Richard Lester nació en Philadelphia, Pennsylvania (U.S.A.), en 1932. Tendría seis o siete años, pues, cuando vio por vez primera Robín de los Bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938), de Michael Curtiz & William Keighley, interpretada por Errol Flynn y Olivia De Havilland. Es muy probable que, en los últimos tiempos, haya visto y admirado el magistral Robin Hood (1922) de Allan Dwan, con Douglas Fairbanks (1). No es improbable que, entre ambas fechas, haya asistido a la proyección de otras muchas versiones menores de las correrías de Robin Hood y sus Merry Men. El Bosque de Sherwood ocupa un lugar particularmente querido en la geografía mítica de varias generaciones: sus pobladores —proscritos, pillos, bandidos, monjes belicosos, juglares y bufones— encarnaron, en nuestra infancia, el espíritu de rebeldía y de la justa redistribución de la renta: no en vano, como muchos otros bandidos generosos, Robin Hood robaba a los ricos y ayudaba a los pobres. Su más mortal enemigo era un rey usurpador, significativamente apodado, con satisfactoria ironía, Juan “Sin Tierra”; la burlona beligerancia de Robin hacia el rey y su esbirro principal, el Sheriff de Nottingham; sus proezas acrobáticas por árboles y almenas; su destreza inigualable con el arco y la flecha; su amor galante por Lady Marian, eran virtudes que nos hacían perdonarle su incomprensible adhesión al legítimo rey, Ricardo “Corazón de León”, que pese a su fiero nombre nos pareció a todos —creo yo— un tanto estúpido y un mal rey, yéndose a las Cruzadas en vez de ocuparse de su país y de sus súbditos, a quienes dejó en las crueles y codiciosas manos de su traicionero hermano (2). En este sentido, el comienzo de Robin and Marian (1976) no puede ser más prometedor, pues confirma nuestras peores sospechas infantiles a propósito de Ricardo, y nos depara la tardía satisfacción de ponerle en su lugar: las películas antiguas daban por supuesto que “Corazón de León” era un gran tipo y, pese a su ingratitud, Robin parecía creerlo; a nosotros nos sorprendía su ingenuidad, y no nos hubiera parecido mal que, tras derrotar a Juan, hubiese destronado a Ricardo. Ahora, por fin, nuestra suspicacia ha sido reivindicada: Lester, que tal vez tuviese la misma sensación que nosotros, nos presenta a Ricardo tal y como sin duda era, presumido, despótico, caprichoso, absurdo, insensato, desconsiderado y algo loco.
Este revelador detalle —el ajustarle las cuentas a Ricardo, pese a lo que las películas tácitamente afirmaban— me permite concluir, junto con el tono de unas declaraciones de Lester a Positif, que al mediocre artífice de ¡Qué noche la de aquel día! le apetecía muchísimo contarnos la verdadera historia de Robin Hood, y que debió entusiasmarle el estupendo guión de James Goldman. No se trataba de desmitificar —como pudiera temerse, dada la tendencia de Lester a dejarse llevar por el viento de la moda— a Robin Hood; al contrario, se trataba de restablecer no la verdad histórica —dudosa en este caso— sino la verdad del mito; es decir, contarlo sinceramente, sin hipocresías, sin dejar que Ricardo “Corazón de León” hiciese sombra a Robin y le relegase a la condición de vasallo y subordinado después de que se hubiese proclamado hombre libre frente al más peligroso Juan “Sin tierra”. De hecho, Robin and Marian es, con El viento y el león (The Wind and the Lion, 1975) de John Milius y El hombre que pudo reinar (The Man Who Would Be King, 1975 de John Huston (3), la película más mítica que se ha hecho en muchos años, como ellas, se trata de una reformulación, desde ahora, desde otros presupuestos, desde otras vigencias (4), de los mitos de antaño. Lo que han perdido en espíritu de aventura, en vigor, en brío, en buen humor, en ímpetu y en triunfalismo lo han ganado, en cambio, en profundidad, en reflexión, en melancolía, en ambigüedad, en complejidad, en ironía y en afán de ir más allá de las apariencias, más allá del transitorio “final feliz” o de la victoria pírrica. Los héroes son ahora menos eficientes y están menos seguros de sí mismos, pero son más heroicos, porque se saben vulnerables, o condenados, o derrotados, y sin embargo luchan; sus dimensiones se han reducido, ya no tienen aureola, pero no son más próximos y podemos temer por ellos, porque pueden morir, pueden ser gravemente heridos, pueden perderlo todo, incluso a la mujer amada.
