A menudo duro o malhumorado, pero capaz de reírse de cualquiera y de disfrutar en las situaciones más apuradas, como buen irlandés, el que hoy conocemos, sobre todo, como el padre de John Huston, Walter Huston (en realidad Houghston) fue durante unos veinte años uno de los actores más prestigiosos del cine americano.
Nacido en Toronto, Canadá, era un célebre y experto actor teatral de 45 años –tras abandonar sus estudios de mecánica– cuando debutó en el cine. No sólo trabajó, desde el comienzo, con los directores más importantes, y sobre todo, se diría, con los emigrantes o de origen europeo –Victor Fleming, George Cukor, D.W. Griffith, Clarence G. Badger, Howard Hawks, Rowland V. Lee, William A. Wellman, Michael Curtiz, William Wyler, Frank Capra, Lewis Milestone, Woody Van Dyke II, Jack Conway, John Cromwell, Gregory La Cava, Richard Boleslavsky, Berthold Viertel, Clarence Brown, Josef von Sternberg, William Dieterle, Jean Renoir, Howard Hughes, René Clair, King Vidor , Joseph L. Mankiewicz, Rouben Mamoulian, Robert Siodmak, Anthony Mann … algunos de ellos varias veces–, sino que encarnó en más de una ocasión al Presidente de los Estados Unidos, papel que, como se sabe, no está tan al alcance de cualquiera como el cargo en sí: dudo que hubieran dejado que lo fuese en el cine a ninguno de los últimos ocupantes del puesto, salvo John F. Kennedy, y desde luego a Ronald Reagan nunca se lo adscribieron en una película, por falta de categoría (no digamos a Nixon, a quien cualquier casting director hubiera asignado papeles de crápula secundario, ni Gerald Ford o Jimmy Carter, que parecían destinados a hacer de padres patosos en comedias sin gracia producidas por Walt Disney). Como otro actor “presidencial” por excelencia, Henry Fonda –en 1939, a las órdenes de John Ford–, Walter Huston encarnó nada menos que a Lincoln en una de las últimas obras de D.W. Griffith, Abraham Lincoln (1930), la primera de sus dos magistrales películas sonoras.
Pero Huston padre era tan versátil y “bifronte” que también prestó su cuerpo al Diablo en El hombre que vendió su alma (1941) de William Dieterle (buen conocedor en la materia, pues ya como actor de cine mudo, en Alemania, había sido tentado por el Mefistófeles de Emil Jannings en el Fausto realizado en 1926 por F.W. Murnau), y muchas veces al americano medio, cazurro y emprendedor, elemental pero honrado, ingenuamente bienintencionado y curiosamente aislacionista, con Frank Capra y William Wyler, en La locura del dólar (1932) y Desengaño (1936), respectivamente.
En todos sus papeles dejó ver sus raíces irlandesas. Aunque su hijo el director, curiosamente, le precediera en la pantalla –ya en 1928, a los 22 años, hacía sus pinitos de actor, aunque entre 1930 y 1963 no trabajó a las órdenes de otros–, Walter fue, mucho más tarde, el modelo de las truculentas y no tan esporádicas (unas 30) intervenciones como actor de John, quien le consiguió un Oscar con El tesoro de Sierra Madre (1948), donde, claro, se comía a Tim Holt, pero también casi a Bogart.
Padre e hijo no hicieron juntos demasiadas películas: compartieron pantalla en la ya mencionada, y Walter tuvo una fugaz pero memorable aparición en la primera que logró dirigir John, El halcón maltés (1941), y salió también en Como ella sola (1942).
A menudo fue tonante y profético, como predicador en Duelo al sol (1946) de King Vidor o como Presidente en El despertar de una nación (1933), la extrañísima e inasible parábola político-ética de Gregory La Cava. Sin embargo, pueden distinguirse dos etapas en su carrera: en la primera se caracteriza por una extremada sobriedad y contención, compatible incluso con papeles de villano, como el que le dio popularidad en The Virginian (1929) de Fleming. En la etapa final, en cambio, sobre todo desde que empezó la Segunda Guerra Mundial –durante la que prestó su voz enérgica y seria a algunos de los documentales propagandísticos de Capra y Litvak–, mostró cierta tendencia al histrionismo, sin duda porque le permitía magnificar pequeños papeles, que eran los que ya, por su edad, le solían dar.
Pero la verdad es que ni en los primeros años, cuando la Paramount le llamó a Hollywood –luego pasó a la Warner– era siempre el protagonista, y no llegó a ser nunca una “estrella”, probablemente por un exceso de modestia que hacía, incluso en las películas en las que era el primer actor, que lo dudásemos, o que tardásemos en darnos cuenta de que el suyo era el personaje principal; nada egocéntrico, pasaba constantemente de protagonista a secundario destacado, de esos que, por breve que sea su papel, no suelen olvidarse.
También se anticipó al Henry Fonda de Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) de John Ford, haciendo de Wyatt Earp en Un hombre de paz (1932) de Edward L. Cahn; encarnó a Pat Garrett en The Outlaw (1941) de Hughes y Hawks. Aunque ganó el Oscar al mejor actor secundario por El tesoro de Sierra Madre, quizá sus mejores papeles fueran, además del de Lincoln, el alcaide de The Criminal Code (1931) de Hawks, el banquero de La locura del dólar, el reverendo Davidson de Rain (1932) de Milestone, el sorprendente Presidente de La Cava, el Dodsworth de Sinclair Lewis –que había interpretado en el teatro y que llevó al cine Wyler en 1936–, su fulgurante aparición y muerte en un momento crucial de El halcón maltés, el padre de George M. Cohan (James Cagney) en Yanki Dandy (1942) de Curtiz, el embajador americano en la URSS de la extraña y fascinante película pro-soviética de la Warner, Mission to Moscow (1943, también de Curtiz), el padre de Ava Gardner –y jugador empedernido– de El gran pecador (1949) de Siodmak y el terrateniente de Las furias (1950) de Mann, aunque probablemente las tres mejores películas en las que intervino fueron En tinieblas (1940) de Wellman, Aguas pantanosas (1941) de Renoir y El embrujo de Shanghai (1941) de Sternberg.
Era un actor muy moderno en los años 30: su sobriedad contrastaba gratamente con la teatralidad de otros intérpretes importados de Broadway al comienzo del sonoro, luego se hizo un clásico intérprete de reparto, menos original aunque maestro de la composición y capacitado para hacer cualquier papel.
En “Nosferatu” nº 20, enero-1996
No hay comentarios:
Publicar un comentario