Primera y única película de André Malraux, Espoir (Sierra de Teruel) es una de esas raras obras legendarias que no decepcionan, en parte porque no responde a lo que —dadas las circunstancias de su realización— cabría esperar de ella, ni tampoco a lo que se ha escrito tomándola más como pretexto que como objeto de análisis. Por ello, me sorprende la tibia acogida que se le ha dispensado en nuestro país cuando, al fin, ha llegado a nosotros, tras una espera mucho más larga que la de, por ejemplo, Mourir à Madrid, Infinitamente menos valiosa. Me chocan tanto la falta de entusiasmo que delatan incluso las recensiones más favorables —que tienden a tratarla como una «pieza de museo», cuando se trata de una película plenamente vigente y llena de vida—, como las inexactitudes —por lo general hostiles y, por tanto, sospecho que malintencionadas— que siguen vertiendo acerca de ella, sobre todo en vista de que se trata, efectivamente, de una obra maestra que, encima, nos concierne muy directa y profundamente, y que pudo haber alterado decisivamente el curso del cine español, de haber llegado a estrenarse y, desde luego, si hubiera sido otro también el rumbo de nuestra historia, es decir, si los vencedores de la guerra civil hubieran sido los que la perdieron.
Espoir (Sierra de Teruel), cuyo guion se tituló en un principio Sang de gauche —como una de las tres partes de la novela L'Espoir (1937), del propio Malraux—, fue rodada en los estudios de Montjuich y en los alrededores de Cervera entre julio de 1938 y enero de 1939, con todo tipo de dificultades, desde la falta de medios a los ataques franquistas, pasando por la necesidad de enviar a Francia el negativo impresionado; se acabó de montar cuando ya era demasiado tarde, pocos días antes de que estallase la segunda guerra mundial, cuando había finalizado la española; estuvo prohibida en Francia durante la ocupación alemana, y parece que el negativo fue parcialmente destruido; en 1945 se logró una copia —no sé si íntegra— y, con el título de rodaje convertido en subtítulo, para beneficiarse del éxito de la novela, se estrenó en París. No se trata, pese a estar hecha en plena guerra y casi en el frente, de un documental, sino más bien —como Roma città aperta (1945) y Paisà (1946) de Rossellini, que anuncia y prefigura en más de un sentido— de una reconstrucción ficticia —aunque muy «realista», y en este caso sin la perspectiva que da el paso del tiempo—, con actores, de un hecho real (si no en cada detalle, sí en líneas generales), filmado con una simplicidad que le da la frescura y la autenticidad a que suelen aspirar los reportajes, y que para sí quisieran muchas imágenes «de archivo». No es, tampoco, como es fácil verificar, y pese a que, por pereza o desidia, se siga propagando la especie, una «adaptación» de la novela escrita poco antes por Malraux, ni siquiera de uno de sus capítulos; simplemente, tanto en la película como en el libro, Malraux ha contado, de forma bastante diferente, la anécdota —central en el film, marginal en la novela— del bombardeo de un aeródromo franquista, gracias a las indicaciones de un campesino que atraviesa la línea de fuego para advertir a los aviadores republicanos; también cabe reseñar que el personaje del viejo aviador alemán Schreiner aparece en ambas obras, aunque su fin sea muy diferente en una y otra; y nada más: Sierra de Teruel es guion escrito —pese lo que dicen los títulos de crédito de 1945, y tal como ha contado Max Aub, que lo tradujo y fue ayudante del director— por Malraux, con la asistencia técnica de Denis Marion, Boris Paskine y el operador Louis Page, y el resto de lo que nos cuenta no existe en L'Espoir, lo mismo que la mayor parte de la novela no tiene paralelo en el film; además, casi todo el diálogo de la película es nuevo y, aparte de excelente y en castellano, mucho más verosímil que el del libro. Un último punto oscuro, que no he podido esclarecer: Sierra de Teruel dura en España 67 minutos, en lugar de los 90 o, como mínimo, 87, que le dan todas las fuentes que he consultado, pero no sé si mi información es errónea, si esto es cuanto queda del original o si alguien se ha dedicado a aligerarlo (1).
