viernes, 31 de enero de 2025

Der Tiger von Eschnapur-Das Indische Grabmal (Fritz Lang, 1959)

Más aún que el peligro, la trepidación y la intensidad de la aventura —sobre la que es, ante todo, una muy escéptica reflexión—, lo primero que fascina e impresiona duraderamente (para siempre, diría yo) del díptico indio de Fritz Lang es su complejo pero transparente entramado geométrico, en el que, con una lógica implacable, se cruzan y superponen dos espacios —el arquitectónico, tridimensional, y el cinematográfico, bidimensional pero productivamente plano, ya que fuerza a la creación y conduce irremisiblemente a la estilización— y dos miradas, la del maduro maharadjah de Esnapur, Chandra (Walther Reyer), que al final del dilatado e intrincado relato ha llegado a la sabiduría por la renuncia (no desprovista de amargura), y la del anciano cineasta vienés-alemán, que la había alcanzado, al comenzar el rodaje de esta superproducción, por el paso de los años, su peripecia vital y el asiduo y honrado ejercicio de su profesión.

De este entramado subterráneo surge un singular objeto narrativo-visual, que puede antojarse pueril en su planteamiento y desarrollo argumentales, basados en convenciones procedentes de la novela de aventuras exóticas a lo Karl May, y situados en una India de las que suelen calificarse —osada y despectivamente— como de pacotilla o de cartón piedra (aunque se filmó en buena parte en exteriores e interiores naturales) y atemporal, si no anacrónica —la acción sucede hacia principios del siglo que ahora se acerca a su fin, aunque, viéndola, somos poco conscientes de ello—, pero de una complejidad formal y dramática que pulveriza los tópicos de su lisa superficie y revela —con absoluta nitidez y precisión— la esencia moral de los múltiples conflictos que plantea a unos personajes que se caracterizan, a fin de cuentas, por la ingenuidad fundacional de los primeros protagonistas del cine (no olvidemos que se trata de la tercera versión, aunque la primera dirigida por él mismo, de un guión escrito por Lang y su antigua esposa, Thea von Harbou, a comienzos de los años 20).

Si cuando contemplamos por una ventana, un patio o un paisaje, el cielo estrellado o las nubes plomizas del ocaso, normalmente no reparamos en el cristal a través del que miramos, sobre todo si está limpio, algo semejante parece suceder cuando observamos tanto el entorno real, contemporáneo —antaño en Rossellini o Renoir, hoy en Kiarostami o Rohmer— como un mundo ficticio, erigido en el plató, onírico o vagamente pretérito —como en el caso que nos ocupa—, acompañando una mirada tan lúcida, ordenada y rigurosa como la de Fritz Lang, que se condensa, al final de su dilatada carrera, en un estilo único e inconfundible a pesar de haberlo ido despojando de toda tentación retórica, del menor adorno, de cualquier asomo de esteticismo: la comparación de su primer film americano, Fury (Furia, 1936), e incluso del segundo, You Only Live Once (Sólo se vive una vez, 1937) —ya que tiene al menos una escena de la que Lang se acuerda en El tigre de Esnapur—, y las dos últimas realizadas en aquel país, While the City Sleeps (Mientras Nueva York duerme, 1956) y Beyond A Reasonable Doubt (Más allá de la duda, 1956), ilustra lo que digo, y tanto Der Tiger von Eschnapur-Das indische Grabmal (El tigre de Esnapur-La tumba india, 1959) como Die 1000 Augen des Dr. Mabuse (Los crímenes del doctor Mabuse, 1960) lo corroboran.

Este aparente film de género, que algunos calificaron de impersonal y apátrida, cuando no de regresivo, representaba además, para Lang, tras un largo paréntesis americano, el retorno a la Alemania de su formación, juventud y primeros éxitos —su patria cinematográfica, si no afectiva—, regreso que se salda, curiosamente, no sólo con una fuga en el tiempo —reiterada por su siguiente y última obra, su tercer tratamiento del mito central de su carrera, el Dr. Mabuse— sino, significativamente, con una escapada a tierras tan lejanas y poco germánicas como la India.