No sé si la idea originaria habrá sido de Goldman o de Lester —quien acababa de rodar The Three Musketeers y The Four Musketeers—, pero Robin and Marian es como un “Veinte años después” de The Adventures of Robin Hood. Los autores de la película, siguiendo el ejemplo de Alexandre Dumas, se han planteado qué ocurriría entre Robin, Marian, Ricardo, Juan, fray Tuck, Will Scarlet, Little John y el Sheriff de Nottingham cuando, dieciocho años más tarde, volviesen de las Cruzadas, cansados y derrotados, el rey y sus más fieles seguidores. Planteamiento admirable, que convierte las versiones precedentes en un flashback que, por ser conocido de todos los destinatarios del film (5), puede omitirse, y que permite preservar intacto y sin desdoro el recuerdo de los Robin Hood de Errol Flyn o Douglas Fairbanks, ya que no nos cuenta de otro modo las mismas aventuras, sino Otras aventuras, ya tardías y otoñales, de los mismos personajes, que además, no son menos fabulosos, sino más viejos, más maduros, más desencantados. El contraste entre la alegría y el entusiasmo saltarín de las versiones de Dwan y Curtiz Keighley y el tono elegiaco y nostálgico de Robin and Marian no pone en tela de juicio este film, que Lester quiso titular La muerte de Robin Hood, sino que es, precisamente, lo que le da sentido, al menos el sentido que tienen: épico, romántico, afectuoso.
Tras la absurda muerte de Ricardo “Corazón de León” (Richard Harris) en Francia, en una escena que evoca al mismo tiempo Paseo con el amor y la muerte (A Walk with Love and Death, 1969) de Huston y Campanadas a medianoche (1965) de Orson Welles, el árido paisaje terroso del continente se troca, jubilosamente, por los verdes campos de la Alegre Inglaterra. Robin Hood (Sean Connery) y el Pequeño Juan (Nicol Williamson) se dirigen al Bosque de Sherwood, preguntándose qué habrá sido de Lady Marian tras dieciocho años de ausencia (ya saben que, muerto Ricardo, reina de nuevo Juan “Sin Tierra”, y que el Sheriff de Nottingham sigue expoliando la zona con los tributos que exige de los campesinos y villanos). Allí reencuentran a Will Scarlet (Denholm Elliot) y al hermano Tuck (Ronnie Barker), a los que en un principio ni reconocen. Robin pregunta “¿Dónde están los amigos?”, y Tuck responde “Unos se fueron, otros murieron”. Los años no han pasado en balde; la situación es muy otra, aunque el enemigo sea el mismo. Todos son más viejos, están cansados, tienen el cuerpo lleno de cicatrices. Y Lady Marian (Audrey Hepburn) se ha hecho monja, es abadesa y no quiere saber nada de Robin. Otra cosa ha cambiado: antes los enemigos de Robin contaban con la complicidad de la Iglesia, ahora persiguen a los religiosos; de ahí que Robin vuelva a enfrentarse con el Sheriff de Nottingham (Robert Shaw), en una pugna que —se nota— ambos echaban de menos, pues —como antagonistas de talla— se necesitaban mutuamente.
Este es el punto de partida de unas nuevas aventuras picarescas que no difieren, en lo referente a luchas y trampas, astucias y correrías de las del pasado (me refiero tanto al pasado de los personajes como al de los espectadores ideales del film). Lo que ya varía mucho es el fondo de la aventura: sus motivaciones, el estado de ánimo de los protagonistas, sus relaciones, sus objetivos, sus esperanzas. Robin y el Sheriff, por ejemplo, no se odian; se tienen cierta simpatía y no poca admiración recíproca, aunque ambos sentimientos estén enturbiados y obstaculizados por el orgullo, la rivalidad y la posición social que ocupan; por eso, la muerte del Sheriff es lamentable y penosa, pese a que sea el causante directo de la de Robin. Resulta que el Pequeño Juan —y no creo que a nadie le sorprenda en exceso— estaba secretamente enamorado de Lady Marian, y que guardó silencio por fidelidad a su amigo Robin (y porque sabía, sin duda, que no sería el elegido). Y Marian nos cuenta —no sólo se lo cuenta a Robin—, cuando baja las defensas, que trató de poner fin a su vida por no poder vivir sin Robin, por no soportar el deseo que por él sentía, se aisló del mundo y se privó de toda esperanza haciéndose religiosa. Y así todos los personajes, en breves y admirables diálogos, a través de pequeños gestos y furtivas miradas, van revelándose tal como pudieron ser con el paso baldío de los años que Robin perdió en esa estéril y demente empresa que fueron las Cruzadas.