Lo primero que debo decir —naturalmente, a título personal— es que ninguna otra película, próxima o remota, documental o de ficción, había logrado dar una imagen de lo que fue la guerra en el lado republicano, una vez pasada la euforia de los primeros días, que coincidiese hasta tal punto con lo que me han contado y descrito quienes la vivieron, ni que reprodujese con tanta precisión y sencillez la espontaneidad, la falta de organización y de medios, el desparpajo, la indisciplina, el estoicismo, la naturalidad y el escepticismo animoso con que, al parecer, se luchaba en la zona leal, sobre todo cuando los combatientes eran civiles con «más moral que el Alcoyano», que tenían que defenderse y aguantar lo que cayese sin por ello dejar de trabajar. Sólo por ello, creo que Sierra de Teruel constituye un documento irrenunciable —y me temo que único, a la vista del esteticismo de Terre d'Espagne (1937) del melifluo Ivens (2)— y se hace acreedora de la gratitud de quienes, sin vivirla, querríamos saber algo de la guerra (no es extraño, por tanto, que —a pesar de su falta de encono para con el enemigo— fuese prohibida sistemáticamente por quienes querían mantener a toda costa una imagen de la guerra civil, en buena parte inventada por ellos, muy diferente).
En segundo lugar, y en estrecha relación con el punto anterior, sorprende y admira la falta de solemnidad, patetismo, retórica, verbosidad, enfatismo, triunfalismo y propaganda partidista de la película, que —pese a lo que algunos defensivamente pretenden, y otros parecen echar de menos— no tiene nada de panfletaria, maniquea o simplista, no obstante tratarse de una coproducción franco-española, financiada por el Gobierno de la II República y algunos amigos de Malraux, y tener por finalidad la de vencer las resistencias de Francia y Estados Unidos, entre otros países, a infringir el «principio de no intervención» suministrando armamento al Ejército republicano. Es más, si bien la secuencia inicial puede parecer algo estática y didáctica, tal amenaza se desvanece no ya a partir de la siguiente, sino antes de que acabe la primera, cuando el ruido de los aviones interrumpe el discurso que pronuncia el capitán de la escuadrilla internacional ante el cadáver de uno de sus hombres; desde ese momento, no hay nada que temer al respecto, porque Malraux abandona para siempre las proximidades, siempre peligrosas, del sentimentalismo y las «buenas intenciones», para adoptar una naturalidad no exenta de fatalismo ni de humor —y ciertamente más española que francesa, tal vez por deberse en buena parte a los actores— y una «impasibilidad» —dándole a esta palabra el sentido que le daba Rossellini cuando la empleaba para definir el neorrealismo como actitud moral— que son, con la dignidad —quizá lo que menos le falta a Sierra de Teruel, emocionante a fuerza de sobriedad— el fundamento de la verdadera épica.
