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lunes, 2 de junio de 2025

The Naked Spur (Anthony Mann, 1952)

Colorado Jim (The Naked Spur) es, ante todo, una lección de economía. Cinco actores, un paisaje, una montaña. Cinco personajes, un itinerario. Sus relaciones, cargadas de tensión, de humor, de desconfianza, de afecto (según las personas, según los momentos). Todo ello en acción durante hora y media: una historia, una película. No hace —o no hacía— falta más, ni a más aspiraba Anthony Mann.

El resultado es algo extraordinario. Insólito ahora, ya entonces infrecuente con ese grado de perfección. Nada sobra, todo es preciso (exacto y necesario). La progresión, aunque no es uniforme (se niega con el ritmo) ni unidireccional (porque hay fluctuaciones en las alianzas que establecen entre sí los personajes, se van conociendo mejor, cambian ellos mismos en su interior), es implacable. No hay premura, sino calma; no hay atropellamiento, sino claridad; pero no hay pérdida de tiempo ni de espacio: no sobra un plano, ni hay superficie muerta en el interior del encuadre, ni gestos vagos o subrayados, ni divagaciones. Hay humor en los diálogos, pero también parquedad: los personajes son lacónicos en general, y cuando hablan —los que lo hacen— tratan de persuadir o distraer a los demás, no de dar información a unos espectadores con los que, obviamente, ellos no cuentan. Lo que tampoco significa que Mann y sus guionistas no tuviesen presente la existencia del público al que estaba destinada la película, del conjunto de personas a las que se quería narrar esa historia, sino, simplemente, que entonces estaba muy clara la posición del espectador, su sitio, y las relaciones entre éste y la película.

La ficción —que no parece preexistente, destinada a su ilustración cinematográfica, sino que se teje ante la cámara, ante nuestros ojos, a medida que transcurre la película— que nos cuenta puede resultar más o menos apasionante: es una cuestión puramente subjetiva. No es, desde luego —sobre todo hoy—, demasiado original: se parece a otras varias, y es de una extremada sencillez. No puede ser más lineal, y se cuenta en dos frases. La película, en cambio, no se puede contar: cualquier tentativa de paráfrasis verbal no sólo exigiría demasiadas páginas, sino que incurriría en tales simplificaciones y esquematismos que traicionaría escandalosamente lo que de verdad sucede en la pantalla. Esto es obvio, o debiera serlo, pero me temo que se ignora o se ha olvidado, y que puede que se esté haciendo urgentemente necesario volver a empezar por el principio: explicar de nuevo que no es lo mismo filmar un gesto en primer plano que en plano general, que se mueva la cámara o que permanezca inmóvil, que se desplace el objetivo hacia el actor o que éste se aproxime a la cámara. Así se vería cómo Mann, en lugar del zoom con que ahora se nos obsequiaría para destacar el gesto de sobresalto o de decisión de violencia de un actor, se acuerda de la lección de los primitivos y logra con mayor fuerza y limpieza ese fin haciendo que sea James Stewart el que se acerque un poco hacia la cámara, sin que ese movimiento resulte arbitrario o forzado, sino parte de esa reacción que quería el director que observásemos. De ese modo, además, es la acción (del propio personaje) lo que añade matices, no la cámara (el director).

La sabiduría necesaria para conseguir tanto con tan pocos medios permite también escoger con acierto éstos: Stewart, Janet Leigh, Robert Ryan y Millard Mitchel eran, desde luego, idóneos; Ralph Meeker, que no lo era a priori, está perfecto en su papel. Bastaba con que uno de los cinco no funcionase para que el edificio se derrumbase. Pero se precisaba también una construcción lógica y rigurosa, como la de un buen ejercicio de teatro de cámara. Lograda ésta, me imagino que no por ciencia infusa ni inspiración sobrehumana, sino mediante el trabajo autocrítico y paciente de analizar cada escena y eliminar del guión todo lo que no fuese imprescindible, cabía el riesgo del teatralismo, salvado del modo más simple y contundente: toda la acción se desarrolla en exteriores, a campo abierto, y en un acto único, sin más divisiones que la alternancia entre escenas de marcha y escenas de reposo, en general nocturnas, cada vez que hacen un alto en el camino. Por otra parte, no hay lugar para la monotonía: comienza la película con Stewart en solitario; pronto se le suma Mitchel; después se topan con Meeker, que decide seguir con ellos; encuentran juntos a Ryan y Leigh; de los cinco, al final quedan dos supervivientes, y entretanto ha pasado de todo: ataques indios, engaños y traiciones, celos, un enamoramiento, un duelo a muerte.

