viernes, 1 de septiembre de 2023

Los “westerns” de Samuel Fuller

The film is like a battleground: love hate action, violence, death… in one word, emotion. (S. F. en Pierrot le fou).

Si para un director americano —y pocos lo han sido tan hasta la médula— «una película es como un campo de batalla: amor, odio, acción, violencia, muerte… en una palabra, emoción», tiene, casi inevitablemente, que abordar el género que nos ocupa; el primer film de Fuller, I Shot Jesse James (Balas vengadoras, 1949), es un «western»; también, en sentido nato, el siguiente, The Baron of Arizona (1950), como lo serán dos de los tres que hizo en 1957, Run of the Arrow (Yuma) y Forty Guns, y lo hubiera sido, de no haberle reemplazado el chapucero de Barry Shear como realizador, The Deadly Trackers (1973).

La contribución de Fuller al «western» no es pues, cuantitativamente importante, pero sí, en cambio, una de las que más enérgicamente aportan la tesis de que este género es uno de los más ricos, flexibles y fértiles que existen, ya que se trata de cuatro películas no sólo muy diferentes entre sí, sino radicalmente innovadoras y originales, hecho no excesivamente sorprendente si se acepta, al menos —y creo que lo admitirán hasta sus más cerriles detractores—, que Fuller es el más loco y paradójico, el menos «clásico» y convencional de los autores cinematográficos americanos. Sus cuatro incursiones en el «western» son, además, a mi juicio, otras tantas obras maestras; Run of the Arrow sigue pareciéndome lo mejor que ha hecho, y I Shot Jesse James se cuenta también, con The Crimson Kimono (1959), House of Bamboo (La casa de bambú, 1955) y Merrill’s Marauders (Invasión en Birmania, 1962), entre las que más aprecio de este cineasta. Cualitativamente, por tanto, considero que Fuller ha pagado con creces al «western» lo que éste le ha aportado: una iconografía, una época revuelta, unos personajes trágicos y pintorescos, unas situaciones particularmente propicias para que en sus límites se den cita los factores que definen el cine de este director.

Sin duda, será una asociación muy subjetiva —como todas, por lo demás—, pero encuentro revelador que el cine de Fuller —y sus «westerns» en especial— me haga pensar, más que en otras películas, en escritores que ni siquiera pertenecen a la cultura anglosajona y de los que, seguramente, Fuller ignora hasta la existencia. Me refiero al injustamente olvidado Horacio Quiroga —nacido en Salto (República Oriental del Uruguay) en 1879 y muerto en Buenos Aires en 1937—, a cuyos Cuentos de amor, de locura y de muerte alude intencionadamente el título de este artículo, y artífice también de novelas como Los desterrados y El Salvaje que bien pudieran prestar su nombre a varios de los «westerns» de Fuller; a Jorge Luis Borges, que comparte con el autor de Pickup on South Street (Manos peligrosas, 1953) una señalada fascinación por la ambigüedad —véase Tema del traidor y del héroe—, y que urdió una fantástica Historia Universal de la Infamia de la que los «westerns» y algunos «thrillers» de Fuller parecen un apéndice apócrifo; al poeta suizo Blaise Cendrars, que ha escrito —entre otras— la novela más «fulleriana» que cabe imaginar, L'Or, que recomiendo leer a quien desee una introducción al mundo de Fuller aún más decididamente que los tres interesantes libros a él consagrados (1) o los excelentes artículos de Jacques Lourcelles (2) y Manolo Marinero (3).

I Shot Jeese James (Balas Vengadoras)

