martes, 19 de septiembre de 2023

Christmas in July (Preston Sturges, 1940)

«El humor, como sistema de comunicaciones y como sonda de nuestro medio ambiente —de lo que realmente está pasando—, nos proporciona la herramienta más atractiva con que combatir el medio ambiente.»

MARSHALL MCLUHAN

Descubrimiento de Preston Sturges

Gracias al cine-club de TVE, hemos podido conocer, al fin, a un director muy famoso, pero desaparecido desde hace mucho de nuestras pantallas. Las películas de Preston Sturges son muy difíciles de ver hoy día en todo el mundo, y si bien se puede lamentar que este ciclo no incluya obras como su primer film, The Great McGinty (1940), o The Lady EveThe Miracle of Morgan’s CreekHall the Conquering HeroMad Wednesday y Unfaithfully Yours, hay que reconocer que más vale un ciclo de tres películas que permanecer en la ignorancia absoluta sobre uno de los más importantes directores americanos.

«Navidades en julio» (Christmas in July, 1940) es su segunda película, y da pruebas de una maestría que sólo en parte se explica al saber que Preston Sturges —al que no hay que confundir con John— había sido un célebre guionista de los años treinta y que llevaba tras sí una cierta experiencia como autor, actor y director de teatro. Fue uno de los primeros guionistas de Hollywood que logró pasar a la dirección —antes que John Huston, por ejemplo—, y llegó a convertirse, durante la década del 40, en el pilar de la Paramount, con una independencia que le permitió ser un autor completo (era su propio guionista y el éxito de sus films le permitía escapar a las imposiciones de la productora), y cuya salvaguardia le obligó a exiliarse en 1953 a Inglaterra y Francia, donde dirigió su última película —al parecer la más floja—, «Los carnets del Mayor Thompson» (The French, They Are a Funny Race o Les carnets du Major Thompson, 1955), e interpretó un papel secundario en «El embrujo de París» (Paris Holiday, 1958), de Gerd Oswald. De nuevo en Estados Unidos, donde había nacido en 1889, muere sin volver a hacer cine en 1959.

La herencia de Lubitsch

Actualmente parece innegable que Ernst Lubitsch ha sido uno de los máximos creadores cinematográficos, sentando precedentes que luego Lang y Hitchcock llevarían a término, influyendo a autores como Leo McCarey y Frank Capra, y formando una auténtica escuela de herederos, antiguos colaboradores suyos, entre los que destacan Joseph L. Mankiewicz, Otto Preminger, George Cukor y Billy Wilder. A la vista de «Navidades en julio» se puede añadir a la «familia» un nuevo nombre: el de Preston Sturges.

Si se compara a Sturges con Lubitsch, Capra y McCarey —e incluso con Wilder— se podrá llegar a una definición bastante precisa de su estilo y de la visión del mundo que éste transcribe en imágenes.

