Es muy difícil precisar las diferencias entre una y otra película de Rohmer, pertenezcan al ciclo de los Seis cuentos morales, al de Comedias y proverbios o, como esta, al de Cuentos de las cuatro estaciones, porque todas ellas definen los contornos flexibles —y en constante evolución, y por tanto todavía abiertos— de un “género” tan particular como exclusivo de su autor, y que responde más o menos, como es lógico, a una misma fórmula. Son, prácticamente, variaciones sobre un mismo tema, más o menos complejas o en general poco adornadas, con diferentes tonalidades o sabores dominantes, con un mayor o menor número de ingredientes —personajes, decorados, cambios de actitud— y combinados en proporciones distintas, pero todo ello siempre dentro de unos márgenes relativamente estrechos (puede haber de 3 a 5 personajes relevantes, pero no 9; sus profesiones cambian, pero no es probable que sean gangsters, militares, espías, etc.).
De una serie a otra hay ciertas divergencias de estructura y punto de vista dominante —bajo la uniforme objetividad de filmación—, pero dentro de cada una de ellas, el marco suele permanecer estable, por lo que las principales diferencias residen en los personajes y los actores (que son indisociables de aquellos), y su grado de inteligencia, simpatía y atractivo. Pero, como en la vida real, las mismas personas a unos nos resultan agradables y a otros les pueden parecer unos imbéciles, a unos pueden aburrirnos y a otros caerles bien, por lo que, en última instancia, la valoración relativa de las películas de Rohmer se convierte en una cuestión muy subjetiva. Por eso, ni sus más ardientes “fans” se ponen de acuerdo a la hora de señalar sus máximos aciertos; quizá haya cierta tendencia a aceptar la originalidad y la perfección absoluta de Ma nuit chez Maud, pero a partir de ahí cada uno establece su orden, y no conozco a dos “rohmerianos” que se pongan de acuerdo.
Hay unas reglas del juego, perfectamente establecidas, y un estilo, ya muy definido y que apenas puede causar sorpresas —aunque El rayo verde supuso ciertas novedades, que han tenido consecuencias en todas las posteriores—, que se aceptan o no; el que no es capaz de entrar en la partida, ha salido perdiendo de antemano, mientras que el que no queda “fuera” es muy probable que disfrute. A partir de ahí, el grado y el tipo de placer que cada película procure —o la irritación que produzca, en caso de rechazo— depende casi exclusivamente de qué tal caigan los personajes, porque hasta sus más acérrimos detractores reconocen la maestría de Rohmer; ni los alérgicos a sus planteamientos pueden negarle un rigor y una autoexigencia que garantizan un “nivel de calidad” casi uniforme en sus películas.
Personalmente, encuentro muy divertidos —y bastante insólitos— los tres personajes principales de Cuento de Primavera, y sus frustrantes relaciones tienen un poso de gravedad y tristeza que las hace menos livianas que en otras ocasiones. Por eso me parece una de las mejores películas de Rohmer, por lo menos desde los años 70, aunque comprendo que otras personas puedan preferir El rayo verde, e incluso Paulina en la playa, y que alguno deteste todas ellas por igual.
En “Todos los estrenos. 1990”, Ediciones JC
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