viernes, 10 de enero de 2025

Borau en la frontera

Pasa tanto tiempo - y suceden tantas cosas- entre las películas de José Luis Borau que cuesta saber a ciencia cierta, en cada momento, su paradero. Y en un mundillo en el que arriesga todo, o casi, quien no está en el candelero, es duro permanecer sin dar señales de vida. De Borau suelen llegar, de vez en cuando, noticias confusas, contradictorias, y no siempre buenas; sobre todo, desde que se dejó embarcar en una tentadora aventura americana que abortó, pero a la que pronto sucedió otra, finalmente culminada tras años de esfuerzos y dificultades. Sorprende que el autor de uno de los máximos éxitos de toda la historia del cine español dejase pasar cuatro años entre esa película y la siguiente, y que La Sabina no tratase de rentabilizar la resonancia conseguida por Furtivos; extraña también que, tras el relativo fracaso de La Sabina, Borau no tratara de resarcirse volviendo al terreno de su éxito precedente, sino que se instalase en los alrededores de Hollywood, dispuesto a volver de allí con una película americana, pese a ser consciente de que los tiempos no eran propicios para la empresa. Pero más raro sería, creo yo, que Borau dejase algún día de sorprendernos.

De hecho, su trayectoria es, si se piensa un poco, una de las más extrañas del "cine español", entidad quimérica en la que, lógicamente, no escasean las carreras sinuosas o erráticas, en la que abundan los casos "raros", en la que todo lo que tiene algún valor duradero pertenece más a la excepción que a la regla. La inexistencia de una industria digna de tal nombre y la estrechez evidente del mercado interior -sumada a la escasísima capacidad de penetración en el exterior de nuestros productos- explican, además de la carencia de auténticos géneros cinematográficos en los últimos cincuenta años, que cada cineasta haya tenido que crear su obra en condiciones precarias y variables, a menudo recurriendo a la picaresca o tratando de localizar algún resquicio financiero en las disposiciones legales vigentes en cada momento. Como -hasta no hace mucho- han sido contados los directores españoles con ambición y personalidad suficientes para aspirar al título de "autor", su posición era todavía más incómoda y excepcional, si cabe, que la de los funcionarios o manufactureros de turno, y mayores aun los obstáculos que debían superar cada vez que intentaban rodar una película. No es raro que muchas vocaciones se hayan visto frustradas o abandonadas, que prometedoras carreras se hayan truncado o, por lo menos, desviado a la confección más o menos hábil de productos de encargo que oscilaban entre lo rutinariamente considerado "comercial" y lo sencillamente bochornoso. Lo extraño es que un cineasta sea lo bastante testarudo y resistente como para, a pesar de las dificultades y las temporadas de paro forzoso, conseguir poco a poco edificar una obra que pueda considerar suya, de la que no necesite avergonzarse. Sobre todo, es casi suicida que se empeñe en no repetirse, en no agarrarse al éxito, aunque sólo sea por tratar de asegurar una cierta continuidad a su futura carrera.

Pero no se trata de encontrar encomiable, desde un punto de vista ético, esa fuerza de voluntad, ni de pedir en su nombre que se disculpen errores o deficiencias. Por muchos sacrificios que puedan suponer, por mucho esfuerzo económico, psíquico y hasta físico que hayan requerido, las malas películas -a veces cargadas de buenas intenciones- no se convertirán nunca en obras conseguidas. Con independencia de la ejemplar integridad artística que supone, en tales condiciones, llevar a puerto una película determinada, aun a costa de esperar la ocasión durante años o soportar todo género de estrecheces, tal tenacidad tiene unas consecuencias estéticas - y específicamente cinematográficas- decisivas, que distinguen al "cineasta empeñado" de la gran mayoría de sus compañeros de profesión.

