En lugar de un «acontecimiento» —como reza la publicidad— más o menos prefabricado, Apocalypse Now (1979) es una experiencia casi física para sus espectadores, como lo fue, durante años, para su autor. Coppola podría decir, como Conrad, que su objetivo es «haceros oír, haceros sentir, sobre todo haceros ver», y para alcanzarlo se ha atrevido a todo, por heterodoxo, desconcertante o arriesgado que fuera. Ha osado, incluso, violar ciertas leyes no escritas, pero tácitamente asumidas y aceptadas por la mayoría, de la narración y la representación; por eso su última película es singular —diferente a todas, única, irrepetible— y, al mismo tiempo, aunque el propio Coppola parezca ignorarlo, profundamente arraigada en algunas de las tradiciones del cine americano más obsesionado por la violencia y más atento a sus consecuencias éticas y materiales. Esta fidelidad —muy selectiva, probablemente inconsciente— sirve para enmascarar la naturaleza transgresiva de la empresa acometida por Coppola, pero es significativa: como en muchos Peckinpah —en particular Mayor Dundee (1964), The Wild Bunch (1969) y Pat Garrett & Billy the Kid (1973)—, los antagonistas de Apocalypse Now, el capitán Willard (Martin Sheen) y el coronel Kurtz (Marlon Brando), son complementarios (1); como Aldrich y Siegel, Coppola ha basado su dramaturgia en el «duelo» o «desafío» entre individuos o representantes de organizaciones que, más allá de su oposición, recurren a los mismos métodos; como las películas más virulentas y paradójicas de Fuller, la que nos ocupa trata de la infiltración en terreno enemigo, la traición, la locura y la muerte (2); como sucede a menudo en el cine de acción, de aventuras y de guerra, el film describe un itinerario tanto físico —la remonta de un río— como moral —el acercamiento fascinado y aterrado de Willard a Kurtz, su semejante y su hermano—, que se salda con la muerte de uno de los protagonistas a manos precisamente del otro, que pasa a ocupar, efectiva o potencialmente, el lugar del asesinado.
La presencia de Conrad
Apocalypse Now es, además, como The Man Who Would Be King (1975) de Huston (pero en otra dirección), un modelo de lo que puede ser la versión cinematográfica de una obra literaria. Sorprendentemente fiel al espíritu y al sentido de Heart of Darkness (1899), tomando elementos de su complementaria The Secret Sharer (1910) y apoyándose libre y creativamente en su estructura, Coppola hace revivir al espectador las sensaciones —de inquietud, angustia, incertidumbre e indefinido espanto— que provoca en el lector la breve y misteriosa novela de Joseph Conrad, pese a cambiar la época, el continente y los personajes. Creo, incluso, que mucho de lo que desconcierta en Apocalypse Now procede de Conrad: en efecto, como El corazón de las tinieblas, El partícipe secreto o Lord Jim —basadas todas ellas en sucesos reales, vividos por Conrad—, la película de Coppola es una parábola, totalmente ajena al realismo, al naturalismo y al psicologismo que, más o menos veladamente, imperan en el cine y la literatura corrientes. Estilísticamente, pues, y no hace falta que su autor lo corrobore con fatigada insistencia a todos sus entrevistadores, es un film deliberadamente estilizado, irrealista e incluso onírico, más sensorial o «sensacional» que narrativo o dramático en el sentido convencional o habitual de estos términos. De ahí vienen, claro está, muchos de los malentendidos —con frecuencia malintencionados— que circulan por ahí acerca de Apocalypse Now, que no es, en modo alguno, una película sobre la guerra de Vietnam (ni tampoco sobre la guerra en general, ya que no podría suceder tal como lo hace en ninguna otra), no es una crónica documentalista de la intervención norteamericana en el Sudeste asiático, ni de una de sus fases; no trata de explicar las causas o los orígenes del conflicto, ni de contraponer las razones de uno y otro contendiente, pese a ser, probablemente, la única obra que ha logrado dar una imagen convincente —condensada, deformada y alucinante— de lo que tuvo de especifico esta guerra, de lo que la distingue de las precedentes, es decir, la falta de objetivos claros, el callejón sin salida en que se metieron los americanos, la hipocresía con que se presentó a la opinión pública, el desorden y la indisciplina reinantes, el caos y la corrupción consiguientes, la arbitrariedad destructiva, el derroche de medios y de tecnología avanzada con que se trató en vano de aplastar a los vietnamitas. Este último aspecto, quizá el más espectacular y llamativo (3), es el que la película muestra de forma más satisfactoria para casi todo el mundo, precisamente por ser el más evidentemente criticado —«la guerra estaba dirigida por un puñado de payasos con cuatro estrellas que acabarán por regalar el circo entero», dice Willard, y se pregunta qué podrá tener contra Kurtz el alto mando si no pone reparos en las actividades del «simpático» Kilgore (Robert Duvall)—, el más impresionante y el único en el que se refleja en la pantalla el elevado coste de Apocalypse Now.