EL estilo de Preston Sturges, por encima de las peculiaridades de cada uno, se basa en los mismos principios de clasicismo que los de sus compañeros de «escuela»: una clara tendencia a la «invisibilidad» (funcionalidad del decorado, espontaneidad de los actores, autenticidad de los diálogos, sencillez y claridad de la planificación, etc.), con el fin de suprimir la barrera que constituye la pantalla y permitir que el espectador penetre en el film, lo viva y comparta las tristezas y alegrías de los personajes. Junto a Hawks, Lubitsch, Capra, McCarey y Cukor, Sturges aparece hoy día como uno de los grandes creadores de la comedia clásica americana, y es además un típico exponente del cine que se hizo en Estados Unidos durante la época en que Franklin D. Roosevelt fue presidente, y que se extiende desde los años de reconstrucción («New Deal», etc.) que siguieron a la Depresión de 1929 hasta la Segunda Guerra Mundial, tiempo de optimismo que reflejan muy bien las comedias «sociales» que se hicieron por entonces, como «Qué bello es vivir» (It’s a Wonderful Life, 1946) o «Vive como quieras» (You Can’t Take it With You, 1938), de Capra; «Las campanas de Santa María» (The Bells of St. Mary’s, 1945), de McCarey, o «El bazar de las sorpresas» (The Shop Around the Corner, 1940), de Lubitsch, por citar películas que se han podido ver en España recientemente (aunque algunas sean las últimas y tardías manifestaciones de ese estilo). «Navidades en julio» parece, a primera vista, una más de la serie: un oficinista (Dick Powell) no ve otra forma rápida de progresar en la vida que ganar un concurso (primera crítica: de las posibilidades del ascenso social). Aunque no gana nunca, sigue concursando, autoanimándose con el razonamiento de que, según la ley de probabilidades, cada fracaso hace más posible el éxito al intento siguiente (segunda crítica: de una forma de pensar que se fía más de la teoría que de la práctica y de un optimismo a ultranza). Cuando empieza la película, el protagonista quiere ganar un concurso de «slogans» publicitarios, para así mejorar social y económicamente y poder casarse con su novia, compañera de oficina y, por si fuera poco, vecina (la tópica «girl next door»). Sin embargo, el jurado que concede el premio no dictamina, pues uno de sus doce miembros no está de acuerdo con el veredicto de todos los demás (de ahí sale, como se verá más tarde, la tercera crítica: la del sistema de jurados). Unos compañeros de Powell le gastan la broma de hacerle creer que ha ganado en concurso y los 25.000 dólares a que asciende el premio. Entonces su jefe toma en serio sus sugerencias y le asciende a jefe de publicidad (cuarta crítica: participación e igualdad de oportunidades). Powell y su novia (Ellen Drew) van de compras y vuelven a su barrio pobre cargados de regalos como Papá Noel (de ahí el título del film). Poco después se deshace el equívoco, pero luego resulta que por fin el jurado discrepante ha convencido a los demás y que Powell ha ganado de verdad el concurso.

A través de este resumen argumental se ha podido ya observar que, si bien en apariencia «Navidades en Julio» es una comedia optimista y bienintencionada como cualquier Capra, en el fondo tiene una enorme carga crítica, que va ridiculizando o poniendo en tela de juicio (de forma muy eficaz, ya que es siempre solapada, actúa a través del humor, sin el esquematismo de un alegato) todas y cada una de las bases en que se fundamenta el «American Way of Life» (téngase en cuenta, además, que la confianza del protagonista en la ley de la probabilidad es un exacto equivalente de la confianza en las «leyes naturales» que cumple forzosamente la economía liberal-capitalista).

Por si esto fuera poco. Sturges ha limado del film todo exceso de ternura y optimismo (Capra, McCarey de forma más seria), todo melodramatismo (McCarey), toda intervención «celestial» (Capra en It’s a Wonderful Life), toda alusión religiosa (Capra, McCarey), toda argumentación «social» explícita (Capra), todo personaje grotesco o estrafalario (Capra en «Vive como quieras»), manteniéndose, por el contrario, lúcidamente distanciado (Lubitsch), aunque sin llegar al cinismo cruel (Wilder). La postura de Sturges es totalmente escéptica, sin detenerse en divagaciones de ningún tipo (sermones, lágrimas, moralejas, estallidos de alegría). El desarrollo de la película es muy rápido, y sorprende constantemente (aparece un tópico y luego lo critica o lo invierte), autoanulando todos los peligros que acechan a este tipo de películas (música emotiva, actores atractivos que facilitan la identificación del público, secundarios pintorescos, cursilería, etc.), para llegar a un cierto «realismo de lo banal y cotidiano» que se da con frecuencia en el cine americano, pero pocas veces con tal limpidez y precisión. Para llegar a esto, Sturges despoja todo al máximo (personajes secundarios esquemáticos a los que sólo los actores dan vida; brevedad y concisión en la historia de amor, etcétera). De todo esto se pueden encontrar muchos ejemplos en «Navidades en julio»:

