Puede parecer absurdo y lamentable tanto espacio como el que ocupa esta crítica a un film tan odioso y de tan escasa calidad como Death Wish, producido en 1974 en los Estados Unidos, para Dino de Laurentis y la 20th Century-Fox, por Hal Landers y Bobby Roberts, dirigido por el joven inglés Michael Winner, escrito por Wendell Mayes a partir de la novela homónima de Brian Garfield, y protagonizado por Charles Bronson. Lamentable resulta, sin duda, dedicar la mínima atención a un film tan despreciable, pero no absurdo, sino todo lo contrario, sobre todo si se tienen en cuenta los siguientes factores: 1) la difusión mundial que garantizan a esta película sus productores-distribuidores; 2) el éxito de público que ha sido, prácticamente en todos los países (especialmente, Estados Unidos e Inglaterra); que Charles Bronson era en 1974 uno de los actores más taquilleros del mundo; 4) que no es un producto aislado, sino un nuevo y peligrosísimo desarrollo de toda una serie de películas cuya premisa inicial parece que “la policía está atada de pies y manos por las leyes” (idea que resulta un auténtico sarcasmo en muchos países); 5) que es más cómodo y fácil que verdaderamente útil el tratamiento que se suele dar a películas como Death Wish: despacharlas en cuatro líneas insultantes o, ingenuamente, silenciarlas, cuando ningún insulto ni su omisión -sobre todo en una revista especializada, sin la circulación ni la puntualidad de un diario- van a contrarrestar en lo más mínimo el impacto de una campaña publicitaria bien orquestada; es decir, que no van a restarles ni un solo espectador influenciable por su “mensaje”. Creo, en consecuencia, que lo único que puede hacerse para combatir el efecto de este tipo de películas es tratar de desenmascararlas, revelando su ideología implícita, desmontando su falseamiento tramposo de la realidad y poniendo en evidencia su retórica y deformante dramaturgia, a menudo considerablemente astuta.
Para lograr semejante objetivo, la crítica de un film tan carente de valor artístico y tan ilustrativo como Death Wish debería estructurarse, casi como un guión, en tres columnas: en la primera se resumiría, escena por escena, el argumento; en la segunda, el tratamiento formal que se le ha dado; y en la tercera, un análisis del mensaje resultante. Como esto, desgraciadamente, no me es posible -no me siento capa, evidentemente, de volver a sufrir la película, ni me apetece darle a sus patrocinadores un céntimo más-, voy a tratar de sintetizar las tres columnas en cada párrafo, aún a riesgo de no ser tan meticuloso como sería, tal vez, conveniente.
La película se abre con una secuencia pre-genérico, que parece una sucesión de tarjetas postales de propaganda turística (flous, puestas de sol, aire puro, luminosidad tropical, naturaleza exuberante, contraluces, una playa paradisíaca, un hotel de lujo) de Honolulu, Hawai, típico lugar de evasión y uno de los más recientes Estados de la Unión; allí conocemos al matrimonio formado por Paul Kersey (Bronson) y Joanna (Hope Lange), pareja que, a pesar de llevar unos 20 años casada, es feliz, se abraza, baila y se ama, lamentando “haberse hecho demasiado civilizados” como para hacer el amor, espontáneamente, al aire libre. Ni que decir tiene que comienza la identificación de un sector del público -matrimonios maduros, sobre todo- con los protagonistas de film.
Durante los títulos de crédito, planos breves de su retorno a New York City: tráfico, polución, ajetreo, ruido, desorden y violencia, en colores sucios y grisáceos que también contrastan con la cálida variedad cromática de Hawai.
Paul, que es casi un urbanista (ingeniero-proyectista de una gran compañía constructora), vuelve al trabajo: en su lujosa oficina -decorada en suaves y elegantes tonos pastel-, y ya en la primera conversación que mantiene con alguien que no sea Joanna, salen a relucir el asco de vivir en N.Y.C., y las estadísticas de crímenes impunes de la gran urbe, lo que sirve para revelar, con apariencia de “objetividad”, un estado de cosas no ya preocupante, sino indignante e inadmisible.
La demostración va a ser inmediata: en la secuencia siguiente vemos a tres gamberros haciendo el loco en un supermercado. Estos tres gamberros son o negros o portorriqueños, claro está, el único de piel “blanca” se descalifica al sernos presentado como un drogadicto, y los tres resultan delincuentes habituales con antecedentes policiales: es decir, que son incorregible y permanecen impunes. Toda la secuencia está rodada, como ninguna hasta ahora, y significativamente pocas después, con objetivos de focal corta -distorsionantes-, en amenazadoras tomas frontales o deformadoras panorámicas laterales que, unidas a ligeros contrapicados, música ominosa e histérica y la aparición de colores estridentes en sharp focus, magnifican la peligrosidad de los gamberros (que, hasta ahora, no han hecho nada grave).
