Las imágenes de los sueños y las imágenes de la memoria tienen sonido. Con el cine nos dimos cuenta que las imágenes tienen música.
Estas palabras de Gato Barbieri, que figuran en la contraportada de su LP Caliente!, me han venido a la memoria mientras pensaba acerca de En el curso del tiempo (Im Lauf der Zeit, 1975), debido —sin duda— a la importancia que las imágenes, los sueños, la memoria, el sonido, el cine y la música tienen en esta película de Wim Wenders, cineasta del que no conozco ninguna otra —aunque ésta dure tres horas— y al que, sin embargo, creo comprender perfectamente, tal vez porque pertenecemos a la misma generación —tiene dos años más que yo— y compartimos una serie de vivencias y de gustos. Ello me permite, hasta cierto punto, suponer lo que no sé de él a partir de lo que sé de mí y de mis amigos, sin por ello identificarme con sus puntos de vista ni con los de sus personajes, por mucho que reflejen un estado de ánimo que conozco directa o indirectamente.
Im Lauf der Zeit es casi una aventura, pues nos sumergimos en ella cuando aun luce el sol y salimos del cine cuando ya es de noche, sin que tenga sustancia dramática que justifique tan dilatada permanencia en la inmovilidad y la penumbra, ni su trama narrativa impida que la película pudiese prolongarse dos o tres horas más. Esto quiere decir que hay tiempo, durante su proyección, para recordar muchas cosas, para pensar en otras películas, para reflexionar sobre lo que se está presenciando. Nunca lo que sucede en la pantalla absorbe nuestra atención hasta el punto en que nos sería difícil ser conscientes de que estamos viendo una película; el asiento nos recuerda que estamos en el cine, y la acostumbrada incuria de los proyeccionistas nos hace sonreír cuando Bruno Winter (Rüdiger Vogler) sube a la cabina a ver qué pasa que se ve tan mal. Sin recurrir a forzados «efectos de distanciación» ni renunciar al potencial emotivo y fascinatorio del cine, Wenders restituye al espectador su condición de hombre libre —être libre, c'est regarder autour de soi, dijo Godard— y nos invita a mirar sin contentarnos con ver.
Im Lauf der Zeit es como un río, pero habrá que vadearlo por algún sitio. Tomemos, para empezar, y siguiendo la pista de Gato, la música, porque el uso que hace Wenders de ella indica también su relación con el cine. Americana, de los años 50 y 60, la música que continuamente escucha Winter no tiene por función evocar y recrear una época, como en Bogdanovich (The Last Picture Show, Paper Moon), sino revelar la adhesión de Wenders y sus personajes al pasado reciente de una cultura ajena pero asumida, hecha propia, tal vez mitificada. La música es una parte de esa cultura; The Wild Palms otra; quizá la más importante para Wenders sea ese cine americano que llámanos «clásico» para dar a entender que pertenece al pasado pero sigue vivo (o, cuando menos, vigente), cine del que se ha nutrido, que ha asimilado y digerido y al que rinde sutil homenaje sin caer nunca en la ingenua tentación de volverlo a la vida —porque ha muerto— o trasplantarlo a la Alemania de 1975: más alejado de sus modelos que Bogdanovich, más distanciado que Truffaut y Godard cuando empezaron a hacer cine, Wenders no intenta repetir obras que sabe irrepetibles, ni trata de satisfacer la posible nostalgia del espectador. Su cinefilia no es complaciente, sino trágica, porque sabe que —como dice uno de sus personajes— «los americanos han colonizado nuestro subconsciente», frase que habría que