lunes, 27 de enero de 2025

La Nuit américaine (François Truffaut, 1973)

François Truffaut acaba de declarar en Madrid que piensa dejar el cine hasta 1975. No creo que lo cumpla, pues hace tres años, en Barcelona, anunció lo mismo, y desde entonces ha dirigido una película cada año. A mi modo de ver, sin embargo, estas manifestaciones de Truffaut revelan que es consciente de estar atravesando una crisis creativa, cuyo primer síntoma aún no preocupante —en una obra caracterizada por su altísimo nivel—fue precisamente el film que motivó su primer anuncio de retirada, Domicilio conyugal (1970). Con el aburguesamiento de Antoine Doinel y el inicio de la gesticulación ampulosa en Jean-Pierre Léaud se cerraba una serie de películas (Los 400 golpes, Antoine et Colette en El amor a los 20 años, Besos robados) que transponían al personaje de Doinel experiencias personales más o menos autobiográficas. Truffaut, que en su film anterior (El pequeño salvaje) parecía haber cambiado de rumbo, se encontró de pronto desorientado, sin saber qué hacer. Superada la tentación del silencio, optó por volverse hacia el pasado, hacia una de sus primeras y mejores fuentes de inspiración: las novelas de Henri-Pierre Roché, a las que debe sus dos obras más apasionantes (Jules et Jim, 1961, y Las dos inglesas y el amor, 1971). El fracaso comercial de este último film le conduce a Una chica tan decente como yo (1972), sin duda, su peor y más impersonal realización. Y después, ¿qué le queda a un director que no tiene nada que decir y que, por algún motivo, quiere seguir haciendo cine? Evidentemente, el propio cine, y no es por tanto extraño que Truffaut elija el rodaje de una película como tema de su último film, La Nuit américaine (1973).


La noche americana, afortunadamente, no tiene nada que ver con su anterior película. Sin embargo, no me parece satisfactoria ni me hace desear que Truffaut renuncie a su proyectada cura de reposo. Voy a intentar explicar por qué. La noche americana no pertenece a los films irreales y líricos de Truffaut (Tirez sur le pianiste, Fahrenheit 451, La novia vestía de negro, La sirena del Mississippi), pero tampoco plenamente a los realistas (muy escasos en su obra; tal vez el único sea La piel suave, su film más maduro). Recuerda, más bien, a las adaptaciones de Roché y a la serie Doinel, sobre todo a esta última, dada la cantidad de elementos autobiográficos y la mezcla de drama y comedia, de fantasía y realismo que se da en ellos. Podría esperarse que el ex crítico Truffaut se hubiese decidido por fin a hablarnos del cine y de su mundo; sin embargo, nos encontramos muy lejos de las reflexiones que, cada uno a su manera, han llevado a cabo Vertov, Sobrevila (Sexto sentido), Vidor (Show People), Keaton (El cameraman), P. Sturges (Sullivan's Travels), N. Ray (In a Lonely Place), Minnelli (Cautivos del mal, Dos semanas en otra ciudad), Cukor (A Star is Born), Wilder (El crepúsculo de los dioses), Mankiewicz (La condesa descalza), Godard (Le Mépris), Rossellini (lllibatezza) o Hopper (The Last Movie), pues La noche americana no es sino una acumulación dispersa, y poco o mal construida como guión, de anécdotas de rodaje, sin duda auténticas y personales (la del gato hace referencia a La piel suave), pero muy tópicas y convencionales, carentes de relevancia. Esta banalidad convierte la película en algo agradable y con cierta gracia, pero en el fondo insignificante. Todo el que haya estado en un rodaje reconocerá con agrado su verismo; para aquel que desconozca el mundo del cine, su exotismo le resultará curioso e interesante. Sin embargo, el título parecía prometer algo más profundo (las relaciones entre lo real y lo ficticio, entre la apariencia y la vida), ya que la «noche americana» consiste en rodar de día, mediante trucaje, las escenas nocturnas. Nada de ello —o muy poco— se encuentra en esta película, rodada con mucho menos cuidado, entusiasmo e ilusión de lo que la gran grúa roja en que descansa la cámara del director Ferrand (el propio Truffaut) y el feo sueño de éste (robando, de niño, las carteleras de Citizen Kane) intentan hacernos creer; ese espíritu existía en las primeras películas de Truffaut, pero parece haberse esfumado en las dos últimas. Tal vez por eso las mejores escenas de la película sean las más trágicas (la desesperación de Valentina Córtese, la soledad de Jean-Pierre Aumont, la generosidad de Jacqueline Bisset, los amores contrariados de Léaud, la inquietud de David Markham). Tales personajes son los que más arriesgan, los más patéticos, los más profundos y también, a excepción del de Léaud, los mejor interpretados. Yo destacaría especialmente la figura envejecida, de dignidad profesional y alusiones cocteausianas, de Aumont, que tiene a su cargo —con David Markham, en un coche— la mejor escena de toda la película, una escena que por sí sola hace que valga la pena ver La noche americana, que en esos momentos es lo que, para Cocteau era el cine: filmar la muerte trabajando.

En Nuevo Fotogramas (28 de septiembre de 1973)

No hay comentarios:

Publicar un comentario