Los gamberros siguen desde el supermercado hasta el hogar de los Kersey a Joanna y su hija única, casada, Carol. Aparte del significado de la casa (su “castillo”, la entrada en vigor del “imperativo territorial”, la “propiedad privada”, la “intimidad”, etc.), esta escena tiende a potenciar la identificación del público femenino de todas las edades (una mujer madura y otra joven, madre e hija) mediante la inserción de un par de planos mostrándonos a Paul y a su yerno Jack hablando por teléfono desde sus respectivos puestos de trabajo, que plantea la siguiente cuestión: “mientras los maridos están fuera, trabajando, ¿qué peligros acechan a sus indefensas hijas y esposas?”. Los tres gamberros -fingiéndose empleados del supermercado, abuso de confianza que implica que “ni del repartidos se puede una fiar”- irrumpen en la casa, pintarrajeando sus paredes y los vestidos de las mujeres -a la altura de la pelvis- con un “spray” rojo (¿comunista?) trazando cruces gamadas (¿fascistas?) y “violando” con el más chillón de los colores las tonalidades pastel de ropas y decorados, además de atentar contra la “propiedad” material, sexual y familiar de Paul Kersey. Se aprecia aún mejor el significado de los tres gamberros, ya que su conducta y su caracterización (dos melenudos y un calvo, los tres de ademanes febriles e incontrolados), sugieren homosexualismo, hipersexualidad sádica (de violador) y adicción a las drogas, además de “inferioridad” racial (ninguno es un W.A.S.P. -White Anglo-Saxon, Protestant-).
Frustrado su objetivo inicial (el robo) por una muy corriente y elemental medida de seguridad (no tener dinero en casa, sino en un banco, y pagar con cheque), y precisamente a causa de esa precaución, los gamberros insultan, amenazan y vejan a las dos mujeres, golpeando a Joanna hasta matarla (“matamos a las cerdas ricachas”, o algo así) y desnudando, sobando (¿violando en una elipsis?) y apelando a su hija hasta provocarle un “shock” catatónico (irreversible, aunque todavía se le den algunas esperanzas, para mantener viva la angustia del público).
Ante drama tan tremendo, inevitable e imprevisible (su arbitrariedad implica que eso le puede suceder a cualquiera) el film finge contraponer dos actitudes : la “civilizada” (que al simplificarla y encarnarla en el tonto y pusilánime Jack, se identifica con “cobarde” y “resignada”), consistente en poner el caso en manos de la policía y tratar de curar a la superviviente Carol; y la que, gradualmente -al guión no le falta astucia-, elegirá Paul, impaciente, ante la ineficacia policial, desesperado y anonadado (que además de ser el “héroe” del film, está encarnado por el eminentemente “viril” Charles Bronson).
Sigamos a Paul paso a paso: tras el patético entierro de Joanna bajo una auténtica tempestad de nieve -hermoso efecto de “negro sobre blanco”, muy luctuoso- y ante una Carol totalmente “ausente”, Paul vuelve a la odiosa N.Y.C., a su ahora desierto apartamento, aún con huellas de pintura roja lavada (que sugieren sangre). Allí, sin encender las luces (como tratando de no ver, de olvidar), bebe leche; luego un poco de whisky), apaga con irritación un idílico spot televisivo de publicidad de un banco (basado, como es frecuente, en la felicidad familiar), se asoma a la ventana y ¿qué ve?: naturalmente, gamberros en acción, sin un guardia a la vista. Por si las moscas, aunque no llega a usarla, Paul llena una media con monedas de 25 centavos, arma defensiva primitiva que trata de evocar la honda que utilizó David contra el gigante Goliath.
Con el fin de que cambie de ambiente, los superiores laborales de Paul le envían a Tucson, Arizona, para diseñar una urbanización que respete el entorno natural. Allí conoce a un personaje secundario de capital importancia en la película: el promotor y capitalista que ha encargado el proyecto. En el corazón de los Estados Unidos, en la antigua frontera, en ese Southwest que, según el “hombre de Arizona”, menosprecian y no comprenden los “intelectuales liberales del Este” (por uno de los cuales se nos trata de hacer pasar precisamente a Paul), el capitalista amante de las tradiciones y de la naturaleza, gran defensor del “inalienable” derecho a llevar armas (1), lleva a Paul a ver un “Wild West Show” en unos estudios de cine (vigencia, en los mass media y el show business, de unas tradiciones embellecidas e idealizadas: primitivismo, ley del más fuerte, ley del talión, ética de la frontera, moral de los pioneros, autosuficiencia, etc.), espectáculo que hace que Paul añore los “justicieros” del Viejo Oeste. Dialogando con el “hombre de Arizona” -que plantea una serie de preocupaciones clásicas americanas, fundiéndolas en una “nueva”, de moda y “progresista”, la ecología: dicotomía campo-ciudad, naturaleza-tecnología, libertad-progreso, “menosprecio de corte y alabanza de aldea”, etc.-, Paul nos revela, ahora, que estuvo en la guerra de Corea (pero en el cuerpo médico, por ser ¡objetor de conciencia!); que su madre le apartó del interés por las armas que había heredado de su padre (un cazador muerto en “accidente de caza”). Vemos que Paul es una “paloma” (y casi un vegetariano) y, desde luego, un “liberal” (en el sentido “izquierdista” que dan a esta palabra los Reagan, los Nixon, los Goldwater, los Wallace a quienes sin duda votaría el “hombre de Arizona”). Justo antes de que Paul vuelva a N.Y.C., el capitalista le invita a un club privado de tiro, le regala un bonito revólver y le recuerda elogiosamente “la vieja costumbre americana de la defensa propia”.