No es ocioso aventurar la suposición de que la Alemania del milagro económico, de Adenauer y Erhardt, no decía nada (por lo menos, nada bueno) al vienés tuerto y corpulento, último superviviente de la gran época de la UFA muda y del comienzo del sonoro, justo antes de la llegada de Hitler al poder, y que, tras decepcionarle irremisiblemente su capacidad para engañarse y entregarse en cuerpo y alma a los delirios retóricos de un maníaco peligroso, no atisba a detectar un solo rasgo esperanzador en la ambiciosa y acomodaticia Alemania del milagro, por la que siente, indudablemente, una mezcla de compasión y desprecio, al ver que el enriquecimiento económico y la indiferencia moral se anteponen a cualquier interés cultural, sin permitir a Lang vislumbrar algo positivo o prometedor en lo que depositar su confianza.

Se trata, por tanto, de una película en modo alguno rutinaria o insignificante para su autor, que por fin podía ver cumplida la aspiración reiteradamente frustrada de llevar a la pantalla sus fantasías de juventud, que antes habían plasmado en imágenes Joe May (en 1921) y Richard Eichberg (1938) —cineastas no desprovistos de talento, por cierto, pero que ni pueden soñar con las cumbres alcanzadas por Lang—, es de imaginar que de forma no plenamente satisfactoria para el autor. Es también evidente que todos hemos salido ganando de la postergación de este proyecto, ya que el viejo Lang era capaz de contar en 1958 esta historia de un modo y con una serenidad que difícilmente hubiera podido alcanzar en su primera juventud.

Este carácter permanente y armoniosamente doble —o quizá dual— es el que explica que esta película unitaria pero dividida en dos partes o jornadas, como era frecuente en la época de su concepción, Der Tiger von Eschnapur-Das Indische Grabmal, sea sorprendentemente fiel a sus planteamientos originarios, de cine primitivo y de vocación popular, incluso de cine desprovisto del don de la palabra, y no choque tampoco, sin embargo, en el momento de su tardía realización, es decir, como obra contemporánea de, por ejemplo, À bout de souffle (Godard), La Pyramide humaine (Rouch), Hiroshima mon amour (Resnais), Les Bonnes Femmes (Chabrol), Le Signe du Lion (Rohmer), Lola (Demy) o Les Quatre Cents Coups (Truffaut); ni entonces (hacia 1959-60) ni hoy, cuarenta años después. A fin de cuentas, lo propio del clasicismo —del que es, a mi entender, una de las más perfectas manifestaciones cinematográficas— es que no tiene fecha de caducidad: es clásico, más allá de su pretensión o voluntad de durar, todo lo pasado que sigue años más tarde siendo contemporáneo, que permanece vivo y vigente para quienes lo contemplan —sea por primera o por enésima vez—, y que es, por tanto, sin siquiera proponérselo, siempre moderno, y eso lo mismo si en su momento se consideró pasado de moda que si, por el contrario, supuso entonces una ruptura frente a lo que se tenía por clásico o, cuando menos, por normal.

Lo asombroso de El tigre y La tumba no es tanto, pues —pese a serlo también, a poco que se piense—, la meditada historia que relata, y que encierra una parábola lo suficientemente ambigua como para que su exposición no la anule y el tiempo no la erosione, ni por su simple paso ni por su labor de desgaste de la obra y de nosotros mismos, sus espectadores fieles o potenciales, sino la seriedad y la exactitud con que está narrada. A menudo se tiende a contar de modo poco riguroso, más bien aproximativo, aquello que de partida se considera inverosímil o se desprecia como menor en sí mismo o inferior o indigno de la categoría, la edad, el talento, el prestigio o la ambición del relator.

No hay rastro de ese fatuo e ignorante desdén en la actitud del anciano Lang, tan curioso y atento en 1958 como pudo sentirse de joven, a medida que tejía esta trama con su amorosa cómplice de entonces, Thea von Harbou, ignorando, sin duda, que en parte estaban escribiendo su propia historia, la fase terminal de su relación, que estaba aún por suceder, y tanto en sentido literal como en una clave, si se quiere, más metafórica, incluso, en algún aspecto, con casi todos los atributos de una parábola invertida.

Por eso, el díptico hindú de Lang es un ejemplo idóneo de la tesis de Goethe según la cual toda obra, si es suficientemente perfecta en su género, lo trasciende, pues traspasa sus fronteras, y no debe ser ya juzgada ateniéndose a sus reglas, que, aunque no se lo proponga, habrá ignorado, o sustituido por unas normas propias, mucho más exigentes, pero no extensibles a las demás.

