martes, 12 de septiembre de 2023

The Man From Laramie (Anthony Mann, 1955)


¡Qué grande es el cine! (06/11/2000)

Debate en torno a la película ‘El hombre de Laramie’ de Anthony Mann (1955). Con José Luis Garci, Juan Cobos, Juan Miguel Lamet y Miguel Marías.

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Han pasado unos 44 años, pero todavía recuerdo tan vívidamente como si fuese ayer la primera vez que vi, en el desaparecido cine Príncipe Alfonso, en la madrileña calle de Génova, El hombre de Laramie de Anthony Mann.

No es algo que me suceda con todas las películas, lo que revela hasta qué punto me impresionó. Y he de decir que esa sensación de descubrimiento que sentí entonces se ha renovado con creciente asombro cada una de las ocho o nueve veces que la he vuelto a ver desde entonces, muy de tarde en tarde, ya que no es una película que circule demasiado, y menos en las condiciones adecuadas, en su formato, no digamos en pantallas de las dimensiones adecuadas.

No puedo asegurar que fuese la primera película que veía en Cinemascope, pero debió ser mi encuentro sensible con ese entonces nuevo formato, la primera ocasión en que me percaté de las posibilidades nuevas que, en manos de un cineasta con talento para la composición horizontal, encerraba la pantalla ancha.

Nunca antes el paisaje - no particularmente hermoso, bastante seco y árido en este caso -, el propio espacio, me habían resultado de tanta importancia, tan reveladores y significativos, como en esta película.

Es sabido - o, mejor, se supo y quizá se haya olvidado – que Anthony Mann, el director de El hombre de Laramie, se cuenta entre los cineastas que más a fondo, mejor y más sobriamente han empleado en sus obras el paisaje, y uno de los que, desde el primer momento, se han servido con más acierto del formato en cuestión. Lo cierto es que no hizo muchas en los dos primeros años del Cinemascope; quizá sea esta, o Strategie Air Command si es inmediatamente anterior y no un poco posterior, la primera, y hubo que esperar tres años más para poder asistir a su esplendor absoluto en Hombre del Oeste y después ya en casi todas las que consiguió hacer: CimarrónEl CidLa caída del Imperio Romano, la menor Los héroes de Telemark, la póstuma Sentencia para un dandy.

Pero he de advertir que El hombre de Laramie no fue sólo una revelación estética, o espacial, o geológica casi. Unidas inextricablemente a mi primera experiencia de El hombre de Laramie han quedado ciertas sospechas, ciertos descubrimientos hechos por mí gracias a su mediación: la crueldad, el odio, la violencia; la indignación, la impotencia, la reacción no menos violenta que provoca la injusticia, la necesidad de contenerla y esperar; lo peligrosos que pueden ser los hombres débiles y cobardes, como el que encarna con antipática exactitud Alex Nicol; lo malos que pueden - o suelen - ser los tontos, contrariamente a ese dicho que trata de tontos a las personas consideradas "demasiado buenas", porque además de mala voluntad, tienen la desventaja sobre los malvados inteligentes de resultar ilógicos e imprevisibles, y por tanto doblemente peligrosos como enemigos.

Todo esto, como tantas otras cosas, lo aprendí o intuí por vez primera a partir de la visión de una película, en este caso El hombre de Laramie. Es algo que muchos de mi generación debemos a las novelas y al cine, quizá sobre todo porque, al no proponerse enseñarlo, ni ser obras didácticas o utilitarias, estábamos más dispuestos a aprender de ellas lo que, simplemente, permitían deducir. Si se quiere, eran relatos que nos resultaban útiles porque dejaban sacar conclusiones, porque permitían ver con más precisión lo que en la vida real resultaba turbio, ambiguo, contradictorio, confuso, menos claro. No es que, como pretenden los que no han compartido este amor por libros y películas, y desdeñan tan poco "científico" método de aprendizaje, confundiésemos la realidad y la ficción, pues sabíamos muy bien y sin necesidad de que nadie nos lo advirtiese que no eran lo mismo, de la misma manera que nunca hemos tomado un plano por una ciudad ni hemos confundido un mapa con un país o un continente, ni un globo terráqueo con el mundo entero, ni una foto con la realidad en ella captada.