Es, para mí, el más impresionante primer film hecho nunca, más aún que À bout de souffle. De manera ya muy característica, se sitúa en la difusa frontera que separa la historia del mito, y centra su atención no en los acostumbrados protagonistas del drama —Jesse James, el legendario bandolero sureño cantado por Henry King y Nicholas Ray (4)—, sino en un oscuro comparsa que ha pasado a la historia y al folklore como un auténtico y despreciable villano: piénsese en lo que supone, de acuerdo con el código ético del Oeste cinematográfico, un hombre que asesina por la espalda a su amigo y protector, cuando está desarmado, a cambio del perdón y de una recompensa en metálico. Tal crápula es Bob Ford, el hombre que mató a Jesse James. Pero Fuller, siempre inconformista, enamorado de lo insólito, dispuesto a llevar la contraria a todo el mundo, y más interesado por los antihéroes que por los personajes intachables o blanqueados retrospectivamente por una causa u otra, adopta un punto de vista inédito, a contra-corriente, que proclama desafiantemente desde el título de la película —Yo maté a Jesse James— y que no abandona en ningún momento: el del amigo traicionado, el del personaje maldito y condenado, el de Caín (5). Enfoque que tiene su origen, evidentemente, en el periodismo sensacionalista que sirvió a Fuller de escuela, y que siempre ha sido consciente del atractivo de unos grandes titulares en primera plana anunciando la confesión del marido celoso que decapitó a su infiel esposa con un hacha o del psicópata que estranguló a doce mujeres con una media de seda, pero que en el cine americano de los años 40 resulta de una osadía considerable. Sobre todo, porque no se trata, simplemente, de buscar un ángulo insólito o una perspectiva original para contar la historia de siempre —de hecho, I shot Jesse James empieza casi donde termina las otras películas, y da de Frank James una imagen muy divergente de la creada por Lang (6)—, sino de algo más decisivo y profundo: de una toma de partido a favor de los traidores, proscritos, perseguidos, marginados, perdedores y desesperados que suelen quedar confinados en la periferia de la narración, reducidos a esquemáticos comparsas, a meras siluetas decorativas o mecánicamente funcionales, y que en Fuller, en cambio, pasan a primer término y adquieren un relieve y unas proporciones desusadas. Siempre certero para detectar el verdadero centro dramático de cada situación, y llevado por su afán de narrar historias ignoradas, Fuller supo ver que era mucho más trágica la figura del asesino Bob Ford que la de su víctima célebre y —dejando ya de lado los hechos históricos que le sirvieron de punto de partida— se dedicó a imaginar las razones que pudieron llevar a Bob Ford a cometer tal crimen. Adoptando su punto de vista, y buscándole motivaciones no simplistas, Fuller hace inteligible la conducta de Bob Ford sin por ello justificarle o rehabilitarle —lo cual no sería sino una mera inversión de los términos en que se suele plantear el drama—, gracias, en buena parte, a la admirable interpretación de John Ireland, que compone un personaje patético, angustiado, dubitativo como un Hamlet, lleno de vergüenza y remordimientos, cegado por un amor no correspondido al que sacrifica todo inútilmente.

Pero no para ahí la cosa. De un ex-periodista, novelista y guionista cabe esperar un enfoque nuevo, aunque quizá no tan audaz; lo que no era previsible es que Fuller, en su debut como realizador, fuese capaz de hacer una película tan madura, tan dominada y fulgurante, tan llena de energía y precisión. En los 81 minutos que dura I Shot Jesse James ocurren muchas más cosas, más complejas y con más cambios de rumbo que en las obras completas de casi cualquier director americano —no digamos europeo—, gracias a un sentido de la economía narrativa que hoy parece perdido: por mucho que se admire Apocalypse Now (1979), hay que reconocer que, al menos en sus buenos tiempos de diez o menos días de rodaje y presupuestos irrisorios, Fuller hubiera contado esa historia en media hora, y probablemente adornándola con un sinfín de peripecias pintorescas y significativas adicionales, en las que intervendrían, de seguro, diez o doce personajes secundarios llenos de vitalidad. Se podrá argumentar que eran virtudes hijas de la necesidad, pero creo que no se trata de algo tan simple y mecanicista, sino que es una cuestión de estilo y de actitud del director ante sí mismo —tal vez en aquella época no se consideraban tan «importantes» ni pretendían ser «autores», por mucho que luchasen por ser sus propios productores y así poder llevar a la pantalla libremente sus guiones— y ante su público —pues creían imprescindible, dada la competencia existente, captar su interés desde el primer momento y mantener su atención hasta el final, sin dejar que pudieran aburrirse un solo instante, mientras que ahora a menudo se sienten con derecho a tomarse el tiempo que estimen oportuno y a sermonear, aunque sea con pirotecnia visual y no con discursos, al espectador que ha acudido a su película no para pasar el rato y tal vez por casualidad, sino guiado por la publicidad o el prestigio crítico adquirido—, lo mismo que me resisto a admitir que sea simplemente la influencia de la televisión la que ha hecho predominante los planos de escasa densidad visual, frente al carácter sintético y «lleno» que tenían los de la mayoría de las películas americanas de los años 40 y 50 (7). Quizá sea cuestión de tiempo: que en aquellos tiempos, no necesariamente mejores, se consideraba el tiempo narrativo como un recurso escaso, que había que administrar con sentido económico, aprovechando cada segundo para comunicar lo más clara, enérgica y directamente posible un máximo de información y emoción, mientras que ahora se dispone habitualmente de un mayor metraje —basta comparar la duración media de la producción americana en 1949, 1959, 1969 y 1979 para apreciar una tendencia continuamente creciente— para contar, a veces más superficialmente, historias equivalentes (8).