La cabalgata de las Walkyrias
El tour de force técnico de la película es el ataque del batallón de helicópteros mandado por Kilgore contra un poblado vietnamita, al son de Wagner y con el propósito de practicar el surfing en las playas cercanas. Esta escena se prestaba a un tratamiento caricaturesco y bufo a lo Altman (M.A.S.H.) o, en el mejor de los casos, a lo Kubrick (Dr. Strangelove), pero Coppola, inteligentemente, ha comprendido que la situación era de por si lo bastante grotesca, demencial y salvaje como para cargar las tintas o bromear tomándola como pretexto, y ha rehuido los excesos y las facilidades a que tan propensos son aquellos interesantes cineastas. Buena prueba de ello es que la música de Wagner sea una idea de Kilgore, y no puramente caprichosa o megalomaniaca, sino inspirada en las técnicas de «guerra psicológica» que con tanto entusiasmo —y tan escaso éxito, por lo visto— se experimentaron en Vietnam, y no represente, pues, una especie de «comentario significante» del director —destinado a establecer un paralelo entre los americanos y los nazis, por ejemplo—, ni tampoco un artificio para dar ritmo o «magnificencia» a la secuencia.
Sin embargo, esta celebrada proeza técnica ha servido también de pretexto a ciertas críticas pretendidamente «de izquierdas» cuyo paradigma, muy sintomático, podría ser la de Ignacio Ramonet (4). No contento con reprochar a Coppola el describir «unas aplastantes victorias norteamericanas» cuando todo el mundo sabe cómo acabó la cosa (5), pese a que en el film no hay más «victoria» que la impune destrucción por los helicópteros de Kilgore de un villorrio sin importancia estratégica —de los que a buen seguro se aniquilaron centenares, sobre todo cuando hacían más de 400 misiones de bombardeo diarias—, con lo que Ramonet se delata como un contumaz partidario del «realismo socialista» (6), nuestro inquisidor se permite escribir, a propósito de esta escena, las siguientes frases: «(…) todo embriaga al espectador que participa sensorialmente de la guerra y se identifica con los comandos norteamericanos. Toda la secuencia está rodada desde el punto de vista de los atacantes, nunca nos proponen la visión de los atacados (…). De ahí que, en el confort de nuestras butacas, esa secuencia procure el sentimiento ambiguo, turbio, desagradable, de participar (sin riesgo) en una batalla colonial. Una extraña exaltación bélica se apodera del espectador. La perversidad ideológica de ese efecto de cámara-subjetivo no se le puede escapar a nadie (…)». Lo primero que se me vino a la cabeza, al contemplar este patoso juego de manos, fue un antiguo dicho popular: «piensa el ladrón que todos son de su condición». Porque está claro que a Ramonet se le hacen los dedos huéspedes, pero, por favor, que hable por sí solo, sin arrogarse por propia iniciativa una calidad de «representante» que nadie le ha otorgado, sin atribuir a los demás su belicoso militarismo; porque a mí —que soy, lo confieso, bastante pacífico y totalmente ajeno a lo castrense— esa escena me produjo auténtico terror, asombro asqueado, y nada, en cambio, ni remotamente asimilable a la «identificación» con los atacantes ni a la «exaltación bélica» (que, curiosamente, parece ser, para Ramonet, compatible con el sentimiento «desagradable» que procura la secuencia). Sin duda, soy menos impresionable que Ramonet, no dejo que las películas se «apoderen» de mí ni me «embriaguen», o me hagan partícipe (o cómplice) de lo que muestran o relatan, sea una batalla colonial o un orgasmo, pero quiero precisar que el público en general tampoco es tan ingenuo, manipulable y alineado como él pretende hacernos creer, tal vez para consolarse atribuyendo a muchos (o todos) el mal que padece. En cuanto a la «coartada tecnicista» que enarbola al final del fragmento citado —y en el que los subrayados son míos— para intentar justificar la «reclamación ética» acerca de que no se nos dé la visión de los atacados, habría que precisar: 1.