Anthony Mann se limitó, sin duda, a hacer bien su trabajo. No tenía más pretensiones. Estoy seguro de que no pensó en la posteridad ni en la historia del cine. No creo que aspirase a enseñar nada, ni a innovar dentro del género, ni a hacerse millonario, ni a obtener una obra maestra. Se nota, en cambio, que disfrutó haciendo la película. Tal vez por eso, Colorado Jim sigue hoy, treinta años después, tan viva como pudiera estarlo entonces, y resulta, además, una muestra admirable de lo que un cineasta con talento era capaz de hacer con los mínimos elementos.

En Casablanca nº 34 (octubre de 1983)

viernes, 15 de diciembre de 2023

Devil's Doorway (Anthony Mann, 1950)

El excelente guión original de Guy Trosper es histórica y geográficamente exacto: en Wyoming , en 1870, se dieron situaciones como las que narra La Puerta del Diablo. Era el único Territorio que permitía que las mujeres ejerciesen la abogacía (lo que explica el personaje de Paula Raymond); con el decreto de inscripción de propiedad llegaron numerosos ovejeros y los indios Shoshone —convertidos, por razones misteriosas, en Navajos en la V.E.— fueron desposeídos de sus tierras, incluso después de que muchos, como Lance Poole (Robert Taylor), hubiesen combatido en la Guerra de Secesión (naturalmente, junto a los federales anti-esclavistas) (Recomiendo la lectura, al que pueda, del artículo de Stephen Handzo Throug the Devil’s Doorway: The Early Westerns of Anthony Mann, publicado en Bright Lights Vol. 1, N.° 4, Summer 1976.). Este guión combina, con una perspicacia que para 1949 resulta sorprendente, la marginación sexual (nadie confía en una mujer como abogado) y la racial (Lance es considerado un «protegido del Gobierno», no un ciudadano; no puede tener ni adquirir tierras, ni beber alcohol), desarrollando el drama del optimista que cree que —luchando en una guerra que no era en realidad la suya— ha hecho méritos para ser aceptado por la sociedad blanca; que Intenta integrarse en ella (ropa, nombre, modales, costumbres públicas, negocios); que luego trata de recurrir a la ley, y se encuentra con que la ley le margina y no es justa; que trata de negociar y ve que le hacen trampas; y que finalmente decide, aun consciente de que no tiene posibilidad alguna de éxito, recurrir a la violencia y volver a ser, al menos para morir, un indio. Cierto que se trata de una serie B muy modesta, y que no tuvo la resonancia de Flecha rota (1950) de Daves, pero sorprende que Trosper y Mann lograsen hacer un film tan «negro» (hasta la admirable fotografía de John Alton y los claustrofóbicos interiores, con techos en contrapicado y profundidad de campo sistemática, contribuyen a este efecto, creciente según avanza la acción), tan pesimista, tan violento y tan sin concesiones.

Se trata del primer western de Anthony Mann, luego autor de The Furies, Winchester'73, Bend of the River, The Naked Spur, The Far Country, The Man from Laramie, The Last Frontier, The Tin Star, Man of the West y Cimarrón.

En "Dirigido por" nº63, abril-1979

viernes, 1 de diciembre de 2023

Anthony Mann, el gigante modesto - Festival de San Sebastián 2004. Retrospectiva

Contrariamente a otros directores de su generación, Anthony Mann no tuvo la suerte o la desgracia —nunca se sabe— de ser sobrevalorado. Por eso el paso del tiempo, los años transcurridos desde su muerte —prematura, mientras terminaba Sentencia para un dandy, quizá su película menos vista y más desatendida—, no han hecho sino acrecentar su figura, que se muestra retrospectivamente, frente a muchos coetáneos más celebrados, y no digamos frente a sus posibles sucesores, como verdaderamente ejemplar.