Aunque son muchos los críticos que han descrito —fiándose más de Fuller, siempre propenso a la hipérbole, que de sus propios ojos— I shot Jesse James como «un film en primeros planos», ni siquiera es exacto que el 80% de la película esté filmada a tan escasa distancia de los personajes; lo que sucede es que abundan más de lo normal en el cine tradicional americano, y que la primera secuencia es un genial asalto a un banco, rodada en unos diez o doce planos de los que por lo menos la mitad (tal vez dos tercios) son grandes «primeros planos», montados con brío y a un ritmo desusado en el cine sonoro; su rápida sucesión haría pensar en Stachka (La huelga, 1924) de Eisenstein o La Passion de Jeanne d'Arc (1927) de Dreyer, de no ser su absoluta y antirretórica desnudez más cercana de los comienzos respectivos de On Dangerous Ground (1951) de Nicholas Ray, The Big Heat (Los sobornados, 1953) de Fritz Lang, Pickpocket (1959) de Bresson o The Killers (Código del hampa, 1964) de Siegel. El arranque de I Shot Jesse James —en sí no muy diferente del de Shock Corridor (Corredor sin retorno, 1963) o The Naked Kiss (Una luz en el hampa, 1964)— puede dar una idea bastante precisa del funcionamiento de la película y permite apreciar, además, hasta qué punto la primera obra de Fuller prefigura las posteriores: sobre primer plano (P.P.) del cartel-reclamo «Wanted: Jesse James» suena la famosa balada (9), que nos explica ya, por si lo hubiésemos olvidado, quién era Jesse; del retrato se pasa a un P.P. del bandido (Reed Hadley), conminando a que le entreguen el dinero, P.P. del angustiado cajero; plano medio de Jesse, que permite ver con claridad que estamos asistiendo a un atraco; plano tres cuartos del grupo de salteadores; P.P. de uno de ellos, Bob Ford (John Ireland); P.P. del timbre de alarma, en el suelo, y del pie del sudoroso cajero, que no sabe si atreverse a apretarlo. Un instante después —a un ritmo vertiginoso— se ha armado un tiroteo; los forajidos emprenden la huida; Bob, herido, deja caer el botín, pero Jesse le salva y logran escapar. Esta conducta de Jesse, contraria a sus costumbres, es idéntica a la de otro jefe de banda, el encarnado por Robert Ryan en La casa de bambú, para con el policía infiltrado Robert Stack: como por casualidad, ambos «salvador» darán muerte a sus benefactores.

Parece difícil dar más datos en tan poco tiempo y con tan escasos medios, pero esto es lo que hará Fuller a lo largo de toda la película, excepcionalmente rica en giros y cambios de situación, llena como pocas de pasiones en conflicto, de aventuras y peripecias. La abundancia de primeros planos, y su brusca alternancia con planos generales, responde, más que a una lógica narrativa o dramática muy particular, más que a un afán de introspección psicológica —I Shot Jesse James es, como todos los de Fuller, más un film de golpes que de miradas—, al deseo de lograr la máxima intensidad a cada momento, constantemente, sin detenerse en sutilezas o matizaciones, sin dar reposo al espectador, acumulando sensaciones y estímulos incesantemente. Esta proclividad a escribir en «grandes titulares» caracteriza a Fuller, pues, desde el comienzo de su carrera, y es, sin duda, la explicación más simple de su heterodoxia estilística, a la vez de sus virtudes —osadía, originalidad, precisión, tensión, concisión— y de sus defectos —tendencia al montaje «exclamativo», falta de rigor, afición a los más delirantes efectismos, desequilibrio y tosquedad en la exposición de «ideas» didácticas o moralizadoras de índole general, como a veces en Shock Corridor—, en todo caso consustancial a su contradictoria personalidad.

No voy a contar ni analizar el argumento o la dramaturgia de I Shot Jesse James, entre otras razones porque me llevaría tantas páginas como a Fuller minutos de la película, y con resultados infinitamente menos interesantes; sí querría apuntar, aun sin espacio para aducir las necesarias pruebas —cualquiera que conozca razonablemente bien la obra de este cineasta no tiene más que hacer memoria—, que no sólo las relaciones de Jesse y Bob prefiguran las de Sandy Dawson y Eddie Spanier en La casa de bambú, sino que también las que llegan a establecerse entre Bob y John Kelley (Preston Foster) anuncian las de Joe (James Shigeta) y Charlie (Glenn Corbett) en The Crimson Kimono, por limitarme a un ejemplo escogido casi al azar (el primero que me ha venido a la cabeza), y que los paradójicos reveses amorosos que sufre Bob recuerdan las jugarretas que le gasta la fortuna a Sutter en L'Or, del mismo modo que toda la descripción de la fiebre minera de Colorado hace pensar una y otra vez en la maravillosa película que hubiese hecho Fuller a partir de la novela de Cendrars.