Por lo pronto, revela una necesidad -o, mejor, un deseo- de hacer esa película -y no una cualquiera- que contrasta escandalosamente con la mecánica eficiencia y la impersonalidad -en el mejor de los casos- que parecen caracterizar el grueso del cine actual de cualquier país, dominado por películas que no se justifican ni explican, que nadie parece demandar -salvo el dudoso resultado de alguna encuesta de "marketing"- hechas por cineastas a los que ni les va ni les viene lo que cuentan, y que cumplen el trabajo encomendado sin pasión ni interés, a menudo con una desgana y una incuria que ni el derroche de medios materiales logra encubrir por completo. En cambio, el cineasta que lucha por hacer su película -aunque parta de una historia inicialmente ajena-, que se deja la piel en el intento, que se juega años de vida, suele tener, por lo menos, algo qué decir o qué contar, y una idea bastante definida y personal de cómo hacerlo. Si, para colmo, no consigue ponerse manos a la obra tan pronto como querría, sino que se ve obligado a contener su impaciencia, a veces durante años, es fácil imaginar que dará mil vueltas a cada escena, a cada frase, a cada plano, que someterá a una autocrítica implacable sus ideas, que reflexionará sobre los planteamientos iniciales; le asaltarán dudas e incertidumbres, irá modificando o poniendo a prueba su visión de las cosas con el paso del tiempo, dejando así que madure el proyecto, que se despoje por sí mismo de "ocurrencias" y efectos brillantes. El carácter económico de los obstáculos que suelen interponerse entre la idea y su realización inducirá a simplificar, a prescindir de lo que no sea indispensable, a renunciar a todo lujo. Existe el peligro, claro está, de que la ilusión se desvanezca, la energía creadora se malgaste en gestiones y trámites, y hasta de que la idea, de tanto manosearla, de tanto darle vueltas en la cabeza, se pudra o se haga confusa... pero el resultado final, cuando lo hay, suele probar que valía la pena la espera, que el esfuerzo no fue vano, que el autor de la película sabía, en efecto, cómo tenía que expresar lo que quería, y que realmente necesitaba hacerla.

Este proceso, si puede resultar -a pesar de todo- positivo para los más fuertes y seguros de sí mismos, no es en modo alguno deseable: las víctimas se cuentan por centenares. Cineastas que se queman, obras que llegan a su público demasiado tarde, carreras que pudieron ser más ricas. Nunca sabremos si Vigo, Dreyer o Bresson no serían aún mayores cineastas de haber podido realizar un número de películas parecido al que hicieron Raoul Walsh o John Ford, y en tal caso, ¿no sería enorme la pérdida? ¿Era precisa la prematura muerte de Vigo, o podía haber hecho veinte películas comparables a L'Atalante? ¿No ha derrochado el cine la madurez de Keaton o Stroheim, la fuerza juvenil de Buñuel, diez años de Víctor Erice? ¿Puede permitirse el "cine español" el silencio de Antonio Drove, las dificultades de Gonzalo Suárez, la espera o la ausencia de Borau, por citar sólo tres cineastas que podrían dar más de sí, o más a menudo? Ahora parece que todas las puertas se abren ante Mario Camus, pero ¿quién se ha acordado de él durante años, salvo para echarle en cara sus vehículos de Raphael? ¿Quién le ha ofrecido dinero para que rodara uno de los muchos proyectos que, hace quince años, tenía? Todo el mundo lamenta el decenio que separa El sur de El espíritu de la colmena, pero ¿quién va a producir, cuándo, y en qué condiciones, el próximo Erice?

La obra de Borau comprende, hasta la fecha, un corto -práctica de fin de carrera- titulado En el río (1960) y los largometrajes Brandy, el sheriff de Losatumba (1964), Crimen de doble filo (1964), Hay que matar a B. (1973), Furtivos (1975), La Sabina (1979) y Río abajo (1984), aparte de otro, rodado para TVE en 1967 y reducido a un corto por la censura (Miau). Menos de diez horas de proyección en 24 años no es, realmente, mucho, aunque también es cierto que la mayor parte de ese tiempo aparentemente "libre" ha estado muy ocupado para Borau: sus películas más personales han supuesto años de trabajo y preparativos; varios proyectos, minuciosamente elaborados, no han llegado a ver luz por falta de financiación; además, Borau ha tenido que ganarse la vida, que fundar una productora, que conseguir fondos haciendo publicidad, y ha colaborado en la financiación y en los guiones de varias películas de otros directores, en general más jóvenes y casi siempre "debutantes". En conjunto, la inversión de tiempo, trabajo, ilusión y esfuerzos varios que ha requerido cada plano rodado por Borau es inverosímil, y puede que explique, al menos en parte, su valor: cuando algo sale tan caro, no se hace a la ligera, ni de cualquier manera, ni por capricho.