Se conocían en España —y no era fácil olvidarlos— casi todos sus westerns; con todo, había excepciones, como The Last Frontier, y varios —Cazador de forajidos, La puerta del diablo—, en blanco y negro y estrenados con retraso, se habían visto sepultados con el lejano Las furias en algún rincón del olvido; es seguro que muchos jóvenes aún no conocerán Colorado Jim u Hombre del Oeste. Se menospreció —“reduciéndolo” a un western medieval, en lugar de situarlo en el mismo territorio épico recorrido por Winchester “73 u Horizontes lejanos, Tierras lejanas o El hombre de LaramieEl Cid, que hoy parece difícil no reconocer como una obra maestra. Se despreció su complemento, la majestuosa La caída del Imperio Romano, que, como la precedente, hablaba de la política internacional de los Estados Unidos del momento, y apuntaba sus posibilidades y sus riesgos antes y después del asesinato de John F. Kennedy. Ni caso se hizo de la nada despreciable Los héroes de Telemark, ni de su obra postrera, con la excusa de que Laurence Harvey rodara algunos planos.

No hablemos de su primera etapa, de modestas series B de aprendizaje pero llenas de ideas, de hallazgos visuales, de fuerza dramática, de sobriedad, de precisión. Y de modestia, de seriedad en el ejercicio de su oficio. Menores, sí, pero aún vivas, ponen los cimientos de una segunda etapa, aún confinada en la pobreza, pero de prodigiosos logros formales, a veces asistido por el gran fotógrafo John Alton: son películas más o menos policiacas, con nada subrayados ni demagógicos apuntes sociales, más sombrías que “negras”, de ritmo trepidante, que hoy pueden descubrirse tan frescas como en los años 40, y entre las cuales una de las más fascinantes y precursoras ni siquiera lleva su firma, aunque todo el mundo supo siempre quién fue el verdadero artífice de He Walked by Night. Y hay otros tesoros ocultos en su filmografía, unos muy vistos —pero sin prestarles la debida atención—, como su biografía de Glenn Miller, otros recónditos, como The Tall Target o Reign of Terror/The Black Book, que debieran deparar gratas sorpresas.

Se asocia a Mann con el Oeste, James Stewart, el paisaje y el color. Cierto, pocos se sirvieron del género y sus escenarios, de la pantalla ancha y del talento de un actor en el que Anthony Mann supo descubrir nuevas facetas, filones más duros, y una ambigüedad que, en paralelo, también exploró Hitchcock. Pero sería injusto olvidar que fue uno de los máximos orfebres del blanco y negro, que en la pantalla cuadrada anterior a 1953 lograba introducir con nitidez una cantidad asombrosa de detalles y elementos —como quizá sólo Mizoguchi—, que fue uno de los que, más que aprovecharlo, hicieron madurar el género por excelencia del cine americano, y antes hizo lo propio con otro de los más característicos, el thriller. Hoy que se encuadra con descarado descuido y se proyecta sin respetar el borde, cada una de sus películas es una lección de cómo delimitar el campo de visión y componer la imagen para que sea significativa y cobre en ella sentido, por cómo lo vemos, cuanto ocurre. Nunca cuidó su propia imagen, no prodigó declaraciones, se limitó a trabajar cuanto pudo, lo mejor que supo, y consiguió así una obra que, a pesar de raros altibajos y algunas manipulaciones, se mantuvo siempre al borde de la excelencia, sin dejar de aspirar a ella. Hizo una de las mejores películas sobre la guerra, Men in War (aquí grotescamente rebautizada La colina de los diablos de acero), y una adaptación de Erskine Caldwell, God’s Little Acre, que eran verdadero cine independiente, ajeno a las pautas de Hollywood, antes de despedirse de su género predilecto (y de Gary Cooper) con una de sus últimas cumbres, Hombre del Oeste, y de partir para Europa, donde terminarían sus días, tras chocar con el productor de Cimarrón, fracaso lamentable pese a fragmentos memorables, y verse reemplazado por Kubrick en Espartaco tras rodar algunas escenas extraordinarias.

