Esta pasa, no sé por qué, por ser una de las obras más flojas de Berlanga; para mí, vista ahora, tras la misoginia helada de Grandeur nature (1974) y la misantropía un tanto fácil de La escopeta nacional (1978), resulta, si no una de las mejores —que siguen siendo El verdugo (1963), Plácido (1961) y Bienvenido Mister Marshall (1952)—, sí una de las más simpáticas y generosas, junto con Esa pareja feliz (1951 y, se insiste —aunque no puedo creerlo—, co-dirigida por Bardem) y Novio a la vista (1953), que son también, casualmente, las que más recuerdan a las grandes obras de Fernán-Gómez (sobre todo La vida por delante y La vida alrededor, pero también El mundo sigue y hasta, marginalmente, El extraño viaje).
Sintiéndolo mucho, y a pesar de su valiosa aportación a Plácido y El verdugo, que no discuto, temo que la influencia de Rafael Azcona hay sido más negativa que positiva —y, en ese sentido, celebro que tanto Saura como Ferreri se hayan liberado últimamente, a veces, de su colaboración— para la evolución de Berlanga como autor cinematográfico, acercándole progresiva y peligrosamente al cínico nihilismo complaciente de los peores Ferreri y haciéndole abandonar la vitalidad de sus obras corales —auténticos films de resistencia frente al afán ordenancista del franquismo— y empujándole a un callejón sin salida, hecho de desprecio hacia los personajes, de derrotismo y —en Grandeur nature— de enclaustramiento. Todavía en Vivan los novios (1969), pese a su pesimismo, y en La escopeta nacional, aunque con una falta de rigor preocupante para limitarse a abanderillear un toro muerto, existe algo del bullicio carnavalesco, popular, anarquista y saludable de Esa pareja feliz, Bienvenido Mister Marshall, Novio a la vista, Calabuch, Los jueves milagro (1957), Plácido y algunas escenas de El verdugo, pero en Grandeur nature estamos a un palmo de L'harem, Dillinger è morto, La Grande Bouffe, La Dernière Femme, y a no mayor distancia de Peppermint frappé, La madriguera, El jardín de las delicias y Ana y los lobos, películas que —con independencia de su muy variable calidad, a menudo ínfima— tienen un carácter nada relacionable, a priori, con el de las más auténticas y originales de Berlanga, entre las que Calabuch es tal vez la de mayor vigencia y una de las que con más soltura, dominio, ingenio e inventiva mueve un elevado número de personajes en una complicada y divertida trama que combina hábilmente ciertas influencias italianas (en particular, el Fellini de I vitelloni, tal vez sin saberlo el de Lo sceicco bianco) con la de las comedias inglesas de la Ealing (Mackendrick, Hamer, Charles Crichton, Charles Frend, Cornelius) para dar vida y espontaneidad a una parábola libertaria que consigue rehuir por completo el esquematismo y las moralejas.
En “Dirigido por” nº 63, abril-1979
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