No es posible, sin embargo, hablar de I Shot Jesse James sin mencionar tres escenas particularmente geniales (la segunda, por cierto, casi desaparecida de la copia que ha proyectado hace no mucho la Filmoteca Nacional): me refiero a la reconstrucción escénica del crimen que Bob es incapaz de interpretar; a la del bar en que un trovador canta la «Balada de Jesse James», particularmente insultante para Bob —«dirty little coward», le llama—, y que éste, tras identificarse, obliga a concluir al atemorizado cantante; y a la final, con un duelo en el que Bob se hace matar por Kelley y confiesa luego a su amada Cynthy (Barbara Britton) que «quería a Jesse».

The Baron of Arizona

Los puntos de contacto que existen entre este film, uno de los menos conocidos de Fuller, y la novela de Cendrars que no paro de citar son ya tan notables que, ignorando hasta qué punto se ajustan a la realidad ambas historias, uno se siente inclinado a pensar que tanto un autor como otros atribuyeron a sus respectivos protagonistas acciones o ideas correspondientes al otro.

The Baron of Arizona es, probablemente, la más fantástica y atractiva historia que ha urdido Fuller, digna de las mejores biografías ficticias narradas por Borges en su Historia Universal de la Infamia. Es una lástima, por ello, que acometiese tan tempranamente la realización de tal guion, ya que —seis o siete años más tarde, con plena independencia y medios menos insuficientes— pudiera haber sido, y no lo es, su obra maestra. El personaje de James Addison Reavis —interpretado con verdadero gozo y elegancia por un Vincent Price más divertido, histriónico y shakespeariano que nunca— es el de un estafador genial, con auténtico delirio de grandeza y una obstinación inigualable, que tiene la osadía de reclamar al Gobierno de los Estados Unidos nada menos que el territorio de Arizona, del que pretende ser Barón consorte.

Premisa ya regocijante y descabellada, como se ve, y que para colmo tiene su punto de partida en hechos históricos. Pero no para ahí la cosa, porque resulta que Reavis es, además, un artista. Consagra su vida a una paciente labor de falsificación de límites de terreno —tallando inscripciones en castellano en las rocas—, de documentos de propiedad concedidos por la Corona española —haciéndose monje y viviendo durante años en un convento para borrar y reescribir los pergaminos archivados—, elige y educa a una niña mexicana que va a presentar como heredera de Arizona para casarse con ella llegado el momento, y entabla un pleito con el Gobierno americano. Todo ello a través de una serie de aventuras rocambolescas y delirantes, tanto en España como en México, valiéndose de disfraces, huyendo con una partida de gitanos, y consagrado con febril devoción a ese objetivo único, al que subordina toda su vida para, en el último momento, renunciar a él por amor, al ver que de otra forma no logrará salvar a su esposa mestiza de la furia racista que estalla en Arizona. Tanto «western» como film de aventuras e incluso «misterio gótico» —hay ecos del Monje de Matthew G. Lewis, acentuados por las concomitancias de Vincent Price y el mundo obsesivo de Edgar Allan Poe—, The Baron of Arizona representa una vertiente de la obra de Fuller —y del cine americano en general— que no ha tenido continuidad, posiblemente por tender Fuller hacia historias más «ambiciosas» y, dentro de lo que cabe, más «realistas».

En todo caso, se detecta en el film una complicidad entre Fuller y su personaje principal que, por infrecuente en su carrera, resulta reveladora; curiosamente, es un film estilísticamente —y a pesar de la portentosa fotografía de James Wong Howe— bastante sensato y moderado, menos chocante de lo habitual en este cineasta: parece como si Fuller, confiando excesivamente en la fuerza y la originalidad del relato, hubiese considerado suficiente narrar la épica estafa de Reavis con neutralidad y sencillez, en lugar de con el delirante barroquismo que caracteriza otras muchas películas suyas, como Forty Guns o The Naked Kiss; de ahí que, siendo The Baron of Arizona inolvidable y fascinante, una joya única, sepa a poco y deje una cierta sensación de insatisfacción cuando se ve muchos años después de su realización y conociendo casi todas las películas posteriores de Fuller.