En "El Cultural", 16/09/2004

martes, 12 de septiembre de 2023

The Man From Laramie (Anthony Mann, 1955)


¡Qué grande es el cine! (06/11/2000)

Debate en torno a la película ‘El hombre de Laramie’ de Anthony Mann (1955). Con José Luis Garci, Juan Cobos, Juan Miguel Lamet y Miguel Marías.

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Han pasado unos 44 años, pero todavía recuerdo tan vívidamente como si fuese ayer la primera vez que vi, en el desaparecido cine Príncipe Alfonso, en la madrileña calle de Génova, El hombre de Laramie de Anthony Mann.

No es algo que me suceda con todas las películas, lo que revela hasta qué punto me impresionó. Y he de decir que esa sensación de descubrimiento que sentí entonces se ha renovado con creciente asombro cada una de las ocho o nueve veces que la he vuelto a ver desde entonces, muy de tarde en tarde, ya que no es una película que circule demasiado, y menos en las condiciones adecuadas, en su formato, no digamos en pantallas de las dimensiones adecuadas.

No puedo asegurar que fuese la primera película que veía en Cinemascope, pero debió ser mi encuentro sensible con ese entonces nuevo formato, la primera ocasión en que me percaté de las posibilidades nuevas que, en manos de un cineasta con talento para la composición horizontal, encerraba la pantalla ancha.

Nunca antes el paisaje - no particularmente hermoso, bastante seco y árido en este caso -, el propio espacio, me habían resultado de tanta importancia, tan reveladores y significativos, como en esta película.

Es sabido - o, mejor, se supo y quizá se haya olvidado – que Anthony Mann, el director de El hombre de Laramie, se cuenta entre los cineastas que más a fondo, mejor y más sobriamente han empleado en sus obras el paisaje, y uno de los que, desde el primer momento, se han servido con más acierto del formato en cuestión. Lo cierto es que no hizo muchas en los dos primeros años del Cinemascope; quizá sea esta, o Strategie Air Command si es inmediatamente anterior y no un poco posterior, la primera, y hubo que esperar tres años más para poder asistir a su esplendor absoluto en Hombre del Oeste y después ya en casi todas las que consiguió hacer: CimarrónEl CidLa caída del Imperio Romano, la menor Los héroes de Telemark, la póstuma Sentencia para un dandy.

Pero he de advertir que El hombre de Laramie no fue sólo una revelación estética, o espacial, o geológica casi. Unidas inextricablemente a mi primera experiencia de El hombre de Laramie han quedado ciertas sospechas, ciertos descubrimientos hechos por mí gracias a su mediación: la crueldad, el odio, la violencia; la indignación, la impotencia, la reacción no menos violenta que provoca la injusticia, la necesidad de contenerla y esperar; lo peligrosos que pueden ser los hombres débiles y cobardes, como el que encarna con antipática exactitud Alex Nicol; lo malos que pueden - o suelen - ser los tontos, contrariamente a ese dicho que trata de tontos a las personas consideradas "demasiado buenas", porque además de mala voluntad, tienen la desventaja sobre los malvados inteligentes de resultar ilógicos e imprevisibles, y por tanto doblemente peligrosos como enemigos.

Todo esto, como tantas otras cosas, lo aprendí o intuí por vez primera a partir de la visión de una película, en este caso El hombre de Laramie. Es algo que muchos de mi generación debemos a las novelas y al cine, quizá sobre todo porque, al no proponerse enseñarlo, ni ser obras didácticas o utilitarias, estábamos más dispuestos a aprender de ellas lo que, simplemente, permitían deducir. Si se quiere, eran relatos que nos resultaban útiles porque dejaban sacar conclusiones, porque permitían ver con más precisión lo que en la vida real resultaba turbio, ambiguo, contradictorio, confuso, menos claro. No es que, como pretenden los que no han compartido este amor por libros y películas, y desdeñan tan poco "científico" método de aprendizaje, confundiésemos la realidad y la ficción, pues sabíamos muy bien y sin necesidad de que nadie nos lo advirtiese que no eran lo mismo, de la misma manera que nunca hemos tomado un plano por una ciudad ni hemos confundido un mapa con un país o un continente, ni un globo terráqueo con el mundo entero, ni una foto con la realidad en ella captada.