1. Ausencia de grandes escenas de ilusiones, tanto cumplidas como frustradas. De hecho, la película juega magistralmente con el paso constante de un desenlace a otro, y siempre parece que la ilusión se ha frustrado cuando ocurre lo contrario —pero no ocurría ya, y parecía lo otro, sino que resulta ser lo opuesto a lo que parecía—, por lo que el arte de Sturges, como el de Preminger, Wilder, Lubitsch, Cukor, Mankiewicz, etcétera, podría definirse como «un arte de la apariencia», siempre engañosa y contradictoria (pero sin que el film sea ambiguo nunca).

2. Sturges no hace grandes sermones moralizantes (autocriticados de forma explícita), ni recurre al maniqueísmo (los «jefes» y los ricos se saben torpes o fracasados, sin que nadie se lo revele: no hay esquematismo, ni «tomas de conciencia» artificiales).

3. Rehúye las grandes escenas de alegría y generosidad (brevedad de la entrega de regalos, pronto interrumpida por la llegada de los dueños de las tiendas en que Dick Powell los ha comprado), ni de decepción y derrumbamiento (cuando Powell se entera de que realmente no ha ganado el premio). Sturges nunca carga las tintas, nunca exagera.

4. Rehúye el idealismo en la presentación de los protagonistas. Tanto Powell como Ellen Drew son vulgares e incluso mediocres, no tienen nada de extraordinario; no son perfectos ni puros, y la pareja que forman no es, por supuesto, armónica, sino que tienen las normales discusiones y discrepancias (cfr. primera escena).

5. No hace cantos a la democracia ni al progreso social de la época (el jefe de la compañía no tiene criterio, y asciende a Powell no porque sus consejos publicitarios le parezcan buenos, sino porque ha ganado el premio y eso es una garantía; y reconoce haber heredado la empresa; el director del departamento en que trabaja Powell confiesa que se tuvo que conformar con no «llegar lejos»; Powell no asciende de categoría por esfuerzo —no lo intenta siquiera—, sino por suerte; si su jefe le eleva de categoría no lo hace por bondad, sino porque le conviene, etc.).

6. La escena final, genialmente breve e inesperada: al resultar que Powell sí ha ganado el concurso, podían ocurrir dos cosas: a) que no lo crea ya, y sea desdichado hasta, tras mil peripecias, convencerse de que es verdad y acabar en «happy end»; b) que se ponga contentísimo y lo celebre lleno de felicidad. Sin embargo, aunque el final es «feliz» Sturges va y no hace final, se lo salta, lo suprime (ni siquiera vemos el rostro de Powell en el momento de enterarse).

7. Nunca hay planos de efecto o de repercusión, ni grandilocuencia, ni exceso de diálogos, ni planteamientos teóricos, ni pretensiones de ningún tipo. No se pasa de listo (piruetas de guión, parábolas simbólicas), sino que va al grano, con prisa, sobriamente, con claridad (planificación perfecta e imperceptible; actores «fríos» dirigidos con precisión, sin «glamour»; humor fino y ácido, pero sin deformar caricaturescamente lo real).

8. Es más lúcido y rebelde que Capra o McCarey: no es un film rosa, ni optimista (según Bernanos «el optimista es un imbécil alegre, el pesimista un imbécil triste»), ni en él la gente es (o se vuelve) buena, y regala, comprende o ayuda: las «reglas del juego» de la sociedad son respetadas por los personajes (ganan por astucia, para «subir» sin trabajo, pagan bien para ganar más y no por hacer un favor, por caridad o por altruismo). Además no hay sumisión ni resignación, sino rebeldía: cuando los vendedores intentan quitar a los vecinos de Powell sus regalos, estos les atacan, les insultan y les pegan (escena inimaginable en Capra, por ejemplo).