Run of the Arrow (Yuma)

A mi entender la más rica, compleja y sutil de todas las películas de Fuller, al mismo tiempo la más serena y lírica y la más salvaje y brutal, Run of the Arrow es una obra que ha tenido muy poca suerte en España por una serie de razones totalmente ajenas tanto a su calidad intrínseca como a la responsabilidad de su autor. Estrenada en una época en la que la crítica de cine española era aún inexistente, antes de que penetrasen los vientos franceses, e interpretada por un actor antipático, impopular y habitualmente lleno de «tics» (Rod Steiger) y una «cupletera» española que aún no había alcanzado la fama (Sarita Montiel), en un principio nadie le hizo el menor caso; con posterioridad, ha pasado dos veces por televisión, en blanco y negro —cuando tiene una de las fotografías en color más extraordinarias de la historia del cine, de una fisicidad fundamental para el sentido de la película—, y con un doblaje centro-americano execrable —cuando hay que oír a Rod Steiger hablando sobre los Estados Unidos con Brian Keith o sobre la derrota del Sur con su madre (la fordiana Olive Carey), los «ladridos» de Ralph Meeker, la ronca voz jadeante de Jay C. Flippen, Sarita Montiel doblada por Angie Dickinson, para entender de verdad la película—, con lo cual tampoco en tiempos más recientes ha logrado el puesto que merece en la apreciación de los aficionados.

Run of the Arrow consta de 34 secuencias y dura 86 minutos. No dispongo de una copia o una grabación en «videotape», ni del espacio que sería preciso para estudiar escena por escena tan compleja y amplia película, que es lo que valdría la pena hacer; todo lo que pueda escribir acerca de ella resultará una traición, ya que tenderá a esquematizar y empobrecer gravemente una realidad casi física, audio-visual y temporal, en la que los temas no están abordados y desarrollados discursivamente, sino implícitamente, a través de los personajes, de las voces y las precisas palabras con que dicen cuanto dicen, de la atmósfera que reina en cada escena, de la brisa que agita las ramas de los árboles, de la sensación de calor y sequía que transmiten las imágenes, del peso que evidentemente tienen los cuerpos y del esfuerzo que exige una carrera. Enumerar las distintas variaciones sobre el tema de la «pertenencia» o la «adhesión» a un grupo supraindividual —la familia, la tribu, el Sur, la Nación—, o el de la traición, o el de la identidad, aparte de estar ya hecho, y bastante bien, por Alan Lovell, Phil Hardy y Nicholas Granham, sería como contar en cinco fases Misión de audaces (The Horse Soldiers, 1959) de John Ford: una operación totalmente inútil, y sin más resultado que una burda caricatura.

Lo único que, creo, me siento con medios para hacer es comentar un aspecto —subrayando que no es más que uno, y tal vez no el fundamental, aunque sí, quizá, el más característico de Fuller— del personaje del sudista O'Meara (Rod Steiger): su condición de renegado, compartida con otros muchos del film. En efecto, O'Meara considera que los sudistas en general, al aceptar la derrota, e incluso el General Lee, al rendirse, han renegado de la causa confederada, lo que le lleva a él a abandonar a su madre y alejarse de su pueblo y del Sur, adentrándose en un territorio que, por estar aún bajo el dominio de los sioux, no pertenece a los Estados Unidos, convirtiéndose así en un renegado para los hombres blancos; además, encuentra en su camino a un viejo sioux enfermo del corazón, que traicionó a los suyos sirviendo como explorador para la Caballería, Walking Coyote (Jay C. Flippen), y que le introduce a las costumbres y usos de los indios; ambos son capturados, y sometidos a la «prueba de la carrera de la flecha», por un «bravo» sioux llamado Crazy (H.M. Wynant); luego, O'Meara es protegido por Yellow Moccassin (Sarita Montiel), que por él viola las leyes de su tribu; finalmente, ha de enfrentarse con el teniente Driscoll (Ralph Meeker), cuya ambición le lleva a la insubordinación con respecto al capitán Clark (Brian Keith), violando los tratados firmados por blancos e indios; en la batalla, O'Meara está del lado de los sioux, pero cuando luego van a desollar vivo a Driscoll le mata, violando así la justicia india, por lo que, reconociendo que ha fracasado en su tentativa de integrarse en otra cultura, abandona los sioux, y parte hacia los Estados Unidos, acompañado por Yellow Moccassin y el niño Silent Tongue, que renuncian por él a los suyos.

