Cuando «El ángel exterminador» (1962) parecía insuperable en calidad y riqueza, he aquí que Buñuel hace con La Voie lactée (1968) su obra más compleja. Complejidad que no es sinónimo de complicación, sino que, como siempre en Buñuel, se oculta tras la sencillez y transparencia de su estilo. En vista de lo problemático que resulta el volver a ver en España esta película —al menos en su integridad— y que una sola visión resulta a todas luces insuficiente para abarcar en su totalidad la multiplicidad de temas y significados de esta obra, conviene ante todo intentar dar una idea de lo que es La Voie lactée y señalar su capital importancia en el desarrollo del cine.
Ante todo, resulta inimaginable que se haya podido concebir, escribir y, sobre todo, realizar un film como éste, en el que Buñuel, con una libertad absoluta, viola las barreras temporales para conducirnos, en un viaje a través del tiempo que envidiaría el mismo H. G. Wells, a lo largo de las herejías que en el mundo han sido. Continuando la experiencia de Belle de jour (1967), en que, por primera vez desde los tiempos de Un chien andalou (1928), Buñuel utilizaba el tiempo como una variable y hacía de las dialécticas pasado-presente y real-imaginario el eje de su obra, La Voie lactée toma como hilo conductor de la narración a dos peregrinos que, en viaje de París a Santiago de Compostela, siguiendo «la vía láctea», se encuentran con diversas sectas de herejes, situados en las épocas más variadas. No se piense, sin embargo, que Buñuel mezcla o alterna dos o más tiempos, ya que lo que hace es pasar de una época a otra, acompañando a dos peregrinos de 1968 que lo mismo asisten a las orgías en latín de Prisciliano que al duelo a florete y teología de un jesuita y un jansenista del siglo XVIII, sin preocuparle tampoco el darse una vuelta por las bodas de Caná ni contemplar los trabajos de la Inquisición, las torturas que un sádico marqués inflige a una jovencita creyente o los anatemas que, por turno, recitan unas colegialas mientras uno de los peregrinos imagina que los revolucionarios de mayo fusilan al Papa. El rigor de esta estructura, en todo momento clara, no implica rigidez alguna, como lo pone de manifiesto el que Buñuel no dude en abandonar a los peregrinos —personajes con existencia propia, que sirven también como reveladores, que catalizan y comentan, por su misma presencia, lo absurdo de lo que contemplan— y mostrarnos directamente a la Virgen y Jesucristo, o que siga a dos cazadores en sus extrañas aventuras nocturnas. Esta libertad total que Buñuel se toma con el tiempo queda también demostrada por el hecho de que no siempre siga a los peregrinos, sino que, con frecuencia —como en la antológica secuencia de las disquisiciones teológicas del «maître» y los camareros de un hotel versallesco— les preceda, o que introduzca escenas ton audaces como la de la posada en que los cazadores se ven acosados por un sacerdote, que les habla desde el otro lado de la puerta, y por una mujer que, de pronto, aparece en la cama.
Estructura, pues, basada en la idea del encuentro, capital en el surrealismo, y cuyo más claro exponente es Najda, la genial novela de André Breton, y desarrollada, como en el Weekend (1967) de Godard, a lo largo del itinerario de dos personajes a través del espacio y, en el caso de La Voie lactée, del tiempo. Como se habrá podido apreciar ya, el tema de esta película es la Religión, sin que esto implique, por supuesto, que estamos ante un film «religioso», ya que si bien Buñuel no tiene la intención de demostrar nada —de ahí su ausencia de retoricismo, de maniqueísmo, de didactismo—, tampoco hay en la película esa «búsqueda» del cristianismo que algunos han querido ver. Porque el film trata sobre la Religión, sí, pero haciendo suya, sin duda, la definición que da Ambrose Bierce en su «Diccionario del diablo» de esta palabra: «Hija del Temor y la Esperanza, que vive explicando a la Ignorancia la naturaleza de lo Incognoscible». Es por esto, precisamente, por lo que Buñuel posa su mirada sutilmente burlona tanto sobre la Religión heterodoxa como sobre la ortodoxa, sin distinción de creencias, desde el punto de vista de una radical «Irreligión» («La más importante entre las grandes creencias de este mundo», según Bierce). La Voie Lactée continúa, pues, explicitándolas, obras como L'Âge d'or (1930), Nazarín (1958), Viridiana (1961) y, sobre todo, Simón del desierto (1965), mediometraje genial que es el mejor prólogo imaginable del último film de Buñuel, ya que, basado en los mismos presupuestos, aunque desde una perspectiva menos sutil y serena, al estar inacabado se convierte en un esbozo de La Voie Lactée, a la que se parecía aún más en el proyecto de Buñuel, con viajes a través del tiempo y de las tentaciones que quedan solamente apuntados. El fondo de la cuestión es, sin embargo, el mismo: la inutilidad del compromiso y la sinceridad religiosa («Nazarín»), la caridad (Viridiana), el ascetismo (Simón del desierto) o la fe en general (La Voie Lactée), planteada tanto a nivel abstracto (de ahí el que algunos intenten ver una ambigüedad inexistente, que utilizan para «recuperar» a Buñuel, deformando el sentido de sus películas) como personal (Nazarín, Viridiana y Simón, que actúan de buena fe y con una obstinación que Buñuel, como buen aragonés, no deja de admirar), criticando muy concretamente el aspecto «oficial» de la religión, que siempre acaba por oponerse a los disidentes y rebeldes que, por su pureza, les ponen en entredicho y les revelan como fariseos (Nazarín, muy explícitamente Simón). Véase, en este sentido cómo Nazarín y Viridiana, religiosos, «cuelgan el hábito» o son secularizados, y actúan por su cuenta, fuera del sistema, y cómo Simón, también solitario y aislacionista, rechaza la ordenación sacerdotal.
El carácter general de La Voie Lactée se pone de manifiesto, una vez más, si consideramos que, con «El ángel exterminador», es uno de los pocos films de Buñuel sin un protagonista individual, sino colectivo; circunstancia ésta que condiciona la estructura de la obra, aunque en otro sentido que en «El ángel exterminador» (film del inmovilismo y de la claustrofobia frente al trayecto espacio-temporal y los abundantes exteriores) y que sirve para esclarecer su alcance y su significado. Adaptando la forma narrativa de la novela picaresca española, o de los libros de caballería, Buñuel sobrevuela la historia del cristianismo, con un humor que no implica la falta de rigor (por ejemplo, todos los textos religiosos y teológicos son auténticos y exactos), haciendo de paso, con la madura serenidad de un clásico unida a la audacia revolucionaria de un Godard, una antología testamentaria de todos los temas y personajes que han habitado su obra, y alcanzando el insuperable nivel de perfección técnica y formal que le permite el contar con técnicos y actores franceses, un elevado presupuesto y una completa libertad. Nos encontramos, pues, ante la que es, en mi opinión, junto a «El ángel exterminador», la obra maestra de Buñuel, y, como diría Rossellini, o Godard, ante un auténtico «film de hombre libre».
En “Nuestro Cine” nº85, mayo-1969
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