La postura crítica de Preston Sturges no es nunca bondadosa, pero tampoco agria o esquemática; es siempre realista, sin deformar las cosas ni forzar las situaciones (ni rastro, por ejemplo, de incidentes trágicos, ni de comedia enloquecida), pero sondeando con agudeza y sin temor a ofender la circunstancia en que está inmerso, sin cerrar los ojos a los aspectos negativos que hay por debajo de la aparente generosidad de un gesto (tras intentar, sin éxito, recuperar los objetos que han vendido a Powell y que éste ha regalado a sus vecinos, los dueños de las tiendas los ceden, pero exigen al patrocinador del concurso, que pagó a Powell por error, que les abone el precio de los regalos).

9. La ironía de Sturges alcanza a todos, incluido el protagonista: está muy claro que se ríe del famoso «slogan» de Powell («Si no duerme, no es el café, es la cama»), pero es verosímil, y no malo del todo como «slogan» (tiene incluso un doble sentido de carácter sexual), de forma que la sátira va más contra de la publicidad que contra Powell.

10. Para colmo, y como prueba de la aversión de Sturges al melodrama (gran diferencia con McCarey, cuyas comedias son en el fondo melodramas, que es lo que a él le gusta, y lo que hace mejor que nadie, si se exceptúa, en un registro casi opuesto, a Douglas Sirk), hay que señalar que ni que el que sea mentira que ha ganado el premio causa a Powell grandes desdichas (ha comprado varias cosas, ha decidido por fin casarse con su novia, y gracias a ella, que convence al jefe de la oficina, conservará su nuevo puesto, aunque sin aumento de salario y a prueba), ni el que resulte finalmente vencedor mejora ya mucho su situación (y, sobre todo, Sturges rehúye mostrarlo; cosa que Capra jamás hubiera hecho).

Todo esto prueba la eficacia crítica y la agudeza de la visión de Sturges; es en este aspecto de validez crítica en el que supera ampliamente a McCarey o Capra (pero no a Lubitsch, mucho más feroz), al menos en lo que se refiere a las películas que hacían en los años cuarenta: «Un marido en apuros» (Rally ‘Round the Flag, Boys!, 1958), de McCarey, es una comedia que no tiene nada de melodramática y que constituye una de las más duras críticas de la sociedad americana que se han hecho nunca en el cine. Esto sirve para aclarar el sentido de mis críticas a McCarey o Capra, ya que no van dirigidas a sus obras en bloque, sino a algunos aspectos de algunas películas de estos importantes directores. Por otra parte, hay una diferencia importante entre Sturges y estos otros directores: mientras Lubitsch, Mankiewicz o Wilder cambian de tono constantemente, mezclan diversas acciones, buscan la comicidad a la vez que las lágrimas, organizando complicadísimas escenas llenas de modulaciones y sentimientos opuesto simultáneos, en busca de la máxima eficacia intentando explotar todas las posibilidades de la escena (en Europa tienen dos herederos: el Truffaut de Baisers volés, 1968 y, en menor medida, Forman). Lo mismo sucede, aunque con otro matiz, en McCarey, y con menos éxito en Capra, pero Sturges, en cambio, no intenta condicionar la respuesta de los espectadores, es muy lineal, muy sobrio y ordenado, sin mezclar sentimientos y sin llegar nunca a la carcajada ni a las lágrimas, sino deteniéndose en una emoción muy discreta y en un humor fino y burlón (McCarey o Capra nunca son irónicos, Lubitsch o Mankiewicz —como Guitry— siempre, y Wilder llega hasta la más sarcástica crueldad).

«Navidades en julio» es un film de tal categoría que basta él solo para demostrar que Preston Sturges fue uno de las más importantes —y su obra lo sigue siendo— directores americanos, además de uno de sus más lúcidos observadores. Y esto con la eficacia que le da el que, como dice McLuhan, el humor «no trata de teoría, sino de la experiencia inmediata», y es por ello con frecuencia el mejor método para combatir y criticar las circunstancias sociales.

En “Nuestro cine”, nº 84, abril-1969

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