Como puede apreciarse, sólo dos personajes de la película, los más equilibrados, los que tienen un sentido más claro y menos fanático de su identidad como individuos y como miembros de una comunidad, Blue Buffalo y el capitán Clark, no renuncian a nada ni reniegan de nadie, ni violan o traicionan costumbres, tratados o leyes que han asumido. Run of the Arrow es, pues, no sólo una historia de renegados, sino, sobre todo, la crónica de un múltiple fracaso: el retorno de O'Meara a Estados Unidos, aunque sea una reconciliación, no es el resultado de una victoria, sino de una nueva derrota, y plantea una serie de interrogantes —¿cómo van a acogerle blancos?, ¿van a adaptarse a una forma de vida tan distinta su mujer y su hijo adoptivo?, ¿va a soportar mucho tiempo vivir en el Sur hundido por la derrota?— que impiden que el final pueda considerarse «feliz»; no en vano Fuller cierra la película con un rótulo que dice: «El final de esta historia sólo puede ser escrito por usted», dirigiéndose al espectador.

Es indicativo de la madurez alcanzada por Fuller y del equilibrio casi excepcionalmente logrado en Run of the Arrow que la mejor escena de la película no sea violenta, ni siquiera de acción —pese a que hay muchas y muy buenas, empezando por la primera, que, como de costumbre en este cineasta, nos introduce de lleno en medio de lo que está sucediendo—, sino un larguísimo plano (de unos cuatro minutos de duración) que capta, con serena amplitud —entre Preminger y Ford—, una inteligente conversación, admirablemente escrita e interpretada, entre O'Meara y Clark, en la que éste le cuenta al sudista la historia trágica del renegado Philip Nolan, y trata de explicarle lo que significa la Unión; escena que, unos años antes —por falta de soltura, tal vez, como en The Steel Helmet (Casco de acero, 1951)— o unos cuantos más tarde —por apresuramiento y afán de llamar la atención, quizá, como en Shock Corridor—, hubiera podido resultar excesivamente didáctica, explícita, elemental o sensiblera, pero que en Run of the Arrow es todo naturalidad, espontaneidad recreada, soltura, autenticidad y emoción, gracias a la renuncia a todo énfasis que supone el encuadre amplio y fijo elegido y a la prodigiosa precisión con que están dirigidos dos actores tan distintos como Brian Keith y Rod Steiger.

Equilibrio, armonía, serenidad, madurez y emoción contenida que, por una vez, acercan a Fuller al Ford de Misión de audacesCentauros del desiertoDos cabalgan juntos o Siete mujeres y al Preminger de Éxodo, y cumbre de complejidad y precisión a la que Fuller casi llega en La casa de bambúThe Crimson Kimono o Invasión en Birmania, para no volver a sus proximidades desde entonces, a menos que The Bid Red One (1979) nos lo devuelva no sólo al cine, sino a la plenitud de facultades que, pese a los atractivos hallazgos parciales de Shark!/Caine/Arma de dos filos (1968/69) y Tote Taube in der Beethovenstraße/Dead Pigeon on Beethovenstreet (Muerte de un pichón, 1973), parece haber perdido en su frustrante peregrinación de los últimos quince años.

Forty Guns

Si Run of the Arrow, a pesar de la audacia de su guion y de la originalidad que preside el enfoque de cada escena, puede considerarse como la película de Fuller más «clásica», Forty Guns es todavía, pese a lo dementes que son Shock Corridor y The Naked Kiss, la más delirante y «anti-clásica» que ha hecho. No es extraño que sea el último «western» de Fuller, ya que tras el trato que le da, parece difícil que pueda volver a servirse de un género que, tras la adecuación a la historia que había en Run of the Arrow, se le ha quedado «estrecho»: con toda su estilización, resulta excesivamente «codificado» para un estilo que estalla en mil pedazos y eleva sus componentes fragmentarios a la enésima potencia; pasando de una cosa a otra con desprecio total por la lógica dramática, psicológica o narrativa, mezclando todo, acumulando plano sobre plano, saltando de un gigantesco plano general a un primer plano Scope como si fuese lo más normal, recorriendo en un alucinante «travelling» un espacio en el que es fácil perderse, con Forty Guns Fuller da rienda suelta a su afición a las paradojas y realiza el primer «western» no-euclidiano (y el último), un film ante el que las tentativas laconistas del Monte Hellman de The Shooting y Ride in the Whirlwind (1966) resultan francamente irrisorias. Forty Guns es un auténtico huracán, un torbellino aplastante, que sorprende a cada instante y que, desarrollando hasta el exceso la vieja máxima del cine americano que propugna «un plano por idea», se las arregla para dar cien ideas —casi todas descabelladas, algunas contradictorias— por plano; para el Fuller de Forty Guns la dialéctica —incluso en el interior de cada plano— es una noción simplista, pobretona y anticuada; además, con diez días de rodaje, poco dinero y 80 minutos de tiempo narrativo, se empeñó en contar una de las historias más complicadas y con más personajes importantes que se han filmado nunca, antes o después.