° que no es lógico reprochar a un film «subjetivo» —narrado a través de Willard— que sea coherente y no infrinja el «principio de contextualidad» (7), cosa que haría si introdujese arbitrariamente unos planos —que resultarían efectistas, si no melodramáticamente retóricos— que diesen el punto de vista subjetivo de las víctimas del bombardeo; 2.° que, de haber seguido Coppola los consejos de Ramonet, sería un demagogo, ya que tales planos darían el punto de vista de un sujeto inexistente (al no existir las víctimas como personajes de la ficción, y no conocerlas, por tanto el espectador, es difícil que éste pudiera «identificarse» con ellas, como —no sé por qué— querría Ramonet, salvo en nombre de un «humanismo» puramente teórico, generalizador y «compasivo»); 3.° que, para hacer que el espectador tenga en cuenta a los atacados no es preciso —no sería muy elegante— montar primeros planos de los aterrados vietnamitas y los consiguientes contraplanos, en ominoso contrapicado, de los helicópteros escupiendo metralla y cohetes: basta con mostrarles corriendo y cayendo, como hace Coppola; 4.° que la escena, filmada desde dentro del ataque, pero desde fuera de los personajes, no contiene «planos subjetivos» más que de Willard, que, aunque vaya con los atacantes es más bien un testigo pasivo (y estupefacto) del bombardeo, y que darse cuenta de este no insignificante detalle está al alcance de cualquiera que de verdad quiera ver la película tal como es (8).
El viaje
El segundo «acto» de la película —el ascenso por el río, sin abandonar la lancha, desde Nha Trang hasta el feudo de Kurtz en Camboya— es, tal vez, aunque solapadamente, el meollo de la película. Durante esta parte, más inconexa, menos tributaria del principio de causalidad y menos contundente e impresionante que lo anterior, Apocalypse Now va a apartarse progresivamente de lo que Sánchez Ferlosio llama «derecho literario» y de sus pilares, los «índices escatológicos» y el «factor de sucesión» (9), si bien ya ha empezado a hacerlo desde el momento en que presenta a un personaje como Kilgore totalmente desprovisto de los «estigmas» que, por su actuación, le corresponderían.
El tercer «acto» —la oscura y ambigua confrontación de Willard con Kurtz y el vago y elusivo, pero patente, «horror» que ha instaurado a su alrededor— consuma ya la «decepción» que produce el que la amplitud de la película se vaya reduciendo —como los márgenes del río desde el delta a su nacimiento— hasta revelar su carácter intimista y reflexivo, con una parquedad explicativa y un laconismo que hacen pensar en el Jean-Pierre Melville de Le Samouraï. Y es que a Apocalypse Now le sucede lo mismo, en ese sentido, que —curiosamente— a otra gran adaptación conradiana, el Lord Jim (1965) de Richard Brooks: hay una discrepancia casi escandalosa entre su coste, su formato visual y su apariencia épica, por un lado, y su tono introspectivo, meditativo, interior. Esa discordancia, lejos de ser un error, es para mí una manera elegante y segura de hacer sensible, sin proclamarlo abiertamente, el verdadero carácter de la película y el auténtico propósito del autor.
