Como todas las películas de Éric Rohmer, L'arbre, le maire et la médiathèque es un bálsamo para el espectador asiduo, no sólo por la sencilla nitidez de sus imágenes y su falta de pretensiones, sino, sobre todo, por el inusitado respeto hacia el espectador y hacia sus personajes que demuestra su autor. Dentro de eso, unas veces acierta más que otras, aunque siempre a un nivel muy alto; en ocasiones, lo que nos cuenta resulta ya familiar, aunque nunca sea del todo previsible; de vez en cuando, como en este caso, Rohmer nos sorprende al adentrarse en terrenos para él inexplorados.
El árbol, el alcalde y la mediateca es no sólo una de las películas más irónicas y divertidas de Rohmer, sino también su primera incursión en el cine político; aunque, claro está, con un enfoque que nada tiene que ver como la especie de género que explotaron algunos cineastas, sobre todo franceses e italianos, hace veinte o veinticinco años. Es, más bien, un comentario no partidista sobre asuntos públicos de actualidad, y tiene una vigencia y aplicabilidad tan absoluta en Francia como en España.
Gracias a su fidelidad a lo real, que impide a Rohmer caer en la caricatura, podemos reconocer de inmediato, con inevitable regocijo, los personajes, las actitudes y los discursos que constituyen la base de la película. Como no se complace en la burla y rechaza el desprecio, con un mínimo de tolerancia y de sentido común resulta inobjetable. Los excesos de los que amablemente se mofa Rohmer son por sí mismos lo bastante ridículos y cómicos como para que no sea preciso caricaturizarlos: le basta con mostrarlos con precisión y con que los contemplemos objetivamente para que su disparatada lógica se ponga de manifiesto sin ayuda de subrayados, sin necesidad de cargar las tintas.
Cosa rara en el cine “político”, no hay en El árbol, el alcalde y la mediateca nada que se parezca, ni remotamente, a un villano. Podrán parecemos más o menos tontos, ingenuos o estrafalarios, pero todos los personajes son, en el fondo, buenas personas, llenas de loables intenciones… de esas de las que, según el dicho, está empedrado el infierno. La película va pasando de un personaje a otro, dándonos sus respectivos puntos de vista sin imponer ninguno, dejando que ellos mismos, empujados por las circunstancias, arrastrados por su propio entusiasmo, nos hagan dudar, con sano escepticismo, de sus aparentemente fundados razonamientos. De nuevo los refranes parecen haber presidido la estrategia de Rohmer: se diría que les da cuerda para que ellos mismos se ahorquen, sin duda porque, como bien ha visto la sabiduría popular, “por la boca muere el pez”, y eso precisamente es lo que a menudo ocurre en películas tan habladas como las de Rohmer, sin que fuerce un encuadre o mueva la cámara: el director les da la palabra y la registra como si estuviese rodando un documental, aunque se trate de un texto minuciosamente escrito y ensayado, producto del extraordinario oído del autor.
En “Todos los estrenos. 1993”, Ediciones JC
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