Porque Sierra de Teruel es, sin duda alguna, la película más épica que se ha hecho nunca en España; pese a que la escribió y dirigió un francés, con un equipo técnico procedente del país vecino, no es posible olvidar que está rodada en tierra española, ni que tanto los actores (incluso el admirable Pedro Codina, que encarna a Schreiner) como la mayor parte de los personajes son españoles, ni que su tema es nuestra guerra civil, ni que está hablada, con los acentos más variados —aragonés, asturiano, catalán, diferentes pronunciaciones de extranjeros—, en castellano. Esto hace que la admirable película de Malraux, pese a ser medio francesa, sea más española que el 95% de las que se rodaron en los cuarenta años siguientes; caracterizada por su respeto y fidelidad a la realidad circundante, Sierra de Teruel supo captar con asombrosa precisión, sin detenerse en las apariencias ni aferrarse a lo pintoresco, cuanto desfilaba ante su objetivo, aportando, además, un savoir faire técnico y un estilo de dirección de actores —más distanciado y homogéneo— que brillan por su ausencia en las contadas películas españolas de la época que he podido ver: por eso aquí los acentos no resultan incómodamente postizos o caricaturescos, ni los actores declaman a gritos como en el mal teatro, ni gesticulan, ni hay choque entre la actuación de los aldeanos y campesinos y los profesionales de la escena o del plató que interpretan a los personajes más destacados. Gracias a la sencilla y certera planificación de Malraux, a la seca fotografía de Page, al funcional montaje, a la dedicación de los actores —improvisados o veteranos—, Sierra de Teruel es, a pesar de su estructura elíptica y casi episódica, a la modesta concreción de la historia que narra, y a las precarias y arriesgadas circunstancias del rodaje, una película llena de escena memorables, entre las que cabría destacar, por ejemplo, y aparte de todas las de bombardeos y combates aéreos, las reuniones de milicianos y juntas de pueblo, la colecta de pucheros y otros recipientes para hacer bombas, los tiroteos callejeros, la carga suicida del automóvil robado contra un cañón, la búsqueda de coches para que iluminen con sus faros el despegue de los bombarderos, todas las que tienen por centro de atención al alemán que lleva veinte años sin pilotar un avión y ha perdido la vista en las minas, y la «dovjenkiana» bajada de los heridos desde las cumbres de la Sierra de Teruel, en la que resalta, a su vez, el realismo y la «hawksiana» falta de aspavientos con que Schreiner, herido en el estómago y consciente de que le quedan pocas horas de vida, pide una pistola al capitán y se la guarda debajo de la manta de su camilla. Compárese la dignidad y lucidez de estas escenas con cualquiera de las que poco después se elogiarán en películas tan repugnantes (en todos los sentidos: no es una cuestión exclusivamente ideológica) como Raza, El Alcázar no se rinde o Los últimos de Filipinas, y se comprenderá lo mucho que también el cine español salió perdiendo del resultado de la guerra.
Para acabar, diré que Sierra de Teruel me parece, con las de Rossellini y, si se incluye en el género, Les Carabiniers (1963) de Godard, la mejor película de guerra —no sobre, a favor o en contra de ella— que se ha hecho en Europa, y una de las pocas que no exaltan, como tampoco exalta el heroísmo, la disciplina, la violencia, el odio o la muerte, limitándose, por el contrario, a mostrar la lucha cotidiana de unos hombres que defienden sus vidas y sus ideas como si hiciesen cualquier otro trabajo, sin desplantes ni chulerías, sin erigirse en salvadores de nada, aunque sí con orgullo, sequedad de gestos y pocas palabras —las necesarias, las que más se repiten en la película—: «Se hará lo que se pueda».
(1) Cosa que no me extrañaría demasiado, pues sospecho que la Censura no ha dejado de existir totalmente y es un hecho que, en todo caso, subsisten, totalmente incontroladas, otras censuras, como las de ciertos distribuidores que se permiten manipular, con rótulos o sonorizaciones abusivas, El acorazado Potemkin o La madre, o reducir a 102 minutos un film que ya su autor había abreviado de 146 a 143, y que en otros países —como Inglaterra— había sido aligerado de otros 22, no todos comprendidos en los 41 que aquí nos han robado de Alerta: misiles (Twilight’s Last Gleaming, 1977) de Aldrich.
(2) Ya que menciono al más cursi de los cineastas, el «holandés errante» de la izquierda pintoresquista, a quien lo mismo le da filmar en España en 1937 que el Vietnam en 1967, agradezco a Darius Milhaud que no se creyese obligado a tratar de componer para Sierra de Teruel una partitura musical «española», más o menos altisonante y folklórica, y a Malraux que haya preferido insertar de vez en cuando unos breves letreros en francés —mientras suena el tableteo de una metralleta—, bastante brechtianos, en lugar de recurrir a la engolada voz en off, patéticamente declamatoria, quejumbrosamente paternalista e irritantemente pseudo-poética a que nos tienen habituados Ivens, Rossif y otros «profesionales» de la solidarité avec l'Espagne.
En “Dirigido por” nº 56, julio-1978
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