matizar, sustituyendo el verbo «colonizar» —un poco demagógico e hipócrita en este contexto— por otro, a la vez más ambiguo y más preciso: «seducir». Creo que al menos dos generaciones de europeos —los nacidos al final de la Segunda Guerra Mundial, los que cuando nacimos tenían 15 o 20 años— nos hemos dejado seducir —de buen grado, con entusiasmo y placer— por la cultura americana: de Faulkner, Scott Fitzgerald, Hemingway, Cain, Hammett y Carl Sandburg a Ross Macdonald, Kerouac, Mailer y Gregory Corso, pasando por Raymond Chandler; de Lester Young, Billie Holiday, Woody Guthrie y Frank Sinatra a John Coltrane, Ornette Coleman, Crosby, Stills, Nash &Young, Tom Paxton y Janis Joplin pasando por The Platters, Elvis Presley, Pete Seeger, Johnny Cash, Charlie Parker y Johnny Hodges; de Hawks, Ford, Walsh y Vidor a Peckinpah, Penn y Hopper, pasando por Nicholas Ray, Fuller, Huston y Kazan. Sobre todo, conviene precisarlo, por la cultura popular, no siempre aceptada como «cultura» y a menudo «poco respetable», con frecuencia considerada «subversiva» y que, para nosotros, solía resultar «liberadora». Por eso pienso que es más justo que buscar disculpas (diciendo que hemos sido colonizados) reconocer que nos hemos dejado seducir por Faulkner, Hawks o Chandler, ya que hemos abrazado esa cultura ajena, si no del todo conscientemente, sí voluntariamente, y sin otra imposición que la del frecuente contacto que hemos podido tener con ella (a nadie le han obligado en el colegio a leer a Dashiell Hammett; sí, en cambio a Pereda). Las causas de nuestra fascinación por la cultura viva del todavía nuevo continente son varias, aparte de su misma vitalidad, y pueden ser diferentes en cada caso, pero sospecho que una de las principales ha sido la falta de atractivo de la sociedad europea de los años en que nos hemos formado: que la situación se viese modificada por la fallida revolución de Mayo de 1968 —de pronto, lo que sucedía en París resultaba más apasionante y cercano que Dodge City, Tombstone, el Chicago de los años 30, los muelles de Nueva York o los loops de San Francisco— parece confirmar esta hipótesis. Otro motivo, más directamente cultural, podría ser el pavoroso déficit de ficción, de imaginación y de espíritu aventurero padecido por el cine y la literatura en Europa durante buena parte de aquella época.
En España y Alemania la situación era aún más deprimente. Exiliados Buñuel y Lang, con un cine nacional repugnante, cursi y soporífero, teníamos que volcarnos, casi inevitablemente, al dinámico exotismo de Tambores lejanos, El hidalgo de los mares, Los gavilanes del Estrecho, El temible burlón, Scaramouche o, un poco después, a la espléndida madurez de La esclava libre, Centauros del desierto, De entre los muertos, Hatari, Sed de mal, Chicago, año 30, La casa de bambú o Más allá de la duda. Añádase, en Alemania, la culpabilidad del nazismo, la división del país y la presencia de fuerzas de ocupación extranjeras y, en España, la falta de libertad y el poco entusiasmo que inspiraba un país sometido a una dictadura anacrónica, y se comprenderá aún mejor el atractivo de Anthony Mann, Bob Dylan, las Montañas Rocosas, el Monument Valley, Ava Gardner, Humphrey Bogart, Fred Astaire, Marilyn Monroe, Miles Davis, Henry Miller, Cantando bajo la lluvia, Rebelde sin causa, David Goodis, El Golden Gate Bridge, Desayuno con diamantes, Duelo en la alta sierra, Búfalo Bill, Buster Keaton, El buscavidas, Como un torrente, Laura, Vidas rebeldes, Rio Bravo o Flags in the Dust.