El misterio insondable de este ejemplar edificio fílmico, inagotable por muchas que sean las visitas que le hagamos, por grande que pueda llegar a ser nuestra familiaridad con cada uno de sus rincones, episodios, ramificaciones y vericuetos, reside precisamente en que no se postula o presenta como enigma, de un modo deliberado y planificado, sino que ese carácter es algo que se sospecha o intuye, diría que inevitablemente e incluso a pesar de Lang, y que emana de su propia transparencia, de su ritmo desusadamente reposado, de su ordenada exploración y alternancia de espacios y texturas de naturaleza muy diversa, incluso antagónica, o de la fulgurante recapitulación sintética de El tigre de Esnapur —que se cierra provisionalmente, en suspenso— con que se abre La tumba india, un prodigio de narración esencialista e hiperelíptica, además de objetiva e intrigante, sin parangón en toda la historia del cine.

Parte de este secreto deducido es de naturaleza estrictamente personal, como ya he adelantado, y tiene sus raíces en la relación biográfica de Lang tanto con la historia que por fin consigue contarnos —tras 37 años de espera— como con el depurado estilo que, al cabo de su vida, ha conquistado; otra parte procede, sin embargo, del carácter indiscutiblemente europeo de la forma de contar —a través de su disposición y desglose tanto en el tiempo como en el espacio— esta historia, sin embargo adscribible, sobre el papel, en un género amplia e insistentemente cultivado por el cine americano de todas las épocas. Que esto suceda precisamente cuando Lang acaba de pasar casi un cuarto de siglo esforzadamente convertido en cineasta americano no puede ser casual, sino el resultado de una decisión voluntaria del autor, que obviamente tenía la opción —sólo teóricamente al alcance de la gran mayoría de los directores europeos— de seguir ejerciendo —en Asia o en Europa— el papel que había desempeñado durante un periodo tan dilatado.

Esta elección, si se relaciona con el evidente repudio de la nueva Alemania que se deduce tanto de esta doble película como —aún más palpablemente— de la siguiente, —las únicas que consiguió llevar a término en su fugaz retorno al viejo continente—, aclara el carácter no nacional, sino culturalmente europeo que reivindica Lang, y puede contribuir a aclarar lo que de especial y distintivo ha tenido siempre —quiera o no— el mejor cine realizado en Europa frente al más grande concebido y tolerado al otro lado del Atlántico, a menudo elaborado por europeos de origen o de nacimiento y formación.

Frente a la acción, o además de ella, y con peso preponderante, la reflexión; frente al presente, la memoria, la gravitación y la presencia imborrable del pasado; frente a la pura velocidad expositiva, la relativa calma y el ocasional reposo que constituyen las pausas narrativas; frente al predominio de lo sucesivo e inestable, la aspiración a la estabilidad y la permanencia, a veces simultánea, de varios tiempos dramáticos; frente al movimiento continuo, las situaciones y la caracterización de los personajes; frente a la verosimilitud y la normalidad estadística, la autenticidad esencial; frente a la inexactitud de los estereotipos deterministas, la percepción comprensible de lo singular e incluso lo anómalo; frente a la acumulación y la enumeración de datos fijos e inmutables, la selección y el análisis pormenorizado de seres y relaciones en constante transformación; frente al arrastre mecánico y la imposición de una perspectiva fija al público considerado como un tropel, la invitación al baile, es decir, el disimulado diálogo tácito que entabla el cineasta invisible con cada uno de los espectadores individuales; frente a la identificación con los protagonistas, la contemplación externa e inteligente —pero no indiferente— desde una cierta distancia, variable y mínima pero perceptible y significativa, silenciosamente reveladora.

En lo que tal actitud europea tiene de oposición al cine predominante, los cineastas clásicos europeos se diferencian poco o nada de los renovadores del lenguaje que surgen, en ese mismo momento, principalmente en Francia, y por obra, en general, de admiradores (Rivette, Chabrol, Godard, Rohmer) de El tigre de Esnapur-La tumba india, cuyas peripecias y meandros me cuidaré de divulgar, y no tanto por guardar el secreto de su intriga sino, más bien, para no privar del placer de seguirlas, asombrado, al lector que no haya asistido como espectador a su majestuoso despliegue en la pantalla. De ahí que, sin proponérselo siquiera, Der Tiger von Eschnapur-Das indische Grabmal prefigure el cine posterior de Jean-Marie Straub, del mismo modo que otra obra similarmente menospreciada y de no menor amplitud, riqueza y claridad, Los Diez Mandamientos (1956) de Cecil B. DeMille.

En Nickel Odeon nº 15 (verano de 1999)

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