El principio rector de Forty Guns parece ser «todo vale», y una vez disparado el revólver en señal de partida —equivalente al grito de «acción»—, Fuller hace suyo el lema de Los hermanos Marx en el Oeste: «Más madera», y, como dicen los franceses, para faire feu de tout bois. No se pida, pues, rigor ni lógica a Forty Guns, porque lo que hay es locura, aunque, como en la de Hamlet, haya en ella método. Puede asegurarse, sin temor alguno a errar o exagerar, que no existe ninguna película siquiera parecida a Forty Guns: ningún otro cineasta —ni siquiera el propio Fuller— se ha atrevido jamás a sobrepasar su desfachatez demencial, su recusación de la verosimilitud o del naturalismo como criterios de valoración o de construcción de la obra de arte; es, por tanto, un caso límite, un film—frontera, ejemplar único y aun palpitante, deslumbrante, vigente, del extremo al que ha llegado el cine. Deteniéndose justo en el límite con la incoherencia, tal vez porque más allá sólo cabe la dispersión y la ininteligibilidad, Forty Guns es, tal vez sin saberlo Fuller, seguramente sin proponérselo, el film más surrealista que se haya hecho en todo el mundo y en cualquier época —no es raro, pues, que sus temas sean el amor loco, la libertad y la muerte—, a su lado, Un chien andalou o L'Âge d'or son aplicados ejercicios de colegial, pretenciosos, afectados y hasta «sensatos».

Por eso, Forty Guns, sin ser su mejor película, ni la más rica o perfecta, ni la más compleja o sutil, es la más reveladora, la más definitoria de cuantas ha hecho Fuller: el que la ha visto sabe ya hasta dónde puede llegar Fuller, de qué es capaz, qué es lo que fundamentalmente ha hecho de él un proscrito, un heterodoxo del cine americano, y por qué, con Godard a la cabeza, los cineastas europeos más inconformistas y renovadores le han tomado, en parte, como modelo.

El argumento de Forty Guns es, sobre el papel y reducido a sus líneas de fuerza, casi vulgar, simple y convencional; sin embargo, el tratamiento de Fuller desafía la capacidad de seguir el relato del espectador más avezado, pues el esplendor visual, la violencia de los cambios de plano, la rapidez vertiginosa de los movimientos de cámara —audaces grúas, travellings kilométricos— y los cambios de actitud de los personajes hacen perder el hilo de la historia —en el fondo, algo así como una versión barroca y llena de insinuaciones sexuales del enfrentamiento de los Earp y los Clanton, aquí los Bonnell y los Drummond, con unas gotas del clima turbio y enrarecido de las historias de Niven Busch (10)—; es una película en la que hasta las —raras— pausas resultan desconcertantes, y hacen perder pie: su aparente reposo no es sino el preludio de un nuevo salto brutal en el vacío, a otra escena extraña y veloz, sin ningún género de explicaciones o advertencias. Forty Guns es la esencia de Fuller, en estado puro, al desnudo, algo así como el grado cero de su puesta en escena, un caso único de director trabajando a la intemperie, sin techos ni cimientos o apoyaturas, sin red; sin embargo, no es un mero ejercicio de estilo, puesto que la historia que —más a posteriori que durante la visión del film, demasiado rápido y apabullante para ello— cuenta es inconfundiblemente fulleriana y reúne —sin relleno alguno— los elementos básicos que definen el cine según Fuller.

Consciente de que no tenía tiempo para dirigirlos, Fuller se rodeó de actores excelentes y con capacidad de improvisar, y además provistos de la suficiente «imagen» como para que su mera presencia física sirviera para caracterizar a los personajes que —más que interpretar— encarnan: Barbara Stanwyck, Barry Sullivan, Dean Jagger y algunos de sus habituales secundarios (Paul Dubov, Chuck Hayward, Chuck Roberson, Hank Worden, Neyle Morrow); con la ayuda de otros dos de sus colaboradores más frecuentes, el músico Harry Sukman y el operador Joseph Biroc, se lanzó a la empresa de crear —en largos y anchísimos planos, con movimientos casi constante de cámara y actores— una serie de planos inolvidables, montados violentamente y potenciados por un empleo casi operístico de la música. El resultado es uno de los «westerns» más abstractos e irrealistas, más fantasmagóricos y líricos, con Johnny Guitar (1954) de Nicholas Ray, Rancho Notorious (Encubridora, 1951) de Fritz Lang, y Great Day in the Morning (Una pistola al amanecer, 1956) de Jacques Tourneur, que he visto.

