La resistencia de un cineasta
Se ha estrenado casi por sorpresa, quizá por el César de interpretación muy justamente concedido a Ariane Ascaride, una película francesa titulada, como tantas, con los nombres enlazados de un hombre y una mujer, Marius et Jeannette (Un amor en Marsella). Pero se equivocará el que espere algo remotamente parecido a César et Rosalie, porque su autor no tiene nada que ver con Claude Sautet, y tampoco es un joven debutante. Se trata del octavo de los nueve largos realizados en los últimos 18 años por un hombre ya maduro, nacido en Marsella y que sistemáticamente vuelve a su tierra para rodar, con los mismos actores y técnicos, que son además sus amigos, y para los que él mismo escribe guiones originales. Obviamente, es su propio productor, lo que le ha permitido, aunque hasta hace poco fuera un desconocido en la misma Francia y sólo sus dos últimas obras hayan alcanzado un cierto eco, seguir siendo independiente.
En su caso, la independencia no consiste en hacer películas egocéntricas y caprichosas, sino en permitirse el lujo de ser fiel a sí mismo y a los suyos, a su entorno y a sus ideas, a sabiendas de que no están de moda, sino más bien anticuadas. Su visión es, a veces, como en la precedente, A la vie, à la mort, o en la aún anterior, Dieu vomit les tièdes, comprensiblemente pesimista, aunque nunca quejumbrosa, derrotista ni masoquista. Aquí, presentando la historia que narra como un cuento, se ha tomado un respiro para infundir ánimos e invitar a no caer en el desánimo, a no abandonarse a la resignación. No es, declaradamente, la película realista que puede parecer al que no se tome en serio el rótulo inicial ni se acuerde de Jacques Demy en cuanto vea el vistoso mono rojo que lleva el vigilante cojo Marius (Gérard Maylan), un personaje que parece de Lili, de Charles Walters, con unas gotas del frentepopulismo poético del cine francés de la década de los años 30, de Renoir a Carné pasando por Grémillon.
Algunos le reprocharán este afán de dar ánimos, en su país, los mismos que le criticaban hace poco la negrura de su visión del futuro y su esquematismo. Guédiguian, hay que decirlo, carece de complejos: tiene muy claro de qué lado está. La diferencia estriba en que aquí el enemigo, aunque los personajes sufran las consecuencias, está ausente de la pantalla: Guédiguian no ha querido filmarlo, darle además tiempo y espacio.
Guédiguian se encierra al aire libre con los suyos, entre las ruinas de una cementera clausurada, de un puerto que pierde actividad y puestos de trabajo, en un patio en el que se cruzan unos vecinos que son, además, amigos y hasta ocasionales o intermitentes amantes, que se conocen de toda la vida, que charlan, se toman el pelo cariñosamente, cantan o discuten.
Todos son, aunque no carezcan de motivos para la amargura ni estén libres de preocupaciones, muy simpáticos. Son sencillos, pero nadie es tan elemental como para no tener sus traumas, sus tristezas, y así lo vamos descubriendo, a medida que sus relaciones se atan, se tejen, se desanudan o se interrumpen.
No es una película realista, pero sí veraz y auténtica, lo que no está al alcance de cualquiera, por mucho que se lo proponga. Su materia prima es real, y no superficialmente, sino al ahondar en ella, escarbando bajo la apariencia para descubrir o intuir los secretos temores, las aspiraciones, los sueños y las necesidades de las personas con las que nos familiariza y a las que nos hace ir tomando cariño. Es un cuento, sí, pero no de hadas, ni una fábula mensajera, sino un cuento ejemplar brechtiano (otro que no está de moda, por mucho que se celebre su centenario). No llama a las barricadas ni a la huelga, pero invita a la dignidad y la supervivencia. Objetivos, si se quiere, poco ambiciosos, y más individuales que colectivos, pero por ahí se empieza. El que se rinde y no se respeta a sí mismo, difícilmente puede interesarse por los demás, quererles o echarles una mano. Que es lo que hacen, con la cotillería entrometida de las sociedades primitivas y abiertas, volcadas a la calle, de los pueblos mediterráneos, esa inferencia en los asuntos de los demás que, cuando es maledicente e intolerante, resulta tan odiosa, pero que, cuando es bienintencionada, abriga en tiempos de penuria y reconforta en la desdicha.
Todos los actores —y, aunque no conocidos, son profesionales y magníficos— se mueven y hablan con una naturalidad que infunde vida a sus personajes, y una presencia que Robert Guédiguian no subraya ni manipula.
El director se limita a estar a su lado, a la distancia precisa, volcando la atención afectuosa de su mirada y transmitiendo lo que contempla a los espectadores, para que podamos acercarnos a ellos y compartir sus recuerdos, sus ansias, sus afanes, sus osadías, sus pequeñas rebeldías.
En "El Mundo", junio de 1998
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