Lo que sucede es que las películas, como realidades interpretadas que son, vistas por otra persona, simplificadas y resumidas a lo esencial, servían - precisamente como un plano, como un mapa o una maqueta - de guía, de modelo reducido de ese mundo que no comprendíamos del todo, y nos enseñaban así a mirar, a ver en determinados personajes su parecido con ciertas personas, a observar su conducta, a interpretar sus verdaderas intenciones, a orientarnos.

Por eso, no importa que se trate de una película cuya acción se situaba muy lejos en todos los sentidos de la España urbana de los 50, cuyos hechos ficticios pero verosímiles habían acaecido 90 años antes y miles de kilómetros al Oeste de Madrid, como sucede con tantos westerns: eran enseñanzas universalmente válidas y universales las que obteníamos - sin proponérnoslo, de propina - de obras maestras como El hombre de Laramie.

No es, como puede parecer, un western convencional. Cuenta con un guión sumamente elíptico y conciso, que va poco a poco desvelando el misterio que desde el comienzo insinúa a través de las historias personales - tácitas, secretas - de varios personajes, cada cual en su trayectoria, que sólo ocasionalmente se cruzan o chocan. Su estructura primaria, casi subterránea, es más la de un film "negro" que la más habitual en el western clásico; incluso dentro del subgénero de los westerns de venganza - como los de Fritz Lang o los de Hathaway -, se trata de un guión lleno de originalidad, en el que no aparece una construcción férrea y predeterminada, sino más bien una suerte de captación azarosa, casi casual, a veces deductiva, a veces por presentimientos, dibujada mediante trazos sueltos, de una serie de vidas que siguen su rumbo respectivo con autonomía, independientemente de lo que suceda a los demás, no a impulsos de la voluntad del guionista. Es, en cierto sentido, como si se hubiese aplicado al western la visión neorrealista de la realidad y de los acontecimientos; por eso tienen tanta consistencia, tanta presencia, hasta los menores y más episódicos personajes, incluso los que parecen menos dotados de voluntad, como el cotilla, borrachín y mercenario encarnado por Jack Elam, o el sheriff que interpreta James Millican, no digamos ya Wallace Ford, Donald Crisp, Aline MacMahon, Alex Nicol, Arthur Kennedy y Cathy O'Donnell, que impiden que James Stewart se erija en protagonista absoluto de la película, en héroe mítico y legendario. Es, más bien, el forastero que viene a indagar algo y que turba la tranquilidad sumisa de un lugar.

No hay, por eso, atisbo alguno de puerilidad en esta película, sin duda destinada a un público adulto, no ingenuo, no infantil. No es una película de tiros y cabalgatas, sino de personas inteligentes y con cierto grado de conciencia moral, que tienen dudas y problemas, que vacilan antes de actuar, que arrastran un pasado y unas ambiciones, que se comportan con coherencia psicológica. Por eso los diálogos son, dentro de su laconismo, sumamente buenos e inteligentes, y sirven para ir completando la caracterización de personajes que no son de una pieza, sino más complejos de lo que a primera vista aparentan o simulan, unas veces por pudor, otras por timidez, otras por temor, algunas por astucia.

Ya sé que no lo parece, pero si se analiza atentamente, en visiones reiteradas y seguidas, se puede descubrir que El hombre de Laramie es un raro prodigio narrativo, que cuenta en muy poco tiempo muchas cosas, sumamente complejas, y sin simplificarlas demasiado, dejando que sea el comportamiento y la conducta de los personajes la que los explique.