Sin embargo, as time goes by —como cantó Sam, para disgusto de Rick Blaine, en Casablanca—, en el curso del tiempo, las cosas fueron cambiando a ambos lados del Atlántico. Más despacio en España, algo menos en Alemania, América perdió su condición de Frontera, de último refugio, de reducto final de la ficción aventurera. Se impuso el realismo; la politización y el estructuralismo llevaron al cine americano a la mesa de autopsias (no de operaciones: entretanto, la serie B y el musical habían muerto; los géneros supervivientes cabalgaban o se arrastraban hacia el ocaso, desangrándose por el camino —Pat Garrett y Billy the Kid, Grupo Salvaje, Brigada homicida, Los nuevos centuriones—, si no se corrompían; los pioneros eran enterrados, mientras los veteranos de la llegada del sonido o los existencialistas de la Generación Perdida emprendían la retirada o practicaban el entreguismo). Si uno se pone a analizar aquello de lo que se ha alimentado, puede acabar vomitándolo, y eso es lo que les pasó a ciertos cineastas; otros, sin embargo, reconocieron la deuda contraída y partieron en nuevas direcciones. Para algunos, el trago fue difícil y amargo. Oigamos a Bernardo Bertolucci: «Pero lo más importante para mí fue superar el miedo típico de los directores de los años 60, de los que formaba parte: la superación del temor a arriesgarse; superación de un cierto equívoco brechtiano procedente de una lectura mal entendida de Brecht. Así pues, superar este malentendu, que en definitiva era el miedo a emocionar al público. Yo ahora no tengo miedo de emocionar al público. Todo lo contrario, intento tocarlo antes que nada a través de la emoción, porque creo, incluso, que sea útil para realizar después el discurso ideológico». Wenders ha sido testigo de estos temores, de estos arrepentimientos, de estas renuncias, pero ha llegado al cine algo más tarde, y eso le ha permitido arreglar cuentas con su pasado de cinéfilo con menos vacilaciones, sin reacciones histéricas (tipo Partner o Le Gai Savoir).
Im Lauf der Zeit salda la deuda que Wenders pueda haber contraído con el Lang americano, con Hawks y Ford o con Nicholas Ray. No trata de rehacer lo que ellos hicieron, porque hecho está y aún tiene valor; tampoco reniega de ellos, intentando hacer todo lo contrario. Si el cine americano forma parte de Im Lauf der Zeit lo hace con el mismo motivo que la amistad, el itinerario o la frontera de las dos Alemanias, porque es algo que interesa a Wenders, que conoce, que le es propio. Sus personajes son dos vagabundos sin rumbo, siempre on the road, como los de Kerouac o los, más recientes, de Easy Rider, pero no por ello se podría decir que En el curso del tiempo sea, como Two Lane Blacktop de Hellman o Vanishing Point de Sarafian, una road movie. Su estructura itinerante es la de The Grapes of Wrath de Ford y numerosísimos westerns, desde Río Rojo de Hawks hasta Dos cabalgan juntos de Ford. Por su afición a los remansos y a las digresiones —y también por su carácter musical— podría hacer pensar en Wagon Master o en La balada de Cable Hogue; por su forma de plantear la amistad entre dos hombres cabe acordarse de varias películas de Hawks, desde Río de sangre a Río Bravo. Y, sin embargo, no hay en el film de Wenders ninguna referencia explícita, ningún «homenaje», ni cabe decir que haya copiado ninguna escena ajena. El que conozca esas películas puede o no pensar en ellas, el que las ignore no perderá nada por ello, ni verá dificultada su comprensión de En el curso del tiempo. Si acaso, puede relacionarse la visión del cielo nocturno a través del tragaluz del camión con el planetarium de Rebelde sin causa, sobre todo si se piensa que Ray se encuentra, con Hopper, Fuller, Eustache, Blain y algún otro cineasta, entre los intérpretes del film siguiente de Wenders, Der amerikanische Freund (1977), que al parecer plantea más explícitamente todos los temas de los que estoy hablando.
Im Lauf der Zeit es, pues, un film enormemente original y emotivo, que interesará especialmente a todos aquellos que, como yo, se hayan planteado alguna vez su afición al cine americano o, en términos más generales, sus relaciones con toda la cultura de aquel país.
En “Dirigido por” nº 52, marzo-1978
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