No puede extrañarnos, después de todo eso y de cuanto ocurre luego, que Marian cuelgue los hábitos y se consagre a recuperar el tiempo y el amor perdidos con Robin ni que Robin se resista a eludir el desafío del Sheriff, ni que los nuevos proscritos de Sherwood sean derrotados, ni que —en un gesto de supremo amour fou, tras confesarle “Te amo más que a Dios"— Marian envenene a Robin para ahorrarle una dolorosa agonía y se envenene para acompañarle a donde quiera que vaya una vez muerto, ante la impotente mirada acongojada de Little John.
Este film, que es el mejor que ha hecho Lester por una ventaja astronómica con respecto al siguiente, que tienen la modesta sabiduría de limitarse a bien contar una hermosa historia, fundiendo con acierto el (buen) humor y la acción con la amargura y el realismo acerca de la miseria y la violencia de la Edad Media, que es —como Campanadas a medianoche en la que hace pensar a menudo— un lamento por la muerte de la Merry England, tiene además el final más gráficamente sublime y conmovedor que me ha sido dado contemplar en mucho tiempo, y que no describiré para no quitarle fuerza ante el que lea estas páginas sin haber visto la película, pero que arrancó aplausos a parte del público. Ignoro si eran niños los que aplaudían, o si eran en guasa, pero yo aplaudí por dentro, y muy en serio.
(1) Richard Lester formó parte del Jurado que, en un festival de Cannes (¿el de 1966?) concedió un premio especial a El ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, 1924) de Raoul Walsh, con Fairbanks.
(2) La rivalidad entre hermanos era, sin duda, un factor considerablemente inquietante y complejo, ya que a todos los niños se les enseña a llevarse bien con sus hermanos; de hecho, la maldad de Juan "Sin tierra,” invitaba a dudar de la presunta bondad de Ricardo “Corazón de León”, que después de todo era su hermano. Recuerdo que, cuando tenía seis o siete años, llegué a sospechar que Ricardo, compadecido de que su hermano pequeño no tuviese “Tierra”, se iba a las Cruzadas para dejarle las manos libres, prestándole Inglaterra durante algún tiempo; lo cual, como hermoso, no me parecía mal, aunque como rey resultase un gravísimo fallo y le convirtiese en cómplice de los abusos fraternos.
(3) Obsérvese que las tres películas citadas están protagonizadas por Sean Connery, actor que, con los años, no sólo ha mejorado mucho como intérprete, sino que además después de encarnar uno de los pocos mitos de los años 60 —el bastante nefasto y fascistoide James Bond—, parece consagrado a volver a dar vida a los viejos mitos del cine clásico de aventuras. Su elección para interpretar al otoñal Robin Hood es uno de los tres mayores aciertos de un “casting” excelente; los otros dos son, evidentemente, Audrey Hepburn —aprovechando la expectación del espectador ante su efímero retorno al cine, tras ocho años de inactividad, para que compartamos el efecto que le hace a Robin reencontrarla tras dieciocho años de ausencia— y Richard Harris —que ya interpretó a otro mítico rey, Arturo, en el Camelot (1967) de Joshua Logan—, admirables como, en general, todos los que componen el reparto de Robin and Marian.
(4) Por ejemplo, si ya las películas americanas de los años 20-25 eran anti-feudalistas y, pese a tratar como héroes a algunos reyes, más bien republicanas, ahora es difícil que un film de aventuras caiga en el racismo o el colonialismo, en los que antes no se preocupaba de no incurrir.
(5) Que no son, y lo siento por ellos, los que son niños ahora, sino los que lo fuimos hace ya bastantes años y conocemos, por tanto, los otros Robin Hood, en particular el de Errol Flynn. No es una película para niños; es demasiado nostálgica para el que apenas tiene recuerdos, y se nota demasiado que la ha dirigido un hombre de más de cuarenta años. Por eso, y no por los ridículos moralismos que aduce la crítica de extrema derecha (Martialay, Arroita-Jáuregui) para protestar de que se tolere que la vean menores de 14 años acompañados, me parece buen consejo que la vean los que están por encima de esa edad, aunque no veo por qué no han de poder asistir a su proyección —sin comprenderla y disfrutarla plenamente— los que no lleguen a ella: es muy sana, y demasiado poco pueden ver que no les vaya a convertir en bobos llorones, si se les regatea El póker de la muerte de Hathaway y se les ceba con Heidi, Marco y otros horrores, entre los que incluyo, por supuesto, lo que antes se protegía como “cine infantil”.
En "Dirigido por" nº 46; agosto-1977
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