Texto escrito como preparación para su intervención en la sesión de “¡Qué grande es el cine!” emitida el 6 de noviembre del 2000.

miércoles, 28 de junio de 2023

En memoria de un hombre del Oeste: Anthony Mann

Anthony Mann nació en el que sería el escenario de sus mejores obras: California. Allí, en San Diego, el 30 de junio de 1906, empezó a vivir un hombre al que sus aficiones y el azar llevaron a hacer cine. Y, como la mayoría de los cineastas americanos, Mann ha dirigido westerns, pero no como cualquiera: los de Anthony Mann se encuentran entre los mejores que se han realizado. Como la mayor parte de los directores americanos, trabajó mucho y trató todos los géneros, unos con más y otros con menos fortuna. Como muchos de los más grandes de su generación (Ray, Aldrich, etc.) vino a Europa recientemente y cayó en una crisis creativa temporal. Pero, con menos suerte que los demás, Anthony Mann ha muerto, de pronto, en un hotel de Berlín, el 29 de abril de 1967, cuando iba a empezar una nueva película. Ha muerto, pues, casi «con el visor puesto».

Este artículo no pretende ser ni un estudio — irrealizable por falta de conocimientos y de espacio — sobre su obra ni una nota necrológica, sino simplemente el elogio de un aficionado al cine, de un admirador de Anthony Mann, que lamenta su muerte, sobre todo cuando aún tenía muchos años de vida activa por delante, cuando aún podía habernos dado las que serían sus mejores obras. Tenía, por ejemplo, el proyecto de un nuevo western, que sería, además, un saludable regreso a los Estados Unidos.

Su primer western, obra muy subestimada, es uno de los de mayor importancia histórica, pues, antes o al tiempo que Daves con su admirable Flecha rota, Mann fue el primero en tomar la defensa de los indios en La puerta del diablo (Devil’s Doorway, 1950), donde no sólo el protagonista Lance Pool (Robert Taylor), era un indio (desde cuyo punto de vista se estructuraba la puesta en escena), que se veía explotado y atacado por los hombres de negocios blancos, ante lo cual recurría a la justicia, y sólo, cuando no quedaba otro remedio, a la violencia, sino que además es el primer western que trataba de la incorporación de la mujer a la vida activa, a la vida pública, compitiendo con los hombres en la sociedad casi exclusivamente masculina del Oeste americano: Paula Raymond era una abogada que toma la defensa de Pool, y que se enamora de él.

Su segundo westernWinchester 73 (Winchester ’73, 1950), es el primero en reunir uno de los más justamente célebres equipos de producción del cine americano y del cine a secas (pues estos equipos sólo existen en el americano): el director Anthony Mann, el productor Aaron Rosenberg, el guionista Borden Chase, el actor James Stewart, varios secundarios, los fotógrafos William Daniels e Irving Glassberg y los músicos Joseph Gershenson y Hans Salter. Winchester 73Horizontes lejanos (Bend of the River, 1951) y Tierras lejanas (The Far Country, 1954), a las que pueden unirse, por su común intérprete, aunque en vez de ser de la Universal sean de MGM y Columbia, respectivamente, Colorado Jim (The Naked Spur, 1953) y El hombre de Laramie (The Man from Laramie, 1955), que es para mí, no sólo la obra maestra de Mann, sino, junto a Centauros del desierto (The Searchers, 1956), Río Rojo, (Red River, 1948), Wagon Master (1950), La pradera sin ley (Man Without a Star, 1954) y Hombre del Oeste (Man of the West, 1958), de Ford, Hawks, Ford, Vidor y Mann, uno de los mejores westerns de la Historia del Cine.

Siguiendo en el Oeste, hay que lamentar que no se haya estrenado The Last Frontier (1956), y pedir su estreno, señalar la importancia The Furies (Las furias, 1950) y The Tin Star (Cazador de forajidos 1957), y la genialidad del Hombre del Oeste, del que Godard dijo que "es el film más inteligente al tiempo que el más sencillo", espléndida definición del arte del "poeta de la montaña", al que se debe también uno de los mejores films de guerra: Men in War (La colina de los diablos de acero, 1957), que es una de las máximas demostraciones de la acertada frase de su guionista Philip Yordan sobre Mann: "Dadle una montaña, una llanura, él os colocará la cámara en el lugar más adecuado y os mostrará esa montaña, esa llanura, como nadie había sabido hacerlo antes que él".