Tanto la breve práctica de fin de estudios -muy superior al promedio de lo que conseguían los titulados de la E.O.C. de la época- como el primer largo, del que puede uno darse por satisfecho con que no sea vergonzoso, son obras de aprendizaje, que no tienen demasiado que ver con las posteriores y de las que se puede prescindir: su desconocimiento no supone impedimento alguno para la comprensión del cine de Borau, y su visión aporta poco. No cabe decir lo mismo, en cambio, de una película en la que, aunque su nombre sólo figure a título de productor y coguionista, Borau tuvo una intervención decisiva, hasta tal punto que no debe ignorarse si se quiere estudiar su carrera cinematográfica con un poco de amplitud. Se trata, por supuesto, de Mi querida señorita (1971), realizada por Jaime de Armiñán pero inexplicable si no se tiene en cuenta la activa participación de Borau en todas las fases de su elaboración. No se trata de privar a Armiñán de la que es, con mucho, la mejor de las películas que ha firmado, sino de dar al César lo que es del César y no amputar a la cuantitativamente reducida filmografía de Borau de una de sus piezas fundamentales, sin duda la más insólita e intrigante con la que ha tenido, de cerca o de lejos, algo que ver. Las restantes películas -cortas o largas- producidas por Borau, casi siempre con su aportación como guionista, en ocasiones como "supervisor" no son necesarias para entender su trayectoria cinematográfica, incluso si tienen tanto interés como Un dos tres... al escondite inglés (1969) de Iván Zulueta (escrita por Jaime Chávarri, y firmada por imperativos sindicales por Borau), Camada negra (1977) de Manolo Gutiérrez Aragón o El monosabio (1977) de Ray Rivas, que guardan poca o ninguna relación con el resto de su obra, salvo Camada negra, que tiene puntos de contacto con Furtivos, sin duda debidos a la intervención de Gutiérrez Aragón como coguionista con Borau de ambas.

Es difícil analizar el estilo de un cineasta que aspira a la "invisibilidad" de la cámara y que, además, pasa años sin hacer películas, de modo que no deja huellas filmadas de su evolución. Es evidente que entre Crimen de doble filo y La Sabina hay una gran distancia, pero no muy superior a la existente entre ésta y la inmediatamente -cuatro años- anterior, Furtivos, o entre ésta y la temporalmente menos distante -dos años- Hay que matar a B. A pesar de esos "saltos" estilísticos, en parte consecuencia del tiempo transcurrido entre una y otra película, en parte debidos a la propia concepción del cine que propugna Borau, toda su obra tiene una base común, un planteamiento que, en su flexibilidad, ha permanecido inmutable, y que ha dado lugar a no pocos malentendidos, entre los que destaca su pretendido carácter "americano", etiqueta que, más allá de la mala intención ideológica con que se lanzó hace casi diez años, ha servido para tratar a este director de "discípulo" -aunque sea aventajado- de los grandes maestros clásicos americanos, y que descansa en una idea muy superficial de lo que constituye la esencia de ese cine americano, con el que Borau, en el fondo, tiene muy poco que ver, aunque lo conozca, comprenda y admire. Esperemos que su película "americana" -rodada en Texas y con actores de Hollywood- Río abajo/On the Line ponga de manifiesto, con toda evidencia, lo mucho que separa a Borau de los narradores americanos; y no por expresa voluntad del cineasta español, sino porque, como sus últimas películas son real y plenamente suyas, y él no es americano, tampoco éstas lo son. Es una cuestión que va más allá del "estilo", puesto que lo determina: es una diferencia de personalidad, de carácter, incluso, si se quiere, de pudor, ya que mucho de lo que separa a Borau del cine americano -incluso del pasado-, y más todavía del cine actual de cualquier procedencia, se debe a que siente auténtica vergüenza ajena al ver ciertas cosas y es totalmente incapaz de hacerlas, a sabiendas del riesgo que supone rehuir las convenciones establecidas, vigentes y ampliamente aceptadas por distribuidores y público.

