallador e imponente flujo, sin prestarles atención, haciendo caso omiso de las contradicciones o bien resaltándolas como the point, como si de eso se tratara realmente, a bombo y platillo, con toda la paleta de colores y el estruendo sonoro que se hace preciso en una obra regida por la desmesura y en la que, por tanto, apenas hay lugar para los matices (salvo los sentimentales) o las medias tintas.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (13 de marzo del 2000)

No hay comentarios:

Publicar un comentario