¿Cuál es el misterio, la magia de esta película, inicialmente repudiada –sin verla terminada– por su propio autor, y que va camino de figurar, en las futuras Historias del Cine –las que se escriban cuando el cine tenga más historia y tras volver a ver casi todas las películas, sin hablar de leídas ni copiar anteriores “Historias"–, entre las tres o cinco máximas obras maestras de Fritz Lang, lugar que ocupa ya desde hace bastantes años en el corazón –digo bien– de muchos cinéfilos que son hoy cineastas o que son los del inmediato futuro?
Porque lo cierto es que el atractivo inmediato, el irresistible poder de fascinación de Los contrabandistas de Moonfleet, por sensibles y evidentes que sean, no dejan de resultar un tanto retorcidos y enigmáticos. A diferencia de la mayor parte de los otros grandes filmes de Lang, Los contrabandistas de Moonfleet no se dirige sólo o primariamente a nuestra inteligencia, y si acaba, como todos, por obligarnos a reflexionar y a interrogarnos es a través de vías indirectas, como si interpelase a lo que en cada uno de nosotros pueda quedar todavía de la infancia, con su curiosidad, sus dudas, sus temores y sus ilusiones. Se diría que, al remitirnos a nuestra niñez, nos hace encararnos con nuestro pasado, rememorado, y confrontarlo con nuestro presente, lo que equivale a invitarnos solapadamente a desandar la vida para luego volver a poner el reloj en hora y medir así, queramos o no, el camino recorrido, los cambios que en nuestro interior han producido el paso del tiempo y el peso de la vida. Algo parecido provoca la relectura de Robert Louis Stevenson –en particular, La isla del tesoro, indudable precursora de la excelente novela de John Meade Falkner en que se basa esta película, y de la muy próxima de Davis Grubb, La noche del cazador, que con espíritu primitivo visionario llevó Charles Laughton a la pantalla ese mismo año 1955–, o la de Emilio Salgari, Richmal Crompton o Hergé, según edades, o la revisión de La venganza del bergantín, El halcón y la flecha (The Flame and the Arrow, 1950), La mujer pirata (Anne of the Indies, 1951), Tambores lejanos (Distant Drums, 1951), El honor del capitán Lex (Springfield Rifle, 1952) o El mundo en sus manos (The World In His Arms, 1952).
No creo casual que buena parte de esas ficciones cuenten una iniciación, ni que en cerca de la mitad de ellas se aborde el dilema de la filiación –de dónde venimos, o a quién adoptamos como padre, es decir, como modelo o maestro– y en la otra mitad se planteen gravísimas cuestiones de confianza. Son todos ellos temas fundacionales, en la vida, en la literatura y en el cine, y no es por ello extraño que sigan despertando ecos dormidos, recuerdos sepultados en los espectadores que ya han dejado atrás la infancia y que se han reconciliado tanto con ella como con el hecho inevitable de perderla.
De ahí que Los contrabandistas de Moonfleet no sea en modo alguno pueril, sino una historia contada por un viejo –Fritz Lang– a personas más jóvenes –los anónimos integrantes del público– usando como medium la figura de un niño huérfano y como fábula su encuentro con un contrabandista que amó a su madre y fue amado por ella, al que adopta como padre y al que obliga, bien a su pesar y al precio de su vida, a actuar como tal, simplemente por depositar en él la carga de su confianza y su esperanza. Que ese personaje que no desea defraudar al niño que pudo haber sido hijo suyo esté encarnado por el llamado Stewart Granger (cuyo nombre verdadero era James Stewart), que fue el prisionero de Zenda (el rey y su doble británico), uno de los hermanos valientes pero enfrentados, Scaramouche y su doble aristocrático en la vida civil, y el protagonista o antagonista –pues podía ser "bueno” y “malo” sin que apenas le palpitase el labio, en un arquear de ceja– de otros muchos filmes de aventuras exóticas o remotas, tras haber ejercido de héroe ambiguo y un tanto malsano y enfermizo, cuando no perverso y turbio, del cine inglés romántico, no hace sino reforzar automáticamente esa duplicidad fundamental, abierta a todas las sospechas, acechada por debilidades y pasiones, tocada de corrupción y codicia, que es la clave del personaje, y que, sin duda por “mera coincidencia”, resulta ser una de las obsesiones fundamentales de Fritz Lang, cuya etapa muda está plagada de dobles personalidades, mascaradas y suplantaciones –desde el primer El Doctor Mabuse (Doktor Mabuse. Der Spieler, 1921) y las dos Marías de Metropolis (Metropolis, 1926) hasta Spione (1927)–, modernizados en la etapa sonora –sobre todo en América– como complots y maquinaciones, mundos subterráneos, apariencias engañosas –Más allá de la duda (Beyond a Reasonable Doubt, 1956)–, conflictos intestinos –Mientras Nueva York duerme (While the City Sleeps, 1956), El tigre de Esnapur (Der Tiger van Eschnapur, 1959), La tumba india (Das indische Grabmal, 1959)– y naturalezas escindidas –recuérdense los protagonistas de M. El vampiro de Dusseldorf (M-Eine Stadt einen Morder, 1931), Los sobornados (The Big Heat, 1953), Deseos humanos (Human Desire, 1954), Más allá de la duda–.
Moonfleet resume en su conciso metraje la carrera múltiple y dilatada de Fritz Lang: en medio de la serena sobriedad de sus años finales, resurgen en sus imágenes el sentido épico, el impulso legendario, la fantasía expresionista y la visión exigentemente romántica –forzosamente pesimista– de su período mudo, pero ahora dominados y controlados todos esos elementos por la sabiduría y el escepticismo, hecho que explica la memorable ambigüedad del plano final de la película, uno de los más hermosos y emocionalmente indelebles de la historia del cine, y uno de los pocos encuadres de la obra de Lang que ocupa casi por entero –y precisamente en su única experiencia con el CinemaScope– el mar, ese incesante e implacable movimiento acuoso que tanto sobrecogía al corpulento tuerto vienés.
En “Nosferatu” nº 20, enero-1996
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