Buena parte de los reparos que se oponen a Fedora provienen, más que de sus rasgos individuales, del género en el que se inscribe, que no es, ni mucho menos —como algunos desmemoriados creen obligado en Wilder—, la comedia, ni tampoco —como piensan los que sólo se acuerdan de Sunset Boulevard (El crepúsculo de los dioses, 1950) o Ace in the Hole/The Big Carnival (El gran carnaval, 1951)— el drama grotesco, sino el que podríamos llamar lapidario, jugando con el doble sentido de este adjetivo: perteneciente, pues, tanto a las piedras preciosas —pues Fedora es una joya— como a las inscripciones en lápidas, que se distinguen por su grave laconismo y por su carácter esencial y definitivo, final, como —por poner un ejemplo ajeno al cine— los cuatro últimos lieder de Richard Strauss.
Nacido diez o quince años más tarde que los grandes pioneros formados en el cine mudo, Billy Wilder está haciendo ahora sus obras de consumación, equivalentes a las que nos dieron Ford, Hawks, Hitchcock o Dreyer durante los 60 y —como ellas— recibidas con indiferencia, hostilidad y general incomprensión. Los viejos «clásicos» llegan a un dominio tal de los recursos propios de su oficio que, en cierto momento, dan la sensación de dirigir sin esfuerzo y con una confianza que les permite trabajar para sí mismos, desentendiéndose de aquellos que no quieran acompañarles en la exploración de las simas más profundas del comportamiento humano y de los secretos intransferibles del cine. Este proceso suele empezar unos años antes, cuando —tras varias obras de éxito notable— el cineasta advierte un progresivo alejamiento del público, que se traduce en consecutivos fracasos comerciales, con el consiguiente peligro para la continuidad de su carrera, precisamente cuando está alcanzando la plenitud. Antes de verse definitivamente arrinconados, aquellos que conservan la imprescindible energía física y un resto de espíritu combativo, se disponen a librar su última batalla, para la que no suelen contar con más arma que la astucia —de ahí su complicidad con toda suerte de tramposos, pícaros y estafadores—, consistente en obtener dinero —otro elemento que cobra inusitada importancia— para rodar a menudo en otro país —Inglaterra, Alemania, Italia— y en malas condiciones, películas que se plantean —cada vez más— como si fuese la última. Y entonces no valen concesiones, ni términos medios, ni rodeos, ni hay sitio para la prudencia: prescindiendo del público que les abandonó y abusando de la desconfianza de los productores, filman sin contemplaciones sus obras tumbales, presididas por la integridad, la voluntad de crear y expresarse libremente, la necesidad y la urgencia. Saben que no hay tiempo que perder y que no pueden malgastar el que les quede, y van directamente al fondo de la cuestión, sin ocuparse de lo accesorio —que, de pronto, es mucho más de lo que creían—, sin entrar en detalles ni dar explicaciones, y cuentan con la más desnuda e implacable simplicidad las tramas más complejas e hirientes, las que más les importan, haciendo caso omiso del «acabado industrial», de la «perfección» o la «armonía» del producto —y no digamos de las modas vigentes—, pues sólo les preocupa conseguir lo esencial. Así son, por ejemplo. Siete mujeres, Topaz, Peligro… línea 7000, La condesa de Hong-Kong, Gertrud, Una trompeta lejana… o, entre los más jóvenes, prematuramente, Mujeres en Venecia, Cleopatra, Dos semanas en otra ciudad, Tempestad sobre Washington o, a su tiempo, Love among the ruins, Fat City, Mandingo, La vida privada de Sherlock Holmes, Avanti!, películas casi siempre despreciadas por la crítica y rechazadas por el público cuando se estrenaron, y cuyo valor se reconoce demasiado tarde, cuando sus autores han muerto o están en paro.
No todos los grandes directores envejecen bien; son muchos los de la generación de Wilder —la que se vio «atrapada» entre el desmoronamiento de Hollywood y la presión innovadora de los «modernos»— que no supieron o pudieron hacerlo con dignidad y entereza, o que vieron su carrera interrumpida o segada antes de tiempo. Wilder, en cambio, lleva diez años superándose a sí mismo: a partir de la «edad de jubilación» (1) ha hecho las que tengo por sus dos máximas obras —The private life of Sherlock Holmes (1970) y Avanti! (1972)—, la excelente y juvenil The front page (1974) y la que, con un retraso que obedece a su desdichada carrera comercial, llega ahora hasta nosotros para confirmarle como el mejor cineasta de los años 70, la insondable Fedora (1978).