Porque nada tiene de oscuro, raro, complicado o barroco el estilo de Borau, un estilo que ni siquiera se presenta como tal, que no quiere atraer la atención. Por el contrario, una de las virtudes de Borau consiste en hacer películas muy raras que parecen muy normales, en contar historias enormemente complejas con tal claridad que al espectador se le antojan simples y lineales, en conseguir que las películas sean accesibles para cualquiera, sin que ello suponga condescendencia alguna por su parte, sino un tremendo esfuerzo de síntesis y precisión que les confiere una apariencia de sencillez. Borau es todo lo contrario de esos directores que, de salida o con el tiempo, se "fabrican" un estilo, y que luego buscan o traman historias que permitan aplicar ese método; en su caso, cada historia exige un tratamiento, y si entre sus películas hay un parentesco subterráneo innegable se debe a que los personajes y las situaciones en que se encuentran son producto de su imaginación.

Porque Borau sigue fiel a un principio básico del cine narrativo hoy un tanto olvidado; no le importa tanto qué pueda suceder -por espectacular y dramático que sea- en una escena, sino a quién le ocurre. Es un creador de personajes, de cuyo comportamiento inteligible se hace responsable: es decir, que no serán nunca -por opacos y misteriosos que puedan parecer a primera vista- meros títeres de una intriga, ni peones de una batalla, ni algo así como el "máximo común denominador" de cualquier colectivo, sino encarnaciones verosímiles -en contacto con la realidad aunque no sometidas a ella- de seres de ficción, que cobrarán, como bien sabían Unamuno y Baroja, una especie de "vida propia", una relativa autonomía -la que exige su coherencia interna- que no permite que sean manipulados ni siquiera por su propio creador (al servicio del relato o, menos aún, de imperativos oportunistas comerciales o ideológicos). Se tiene la sensación, por eso, al contemplar sus vicisitudes en la pantalla, de que son libres, de que pueden en cualquier momento sorprendernos con un cambio de actitud o atreviéndose a hacer algo que hasta entonces no habían osado. Además, todo hace pensar que a Borau le fascina tanto esa posibilidad de cambio como le aburren los autómatas teledirigidos o como le repugnaría violentar la conducta de los personajes para conseguir una película más normal o cómoda; de hecho, apostaría que hace películas precisamente porque quiere mostrar este tipo de personajes y contar sus historias, sin importarle cómo sean las películas, siempre que el carácter de ésta responda al de los protagonistas y sea consecuencia de sus actos. Parece, pues, como si, una vez concebidos, y lanzados al mundo -materializados en la pantalla, con unos rostros y unos cuerpos determinados- fuesen ellos quienes, viviéndola, escribiesen su historia, y obligasen, hasta cierto punto, al guionista a dejarles comportarse de un modo y no de otro, y al director a mirarles de una cierta manera, con ese respeto que es una de las características esenciales y más distintas de la forma de ver el mundo de Borau.

Por eso, no es de extrañar que la piedra angular del cine de Borau sea el elemento más inasible, más difícil de comentar y explicar, de toda "puesta en escena" digna de tal nombre: la dirección de actores. Dirección que empieza en el momento mismo de su elección, pues influye en el guión y en el modo de estar -si no de ser- de los personajes, y que termina, a menudo, mucho después de concluir el rodaje, en la soledad de una sala de doblaje. Esta circunstancia hace particularmente arriesgadas las películas de Borau, ya que, por muy trabajado que esté el guión, por meditado que esté cada suceso, por mucho que haya tratado de eliminar explicaciones innecesarias y de comprimir en cada imagen ese tipo de datos que, aunque decisivos, deben quedar discretamente implícitos, el éxito de la empresa depende, en una medida superior a la media, del rodaje, del acierto en la elección de los intérpretes y de la capacidad de Borau para comunicarse con ellos y canalizar sus energías teniendo en cuenta lo que la captación de esa escena por la cámara dará como resultado en pantalla.