Recordemos, pues, en Mann, no al autor de La caída del Imperio romano o, sobre todo, de Los héroes de Telemark (aunque sí de un digno El Cid pese a Bronston), sino al hombre que dio vida a Lance Pool y Ann Masters, a Lin McAdam, Waco Johnny Dean, Dutch Henry Brown o High Spade Charlie Wilson, Glyn McLyntock y Emerson Cole, Will Lockhart o el teniente Benson y el sargento Montana, Link Jones o Billie Ellis, Dock Tobin y su banda, Yancey Cravat y Sabra.

El Hombre del Oeste ha muerto, pero sus hombres y mujeres del Oeste, y no sólo del Oeste, vivirán siempre, porque Anthony Mann los hizo inmortales.

Publicado en El Noticiero Universal (4 de mayo de 1967)

lunes, 19 de junio de 2023

El Cid (Anthony Mann,1961)

Si algo prueba la unidad de España, que este país es una nación, es que todas sus regiones o nacionalidades comparten los mismos defectos, característicamente hispanos, y no en vano llamados vicios «nacionales»: la envidia, el desprecio de lo propio —no, ciertamente, de la propiedad— y un nacionalismo exacerbado e inoportuno, que se manifiesta lo mismo a cuento de un partido de fútbol que, en el caso que ahora nos concierne, del tema de una película. Son tres «virtudes» complementarias, estrechamente interrelacionadas, que resume una expresión popular bastante graciosa: somos como «el perro del hortelano», que ni come ni deja comer.

Aquí a ningún director se le ocurre hacer películas sobre las figuras históricas o legendarias —sólo recuerdo que Mario Camus tenía un proyecto sobre las guerras entre cántabros y astures que, seguramente, nunca realizará—, y no creo que ni un solo productor estuviese dispuesto a financiárselas, pero como algún extranjero tenga la osadía y el descaro de tocar, por respetuosamente que sea, lo que de pronto se convierte en nuestro preciado patrimonio nacional, ¡ay de él!, porque dará lo mismo que aproveche con talento y acierto el material que nosotros desperdiciamos: en cualquier caso, se le perseguirá como intruso, cazador furtivo, colonialista y, para colmo, ignorante, sin tener en cuenta para nada que, al no creer que sabe lo que en realidad desconoce o sólo conoce de oídas, se habrá ocupado de informarse más a fondo que la mayor parte de los españoles. Podrá entenderlo o no, podrá tener éxito en su empeño o fracasar, y en tal medida estará sujeto, como todo el mundo, a la crítica, pero el mero hecho de que el alemán Herzog filme la aventura de Lope de Aguirre o el americano Anthony Mann ruede la leyenda del Cid no suponen un acto de rapiña condenable por principios: más tiempo hemos tenido y más a nuestro alcance estaban sus figuras.

Incluso entre los que aprecian el cine americano y admiran el talento épico de Anthony Mann se produjo una reacción muy curiosa. Está muy bien que John Ford nos diga «print the legend» al final de El hombre que mató a Liberty Valance, pero si la leyenda no tiene a Tom Doniphon y Ranse Stoddard como protagonistas, sino a Rodrigo Díaz de Vivar y Jimena, a Alfonso, Sancho y Urraca, a García Ordóñez, Vellido Dolfos, Alvar Fáñez, Ben Yusuf y Mutamín, ¡ah no!, entonces ya no vale la regla de oro del cine épico; entonces queremos la «verdad histórica» (que nadie sabe a ciencia cierta).

