Aunque el sismógrafo de las taquillas apenas registre variación —descontada la inflación— entre los pingües beneficios recaudados por En busca del arca perdida (1981) y E. T. The Extra-Terrestrial (1982), creo que la diferencia entre ambas películas es muy considerable, y toda a favor de la más reciente. Frente al ejercicio mecánico, derivativo, heterogéneo, superficial y externo que suponía la dichosa Arca, E. T. me parece una obra personal, modesta, sentida e intimista, que Spielberg hubiese rodado —ya que bien puede permitírselo— en cualquier caso, aunque todo el mundo le augurase un fracaso comercial. Que el argumento sea de Melissa Mathison no importa: las imágenes y los sentimientos que irradia el cuento pertenecen a Spielberg, a sus recuerdos infantiles, a sus sueños de niñez. Incluso los planos, que parecen copiados del inolvidable Peter Pan, de Walt Disney (y no de Mary Poppins, como alguno ha dicho: para entonces, Spielberg tenía diecisiete años, y no cinco), son ya suyos, y es probable que no sea consciente de su origen.
El acierto mayor de la película, por otra parte, no es tanto lo que cuenta —poco más que la idea que tres frases publicitarias que todo el mundo ha leído resumen—, ni siquiera la hábil y nada ingenua combinación de mecanismos narrativos hitchcockianos y situaciones de melodrama subrayadas por la música, sino la elección de actores (sobre todo uno, el niño Henry Thomas) y el personaje de E. T., incorporado por un muñeco bastante cómico, pequeñín, absurdo, algo tristón, de mirada keatoniana y poderes mentales asombrosos, que disfruta viendo El hombre tranquilo, de Ford, por televisión, y que, cuando Spielberg no trata de hacer que lloremos por él (cosa que consigue con los niños), resulta no sé si humano, pero desde luego simpático, y ello a pesar de que visualmente es más bien feúcho y tortuguil.
Como casi todos los cuentos, utiliza los buenos sentimientos como materia prima; a la tolerancia, la curiosidad, la amistad, la lealtad y la rebeldía, clásicos en la épica infantil, Spielberg ha agregado algunos más modernos —que sólo recientemente han pasado a contarse entre los «buenos»—, y así tenemos que el villano es directamente el Gobierno americano, que practica la escucha ilegal, espía a todo el mundo, asusta a los extraterrestres, persigue y captura a E. T. para operarle, y luego emplea todos sus medios para atrapar a los chicos que, en bicicleta, tratan de ayudar a E. T. en su evasión. Y hay que reconocer que da envidia ver cómo por obra del pequeño extraterrestre las bicicletas vuelan en patrulla, burlando a sus estupefactos acosadores.
Resulta así que E. T. es una película divertida, sin un fallo de ritmo, emotiva y simpática. Que se hace querer, incluso si en ocasiones Spielberg bordea la mendicidad para conseguir, dilatando desmedidamente la despedida final y usando enfáticamente la música, que nos conmovamos. La verdad es que no era precisa tanta insistencia, que está a punto de ser contraproducente, ya que el tono de la película, el más auténtico y original, no es ése, sino el más ligero y divertido de la mayor parte de su metraje. Porque hay que decirlo, aun a riesgo de que le acusen a uno de tacaño, tampoco es para tanto: es una película muy agradable y satisfactoria, pero no deja de ser un cuento infantil ameno para cualquier adulto que no presuma de «mayor» y «serio» (y no creo que Spielberg pretendiese otra cosa, que ya es bastante). Lo que no veo es motivo alguno para lanzar las campanas al vuelo o proclamar la llegada al mundo de un gran cineasta: Spielberg ha dado pruebas de su talento en El diablo sobre ruedas (1972), Loca evasión (1974), Tiburón (1975), Encuentros en la tercera fase (1977), e incluso, indirectamente, en Poltergeist (1982), del mismo modo que ha revelado sus tentaciones en Something Evil (1971) y 1941 (1979), o que ha hecho patentes sus limitaciones en En busca del arca perdida. Y E. T., aunque tal vez sea su mejor película hasta la fecha, no es tampoco la gran obra maestra de 1982; por lo menos no es eso lo más que me atrevo a pedirle al cine.
En “Casablanca” nº 25, enero-1983
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