De ahí otro de los rasgos más decisivos y menos perceptibles del estilo de este cineasta: la precisión. Pocos quedan ya tan conscientes como él de la importancia que tiene -aunque el espectador no se dé cuenta y sea inconsciente del origen de las sensaciones que experimenta- el tamaño correlativo de cada plano, el encuadre y el ángulo de toma, la exclusión o inclusión en campo de una parte del decorado y de otros personajes. Pero hay que advertir que esta obsesión por el encuadre no tiene nada de esteticismo; lo que cuenta no es su belleza, sino su exactitud, su sentido, su funcionalidad. Por eso se trata de una precisión extraña y progresivamente aliada a la flexibilidad. En La Sabina y Río abajo no queda el menor vestigio de la leve rigidez detectable en Hay que matar a B., posiblemente porque Borau se siente cada vez más seguro de sí mismo y de su intuición, por lo que se atreve a apartarse, si viene al caso, del esquema trazado -a menudo con dibujos de cada plano- para rodar la escena. Ni qué decir tiene que esta mayor adaptabilidad a los hallazgos del momento y a los azares de la interpretación ha permitido reforzar la sensación de libertad de los personajes, a través de una mayor naturalidad de los actores, que cada vez parecen más relajados y menos dedicados a representar su papel y más identificados, en cambio, con los seres a los que se han encargado de dar vida. Claro que esa flexibilidad hace el estilo de Borau más difícil de identificar, todavía menos llamativo: es relativamente fácil advertir la precisión casi matemática de la planificación de Hay que matar a B. , o el vigor expresivo de las composiciones de Furtivos, mientras que cuesta mucho calibrar la adecuación perfecta de los movimientos de cámara y la longitud de los planos de La Sabina a la progresión de cada escena, o la sintonía entre la seca dureza de las imágenes de Río abajo y la historia que se nos está contando.

Historias, todas las de Borau, en definitiva de amor. Aunque no lo parezca, ni sea ese el aspecto que más llame la atención de los espectadores, ni tampoco el que la publicidad suela destacar -con razones comprensibles, dicho sea de paso-, el núcleo de todas sus películas es una difícil y marginal relación amorosa, establecida siempre entre un hombre -joven o no- menos maduro y realista que la mujer de la que se enamora, inmediatamente y sin darse cuenta de hasta qué punto; mujer que suele ser, además, fuerte y resistente, más dura y flexible y mucho más libre, aunque él suela creer lo contrario. Estas relaciones acaban mejor o peor, según las circunstancias y el carácter de los personajes, e influyen decisivamente en cuanto hacen, aun cuando sea esto otro lo que ocupe el primer término de la narración o un mayor metraje de la película. Y no es casual, tampoco, que lo principal de las películas de Borau se mantenga siempre al fondo o en los bordes de la historia que cuentan: no sólo por su aversión al enfatismo y a la explicitud, ni por esa especie de timidez o pudor que reflejan siempre hacia la intimidad de los personajes -una muestra más de respeto hacia ellos y hacia el público-, sino porque tampoco el corazón se ve a simple vista, porque lo más profundo no debe estar en la superficie y porque la marginalidad, como la frontera, son dos conceptos básicos de todo su cine, con lo que suponen de exclusión, de exilio, de soledad, de persecución, de furtividad. Casi todos sus personajes están o se ponen al margen de la ley, o actúan fuera de ella; hasta en su propio país, se sienten exiliados, sin rumbo o sin raíces; están siempre al borde de una decisión que supondrá un cambio drástico en sus vidas, de una elección que ya han hecho pero que temen poner en práctica; la presión social o familiar hace que siempre tengan que actuar a escondidas, con disimulo o en secreto, lo que introduce en su comportamiento un elemento de angustia e inquietud, de inseguridad, muy acusado. Viven en precario, pendientes de un hilo... lo que sucede es que Borau no explota dramática ni sentimentalmente esa situación, no la subraya siquiera, por lo que a veces se le ha atribuido una frialdad de tratamiento que no responde a la realidad, sino, una vez más, a ese afán de no abusar de la confianza de los espectadores y de no aprovecharse de los personajes que tanto le separan del grueso de los cineastas actuales.

Porque la marginación de los personajes de Borau, solidariamente asumida por sus películas, amenaza al propio cineasta. No es normal, en efecto, que a los 54 años un director "consagrado" -con cierto renombre y varias películas importantes en su haber- se encuentre en la misma situación que un debutante cualquiera en el momento de presentar Río abajo, su cuarta obra totalmente personal. En el fondo, Borau se ha convertido en un eterno debutante: cada película supone tal riesgo, un empezar desde cero -o desde bajo cero- económicamente, que parece como si cada cuatro o cinco años hiciese su "opera prima". En ese hacer cada película como si fuese la primera, y, al mismo tiempo, como si pudiera ser la última, radica, tal vez, la fuerza y la necesidad, la exigencia y el rigor del cine de José Luis Borau.

En “Cine español 1975-1984 : 1ª Semana de Cine Español : Murcia 1984”. Murcia : Aula de Cine, Universidad, febrero de 1984.

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