Lo que sucede es que las películas, como realidades interpretadas que son, vistas por otra persona, simplificadas y resumidas a lo esencial, servían - precisamente como un plano, como un mapa o una maqueta - de guía, de modelo reducido de ese mundo que no comprendíamos del todo, y nos enseñaban así a mirar, a ver en determinados personajes su parecido con ciertas personas, a observar su conducta, a interpretar sus verdaderas intenciones, a orientarnos.

Por eso, no importa que se trate de una película cuya acción se situaba muy lejos en todos los sentidos de la España urbana de los 50, cuyos hechos ficticios pero verosímiles habían acaecido 90 años antes y miles de kilómetros al Oeste de Madrid, como sucede con tantos westerns: eran enseñanzas universalmente válidas y universales las que obteníamos - sin proponérnoslo, de propina - de obras maestras como El hombre de Laramie.

No es, como puede parecer, un western convencional. Cuenta con un guión sumamente elíptico y conciso, que va poco a poco desvelando el misterio que desde el comienzo insinúa a través de las historias personales - tácitas, secretas - de varios personajes, cada cual en su trayectoria, que sólo ocasionalmente se cruzan o chocan. Su estructura primaria, casi subterránea, es más la de un film "negro" que la más habitual en el western clásico; incluso dentro del subgénero de los westerns de venganza - como los de Fritz Lang o los de Hathaway -, se trata de un guión lleno de originalidad, en el que no aparece una construcción férrea y predeterminada, sino más bien una suerte de captación azarosa, casi casual, a veces deductiva, a veces por presentimientos, dibujada mediante trazos sueltos, de una serie de vidas que siguen su rumbo respectivo con autonomía, independientemente de lo que suceda a los demás, no a impulsos de la voluntad del guionista. Es, en cierto sentido, como si se hubiese aplicado al western la visión neorrealista de la realidad y de los acontecimientos; por eso tienen tanta consistencia, tanta presencia, hasta los menores y más episódicos personajes, incluso los que parecen menos dotados de voluntad, como el cotilla, borrachín y mercenario encarnado por Jack Elam, o el sheriff que interpreta James Millican, no digamos ya Wallace Ford, Donald Crisp, Aline MacMahon, Alex Nicol, Arthur Kennedy y Cathy O'Donnell, que impiden que James Stewart se erija en protagonista absoluto de la película, en héroe mítico y legendario. Es, más bien, el forastero que viene a indagar algo y que turba la tranquilidad sumisa de un lugar.

No hay, por eso, atisbo alguno de puerilidad en esta película, sin duda destinada a un público adulto, no ingenuo, no infantil. No es una película de tiros y cabalgatas, sino de personas inteligentes y con cierto grado de conciencia moral, que tienen dudas y problemas, que vacilan antes de actuar, que arrastran un pasado y unas ambiciones, que se comportan con coherencia psicológica. Por eso los diálogos son, dentro de su laconismo, sumamente buenos e inteligentes, y sirven para ir completando la caracterización de personajes que no son de una pieza, sino más complejos de lo que a primera vista aparentan o simulan, unas veces por pudor, otras por timidez, otras por temor, algunas por astucia.

Ya sé que no lo parece, pero si se analiza atentamente, en visiones reiteradas y seguidas, se puede descubrir que El hombre de Laramie es un raro prodigio narrativo, que cuenta en muy poco tiempo muchas cosas, sumamente complejas, y sin simplificarlas demasiado, dejando que sea el comportamiento y la conducta de los personajes la que los explique.

Texto escrito como preparación para su intervención en la sesión de “¡Qué grande es el cine!” emitida el 6 de noviembre del 2000.

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