Forty Guns es un recuerdo alucinante y fragmentario: el gran plano general con que empieza, con la sombra de una nube desplazándose sobre la llanura y la irrupción de Jessica Drummond (Barbara Stanwyck) y sus cuarenta pistoleros a caballo, que pasan como un torbellino junto a la carreta de los hermanos Bonnell, Griff (Barry Sullivan), Wes ( Gene Barry) y Chico (Robert Dix), levantando una enorme polvareda; el súbito huracán que envuelve a Griff y Jessica, derribando a ésta de su caballo, que la arrastra hasta que Griff la salva, en medio de tablones, matorrales, carromatos y árboles que vuelan, mientras se hunden tejados y de desploman paredes y cercas, para que, de pronto, se haga el silencio, y Fuller encadene a una serena luna y a la conversación entre Griff y Jessica, tendidos en el suelo, en la que ella le cuenta su niñez; o la escena de amor entre ambos, después de que ella despida al sheriff corrompido Ned Logan (Dean Jagger) —que mintió, estafó y mató por amor hacia ella—, brutalmente interrumpida por un ruido rítmico que resulta producido por las botas de Logan, que se ha colgado de un árbol; o la salida de la boda de Wes con Louvenia (Eve Brent), momento de felicidad violentamente quebrado al disparar contra Griff el hermano de Jessica, Brock (John Ericson), y caer —ilesa— la novia con el cadáver de su marido encima; o el intento de evasión de Brock, escudándose en su hermana, frustrado por un impertérrito Griff, que dispara sobre Jessica y luego, una y otra vez, sin prestar atención a sus peticiones de clemencia, sobre Brock, hasta matarle, y que se aleja del lugar pidiendo un médico para ella. Escenas todas ellas inéditas, en las que Fuller juega contra las expectativas lógicas del público, decidido a permitirse cualquier cosa.

(1) El colectivo editado por el Edinburgh Film Festival (1969), el de Phil Hardy (1970) y el de Nicholas Garnham (1971).

(2) En Présence du Cinéma, n.° 20 (marzo-abril de 1964).

(3) En Film Ideal, n.° 217-218-219 (1970).

(4) En Jesse James (1939) y The True Story of Jesse James (La verdadera historia de Jesse James, 1957), respectivamente.

(5) Hacia 1964 Fuller tenía en proyecto un film llamado, precisamente, Cain and Abel, y narrado, evidentemente, desde el punto de vista del primero (cfr. entrevista publicada en Présence du Cinéma, n.° 19 y 20).

(6) The Return of Frank James (La venganza de Frank James, 1940).

(7) Tal vez tenga algo que ver con esta decadencia la generalización del empleo del color, que no se usa en absoluto; la comodidad que puede suponer el zoom, frente a la precisión del travelling; la profusión de objetivos y su manejo caprichoso; el rodaje desentendiéndose de los bordes del encuadre, ya que, sea cual fuere el formato, en televisión será alterado (y en los cines también, casi siempre).

(8) A guisa de ejemplo, Fritz Lang contó You Only Live Once (Sólo se vive una vez, 1937) en 86 minutos, Nick Ray They Live by Night, (1947/48) en 95, Arthur Penn Bonnie and Clyde (Bonnie y Clyde, 1967) en 111, y Robert Altman Thieves Like Us (1974) en 123; téngase en cuenta que Ray y Altman adaptaron la misma novela de Edward Anderson, basada, como el guion de la película de Lang, en la historia de Bonnie Parker y Clyde Barrow, y que entre el más corto y antiguo y el más largo y reciente de estos films hay una diferencia de 37 minutos.

(9) Que puede oírse al final de The True Story of Jesse James.

(10) Autor del argumento de Duel in the Sun (Duelo al sol, 1946) de King Vidor y The Furies (Las furias, 1950) de Anthony Mann, y guionista de The Postman Always Rings Twice (1946) de Tay Garnett y Pursued (1947) de Raoul Walsh.

En Dirigido por nº71, marzo-1980 

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