El arte discreto y tranquilo de Yasujiro Ozu, que apresuradamente se atribuye a su condición de japonés - sin reparar lo poco que tiene en común con el dinámico (y no por ello "occidentalizado") Akira Kurosawa, o con los estallidos de violencia que sin inmutarse nos hace ver Kenji Mizoguchi o con la sorda indignación calladamente presente en casi cada plano de Mikio Naruse – o a los presuntos misterios del alma oriental - quizá debidos al desconocimiento y la falta consiguiente de perspectiva y enfoque, más que a las innegables diferencias e incluso la lejanía o la objetiva distancia -, tiene, a pesar de su singularidad y del carácter sosegadamente radical de sus opciones estéticas, nada llamativas y estrictamente inimitables, no pocos puntos de contacto con el de los cineastas occidentales más contemplativos y reflexivos, sean pacientes y acogedores del azar, como Jean Renoir, o escrutadores de espacios cerrados y familiares, como a menudo Carl Th. Dreyer, sean meridionales o nórdicos.
Esta actitud, que puede revestir asimismo diversos grados de apego al material en bruto, como en Roberto Rossellini, o de extremada búsqueda del despojamiento y la estilización, como en Robert Bresson, no está, por principio, ni vedada ni reservada a cultura o geografía alguna. Puede descubrirse en David Wark Griffith o el recientemente fallecido Jean Rouch, en Ingmar Bergman o Fritz Lang, en John Ford o Howard Hawks, en momentos o periodos de las carreras agitadas de Nicholas Ray o Jean-Luc Godard, en Éric Rohmer o Leo McCarey, en Charlie Chaplin o F.W. Murnau, en las obras de madurez de Luis Buñuel o Allan Dwan.
No es muy frecuente entre nosotros, y con esta primera persona del plural me refiero a los que - con mayor o menor precisión, solidaridad o resignación - todavía somos considerados, desde fuera al menos, como españoles. Pero algún caso hay, y hoy me acompañan dos cineastas que en algún grado comparten esa actitud frente a la realidad, la vida y el cine, o si se prefiere, para no rondar siquiera la poesía ni los arrabales de la metafísica, la apariencia, el flujo del tiempo y el moldeable espacio que forzosamente quien mira acota, razón por la cual a la admiración que podemos sentir por Ozu incluso los más opuestos, quizá añadan ellos la visión íntima que proporciona la afinidad vista a distancia, porque Ozu pertenece no sólo, como se pretende, al Japón, sino, más aún, al pasado, a un cine que, partiendo de la inocencia, alcanzó la sabiduría y, sin siquiera proponérselo, se hizo clásico, lo que viene a significar duradero, siempre presente.
Esa inocencia virginal no cabe, salvo que se ciegue o pretenda engañar a alguien, en un cineasta actual, ni un debutante ni un veterano de treinta años de espaciada andadura - no le llamemos carrera - ni de veinte, tanto si se encastilla en la ignorancia y el olvido (descubrirá la pólvora o el Mediterráneo) como si conoce las huellas que han quedado de sus antecesores y ha aprendido de ellos no la técnica - algo, en sí mismo, relativamente fácil y sin demasiado interés - ni un estilo que sólo a ellos pertenece, sino la exigencia moral y la sed de saber. Serán, sí, sus contemporáneos, sus maestros, tal vez sus inalcanzables modelos, sus baños de modestia, el acicate de sus íntimas ambiciones de exploradores; pero son, lo saben, y ese saber no debe desanimar, sino servir de estímulo, aunque sean inalcanzables, porque no es posible – ni tendría sentido alguno - el retroceso, ni sería fiel imitarles por fuera, en lo más externo y superficial - y marchar en dirección opuesta. Han de adecuar su mirada al tiempo tasado - pero de duración desconocida - que les ha sido asignado, en la época que les ha tocado en suerte. Y tienen, como los primitivos creadores, como ellos pero de otra manera, que apañárselas con ese mundo, esa vida y los medios, los instrumentos que tienen a su alcance para hacer luz en la oscuridad, infundir nitidez a lo vago y difuso, desvelar lo escondido, dar forma a lo que carece de ella, hacer inteligible lo que no se comprende y elocuente lo inexpresivo.
Esta tarea o misión asumida, no elegida sino impuesta por la autoexigencia y la necesidad de aprender, a poco que se piense ha de resultar evidente, exige tiempo, quizá el bien más valioso, por ello el más caro y el más difícil de obtener en ese cine que se conforma con ser una industria, y a falta de él, como es probable que casi siempre ocurra, requiere, por lo menos, paciencia; que no significa para mí resignación, ni meramente aguante, ni capacidad de espera - rasgos que se atribuyen a Ozu, a veces en tono de reproche, como si equivaliesen a conformismo, pasividad o indiferencia -, sino la fuerza para esperar con serenidad y tesón - sin renunciar - que el tiempo pase, que las cosas se muevan, que el cambio se produzca.
Tiempo, pues, y además, sobre todo en su defecto, pero también en su compañía, paciencia. Esa paciencia se traduce en una concepción nada teórica de lo que es una cámara y de su utilidad como medio técnico para capturar una realidad que, intuitivamente, se sabe que va más allá de la mera apariencia, que a menudo encuentra misterios inagotables en un rostro, en un río, en un paisaje, en las nubes - algunos se preguntan por qué Godard lleva casi veinte años ya "en las nubes", contemplándolas, persiguiéndolas, pintándolas -, en la silueta de cualquier conjunto urbano, no sólo en las palabras, las diversas lenguas, las expresiones peculiares, sino en las voces, los tonos, los ritmos y las músicas inagotables del habla, como de los gestos que las sustituyen o acompañan, a veces para negarlas, desmentirlas, retirar una palabra, otras para subrayarlas, matizarlas, corroborarlas, avalarlas. Es un espectáculo nada excepcional, cotidiano, al alcance de todos, al que el cine aporta sus poderes, que no son tanto los de crear con engaños y trucajes un simulacro de apariencias sino, más bien, el de detener, fijar, hacer durar, dilatar o acortar el tiempo, no caprichosamente, sino con razones poderosas y medios dignos y respetuosos, o el de acercar o alejar las cosas y amplificarlas y permitir una visión que el ojo desnudo no alcanza, entre otras cosas porque a nadie se puede mirar tan de cerca. Son poderes que hoy muchos cineastas ignoran, o eso parece, o desperdician, que otros desdeñan, que algunos parecen no atreverse a emplear, o no están dispuestos, quizá por simple pereza o comodidad, a hacer el trabajo que su recto uso demanda.
Texto preparatorio para una conversación a tres bandas con Erice y Guerin en “Yasuhiro Ozu y Víctor Erice : tres miradas sobre el cine de Yasuhiro Ozu”, para CajaCanarias en Tenerife (2 de abril de 2004).
No hay comentarios:
Publicar un comentario