Más aún que sus predecesoras inmediatas —dejando aparte Primera plana—, la última película de Wilder es una incursión por el laberinto del tiempo y la apariencia; no es extraño, por tanto, que recurra al flashback dentro del flashback —en complejos pero clarísimos desplazamientos sucesivos— para retroceder al pasado desde un presente que luego resulta también pretérito, ni que la estructura narrativa de la película sugiera la forma de la espiral, que es —no tan casualmente— la de otro célebre film escindido e híbrido —releer a Borges dispensa del estudio de la Morfología del cuento, y El acercamiento a Almotásim es mucho más ameno que Propp—, Vértigo (cuyo planteamiento invierte: en vez de que el otro resulte el mismo en Fedora parece el mismo pero es otro). Como Hitchcock, Wilder desvela el misterio mucho antes del final, arriesgada decisión (tan criticada como a Vértigo en 1958) que indica, sin la menor duda, que la película refiere otra historia que la —muy interesante y, en teoría, aún más «wilderiana» y cercana a Sunset Boulevard— ideada por Thomas Tryon.
Algunas de las modificaciones introducidas por Wilder y Diamond pueden esclarecer la postura del cineasta. El arranque de Fedora no puede ser más brutal y fascinante: noche de luna, un tren se acerca a la estación echando humo, una mujer con capa y capucha de color negro no atiende a llamadas y se arroja a la vía, como Anna Karenina. A partir de ahí, remontamos los hechos misteriosos que han desembocado en el suicidio de Fedora; en esa indagación acompañamos a Barry Detweiller (William Holden muy envejecido), que no es ya —como en el relato de Crowned Heads— un escritor intrigado por la eterna juventud y el aislamiento de una estrella del cine de su infancia, sino un productor independiente y arruinado que espera convencer a Fedora —en memoria de una noche que pasaron juntos veinte años antes y que él no ha olvidado— para que vuelva a actuar y así obtener fondos con que hacer una nueva versión de Anna Karenina. Al Barry de Wilder no le fascina —si acaso, le fastidia, pues le aleja de ella— la perenne juventud de la mítica actriz, ni con averiguar su secreto (para ganar el premio Pulitzer); lo que quiere es conseguirla, y más —sospecha uno— por lo que supondría que ella se acordase de él que por asegurarse la financiación de una película. Por eso Wilder, una vez que nos ha atrapado en las seductoras redes de su obra, puede aclarar el enigma y dedicarse a contarnos, al mismo tiempo, una segunda intriga, la tragedia de Antonia —hija ilegítima de Fedora cuya existencia se mantuvo oculta—, que por ocupar el lugar de su madre —cuando una de las operaciones de rejuvenecimiento a que se sometía le desfiguró el rostro horriblemente y la condenó a la inmovilidad— se quedó prisionera de ese papel, del que —como se le recuerda implacablemente— no podrá librarse hasta que Fedora muera, y ahora ella es Fedora. Por eso se suicida Antonia: para acabar con Fedora, que a su vez morirá poco después, tras confiar su secreto a Barry, que nunca lo divulgará y que no podrá producir un remake de Anna Karenina.
Es posible que sea su frustrante —como el de La vida privada de Sherlock Holmes, por lo demás— final la causa última del poco entusiasmo que ha suscitado Fedora hasta entre parte de los incondicionales de Wilder, pese a que no es infrecuente que sus películas acaben con un giro inesperado y paradójico. En Fedora el final se ha extendido a casi un tercio del metraje total, y es más bien una asombrosa e inquietante sucesión de falsos cierres que van modificando nuestra interpretación de lo narrado hasta el momento y descubriéndonos nuevos abismos, las capas superpuestas del secreto que esconde este film rodado «cuando la luz empieza a irse» y la penumbra amenaza.
(1) A partir de los sesenta años —que Wilder cumplió en 1966— es difícil que un director consiga el visto bueno de las compañías de seguros.
En “Casablanca” nº4, abril-1981
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