En el aeropuerto de N.Y.C. a Paul le espera su yerno: Carol no sólo no se ha curado, sino que ha tenido que ingresar en un manicomio. Al llegar a casa, se encuentra en el correo el carrete de fotos que le hizo durante su “segunda luna de miel”, en Honolulu. La locura definitiva de Carol, el recuerdo de Joanna, la influencia del “hombre de Arizona”, la pasividad de Jack y la impotencia de la policía que le confiesa que, al no haber testigos, no hay esperanza de localizar a los culpables, y que está demasiado agobiada con los crímenes de cada día como para ocuparse de los del anterior -le empujan, por fin, a la acción, y decide tomarse la “justicia” por su mano. A partir de entonces, Paul se dedica -gozándose en el peligro y en su astucia y puntería- a provocar ocasiones que le permitan matar “en defensa propia”, ejecutando (e incluso rematando de varios disparos) y tendiendo trampas a diversos delincuentes callejeros de poca monta; ofreciéndose como cebo a cualquiera que, por su condición de no W.A.S.P., le parezca sospechoso. La prensa local primero, luego la de todo el país, finalmente la de todo el mundo, hacen de Paul un mito: el anónimo “Vigilante” sonríe, íntimamente satisfecho, en su lujoso despacho. Se pensará que la conducta del “héroe” resulta ya demasiado extremista y sanguinaria como para que no peligre la identificación del público “bienpensante” con Paul, pero no hay que olvidar que el guionista no tiene, a pesar de su maniqueo esquematismo y de su reaccionarismo, ni un pelo de tonto, y que ya se ocupa de reforzar dicha identificación haciendo que el protagonista vomite tras su primera “ejecución” y que sea herido por sus dos últimas víctimas. A todo esto, se reconoce -en secreto, extraoficialmente, por la policía, que lo desmiente a la prensa; muy explícitamente en el film- que la actuación de Paul hace disminuir la delincuencia callejera (luego, según Death Wish, es un “bien social”), y se muestra -sin el menor asomo de censura- que la policía podría detenerle y no lo hace, limitándose a obligarle a pedir el traslado a las oficinas de su compañía en otra ciudad y sólo cuando su “ejemplar conducta” empieza a tener demasiados seguidores, discípulos menores e igualmente individualistas (aunque movidos más por autodefensa que por la venganza).
En Chicago, nada más llegar, Paul se encuentra -con gran alegría, y con guiño humorístico de complicidad hacia el público- con la misma situación que en New York, resultando evidente que se enfrentará a ella con idénticos métodos, y así de ciudad en ciudad…
Esta película, que incomprensivamente se titula Death Wish -a pesar de que Paul no desea morir, sino matar, y de que no siente ningún impulso suicida-, y que es una muestra inquietante de reaccionarismo selvático, se estrenó en España con el título de El justiciero de la ciudad, hecho que revela claramente la ideología y las intenciones del distribuidor ( como si no bastase con el subjetivismo impuesto por Winner a la película, desde que Paul empieza a matar gente, para que el público apoyase, la conducta del protagonista).
No deja de ser curioso que haya países donde, puestos a prohibir películas, se prohíben Last Tango in Paris, o Tout va bien, por ejemplo, y no Death Wish. Más que curioso, en realidad, tristemente revelador: vivo en uno de ellos.
(1) Por aquellas fechas, Edward Kennedy y otros senadores estaban tratando de conseguir -sin éxito hasta el momento- que el Congreso de los Estados Unidos aprobase un proyecto de enmienda de la Constitución limitando el derecho a la libre venta y posesión de armas de fuego -derecho más comprensible en 1776 que doscientos años más tarde-, enmienda a la que se ha opuesto siempre el ultraconservador Barry Goldwater, Senador precisamente por Arizona.
En “Ojo al Cine” nº 5 (1976)
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