Se le ha reprochado a El Cid, más que a consecuencia de un riguroso análisis estructural o estilístico como fácil deducción «a priori» de los antecedentes —se diría que «penales»— de su director, que era un western. Allá del que desprecie tal género y dé a tal calificativo un sentido peyorativo; lo cierto es que no veo nada que objetar al empleo del estilo específicamente cinematográfico de la épica para tratar un tema que, si se sustituye el siglo XIX por el XI, Texas por España, y pistolas y rifles por lanzas y espadas, podría ser perfectamente el de un western. Imaginemos que, tras Hombre del Oeste y Cimarrón, y antes de abordar la trasposición al género del Rey Lear de Shakespeare con John Wayne, que no llegó a dirigir, Mann hubiese rodado otro western en el que el hijo del antiguo capataz de su rancho (Charlton Heston), enamorado de la hija del sucesor de su padre (Sophia Loren), se ve enfrentado con ésta al dejarla huérfana tras un duelo en defensa del antiguo capataz, acusado por el nuevo de cuatrero, y que luego se ve obligado a huir a otro estado, a consecuencia de su intervención justiciera entre tres rancheros que, a la muerte de su padre, se disputan las tierras heredadas, para, finalmente, combatir a los apaches de Jerónimo tras aliarse con los que siguen a Cochise. Nadie hubiese objetado nada, y es muy probable que esa hipotética película fuese considerada un gran western. Desdichadamente, esa historia —que he relatado muy esquemáticamente, haciéndola más convencional y menos compleja de lo que es— no fue inventada por Philip Yordan o Borden Chase, ni se encuentra en una novela de Ernest Haycox, Louis L'Amour, Zane Grey o Jack Schaefer, sino en el Cantar de Mío Cid. Y ahí empezaron los problemas para Mann, aun antes de hacerla. Recuerdo la saña con que se atacó el hecho mismo de que se fuese a rodar, y los insultos vertidos hacia ella con ocasión de su estreno, tan injustos que alcanzaron no sólo a Sophia Loren —que, aunque aceptable, es lo menos convincente de la película, hoy como entonces— sino incluso a Charlton Heston, notable actor que supo dar al personaje una dimensión mítica y heroica sin por ello privarle de la dignidad, sobriedad y tozudez que su figura requería. Pero la xenofobia es ciega y no se hace preguntas, ni siquiera las más elementales: ¿qué actor español hubiese podido, en 1961 o ahora, dar cuerpo al Cid, y resultar verosímil para los espectadores del mundo, incluidos los españoles? Porque pícaros, cotrosos, viejecitos, burócratas, rústicos y padres de familia orondos los ha habido —y aún queda alguno— entre los intérpretes españoles, pero héroes que no se queden en galanes fatuos, chulos playeros o eternos alféreces provisionales no se me ocurre uno solo.

De Mann se dijo: «dadle un paisaje, una montaña, y os traerá una gran película». Aquí tenía la meseta castellana, algunos montes, las playas de Levante, llanuras desoladas, bosques deshojados, castillos y un héroe pacífico, pero capaz de enfurecerse y de seguir con tenacidad la línea de conducta que se ha trazado, no muy lejano, por tanto, de los que encarnaron en sus westerns James Stewart, Gary Cooper y Glenn Ford. Incluso las intrigas palaciegas y las pugnas familiares tienen un precedente claro en otro western de Mann, escrito por Niven Busch, titulado The Furies (Las furias, 1950), por lo que, si bien es cierto que su estilización supone una ruptura con el estilo épico, grandiosamente sencillo, de las escenas de acción y guerra, lo cierto es que no son «flojas», como creía recordar, sino de una inteligencia digna de Corneille, Racine, Shakespeare, Calderón y, ¿por qué no?, del mejor Brecht.

Y lo demás es aún mejor: nunca se ha filmado —con la ayuda de Robert Krasker, por supuesto— el paisaje de estas tierras, ni se ha contado una historia épica protagonizada por españoles tan bien como en El Cid, salvo, tal vez, por otro «intruso» extranjero, André Malraux, en Espoir (Sierra de Teruel, 1939). ¿Quizá porque desde esa fecha nadie se sentía con ánimos o con suficiente buena conciencia como para narrar una epopeya? Pero ¿y ahora? ¿Dónde está un plano equivalente a la salida a caballo al frente de sus huestes, a librar su última y ya póstuma batalla victoriosa, de ese curioso caudillo que nada hizo por serlo, que se negó a renunciar a su vida privada, que no fue nunca sumiso y que, teniéndolo a su alcance, no tomó el poder?

Publicado en el nº 19-20 de Casablanca (julio-agosto de 1982)