El final
No es sorprendente, pues, la especie de «consenso» crítico que se ha producido para calificar de «fallido» el final de Apocalypse Now, y del que participan incluso buena parte de los admiradores de la película. A esta casi unanimidad han contribuido, sin duda, las vacilaciones del propio Coppola, y su ingenua y excesiva franqueza al hacer públicas sus dudas con respecto a la forma de poner fin al relato. Como se sabe, hubo varias versiones del guion, que se reescribió nueva y repetidamente durante el largo y accidentado rodaje; a lo largo del laborioso y prolongado proceso de montaje y acabado del film, Coppola siguió indeciso, e incluso se ha estrenado con un final distinto del exhibido en Cannes. Todo ello ha dado lugar a que gente como Ramonet, con el santo temor a la duda que profesan los dogmáticos, pretendan que «el hecho de que Coppola haya dado tres finales a su película demuestra que (…) su indecisión es total», y a que otros, más prudentes, den a lo que no son sino diferencias de matiz una importancia desmedida. He visto «el otro» final —en realidad, los «tres» finales no suponen otra cosa que interrumpir un mismo final en tres puntos diferentes: uno de ellos suele ser eliminado por el cierre de las cortinas que cubren la pantalla mientras se encienden las luces de la sala—, aunque no como «punto final» de la película, y no creo que modifique el «sentido» de Apocalypse Now (10), ya que tal sentido reside en la totalidad de la historia, y no en su conclusión. La «inseguridad» de Coppola indica simplemente que es un perfeccionista y que no se ha limitado a «ilustrar» o, en el mejor de los casos, «realizar» un guion prefabricado, una historia resuelta «a priori», sino que se ha embarcado en la aventura de ir hacia lo desconocido, hasta donde le arrastrasen los personajes. Coppola ha pretendido rehuir «la polarización agonística de los textos narrativos, en el sentido de que el argumento es concebido ya como un dato unívoco, bajo la cualidad de acontecido» (11), y ha tratado de rebelarse contra esa convención misteriosa, que habría que estudiar a fondo (12), por la cual es el final lo que parece dar sentido a un relato, o al menos asentarlo, hacerlo definitivo e inmutable, cerrarlo. Y esa convención es, de hecho, tan poderosa, tan generalizadamente vigente, que el que para Coppola el final no sea tan importante y concluyente como suele, parece desconcertar al público y, sobre todo a los críticos, que siempre prefieren un resumen final, bien etiquetado que integran dos horas y media de compleja acción, ese «grueso» de la película que —curiosamente— parece anularse —o quedar entre paréntesis— en virtud del estatuto privilegiado que se le otorga tradicionalmente a la escena cronológicamente última. También puede contribuir a esa irritada desorientación del espectador el que, consecuentemente con lo anterior, y en contra de lo dictado por la costumbre y las leyes de la «eficacia» narrativa, la película describa una trayectoria más bien «descendente» —y no ascendente—; que Coppola (13), en vez de provocar aplicadamente un gradual «crescendo» final o un súbito «acelerón» que condujese a ese clímax explosivo que permite obtener la mayor «plusvalía significante» de la conclusión, haya procurado ir indeterminando la ubicación temporal de cada plano, minando la causalidad narrativa, diluyendo la tensión dramática, hasta que el film alcance la «stasis» y no pueda seguir su curso. De ahí el carácter «decepcionante» —cada vez menos «concluyente», esclarecedor o definitivo— que tiene la parte última de Apocalypse Now, carácter que coincide bastante exactamente —sin reproducirlo, consiguiéndolo de otra forma y con otros medios— con el de Heart of Darkness.
(1) Willard dice que se convirtió en la «memoria viviente» de Kurtz; que su propia historia no puede contarse sin contar la de éste, y que si la de Kurtz es una confesión, también lo es la suya. Coppola: «Para mí son dos aspectos del mismo hombre». Conrad hace decir al narrador anónimo de The Secret Sharer, acerca de Leggatt, que «era como si, en la oscuridad de la noche, me hubiese visto confrontado por mi propio reflejo en las profundidades de un sombrío e inmenso espejo».
(2) De hecho, tal vez el antecedente estilístico más inmediato de Apocalypse Now no sea, como piensa Coppola, 2001: A Space Odyssey (1968) de Kubrick, sino Shock Corridor (1963). También guarda cierta relación con otros films de Fuller, como House of Bamboo (1955), Run of the Arrow (1957), Underworld U.S.A. (1960) o Merrill’s Marauders (1962), así como con un Peckinpah no mencionado, Bring Me The Head of Alfredo García (1974).
(3) Véase Vietnam (1967), de Mary McCarthy, editado en castellano por Seix-Barral.
(4) Aparecida en Triunfo (17 de noviembre de 1979) con el título de «Apocalypse Now»: un discurso de derechas.
(5) En efecto, todo el mundo lo sabe, así que no se ve muy claramente qué falta hace que Coppola nos lo recuerde sin que venga a cuento, es decir, sin que lo exija el relato.
(6) «La pretensión tradicional del realismo común y corriente (equivocado o no, posible o no; no entro aquí en eso), o sea, la trasmisión de una experiencia en cuanto tal experiencia singular (ejercicio de cuya utilidad o inutilidad tampoco he de hacer causas), queda absolutamente hollada y defraudada por el realismo socialista, ya que por la programática proyección ordálica del texto, la literalidad es confutada y derogada por la función representativa, lo sensible subsumido por su actividad simbolizante, lo particular empírico laminado por la resonancia categorial: no hay más que luchas entre categorías», escribe Rafael Sánchez Ferlosio en la pág. 169 de la primera de Las semanas del jardín (Nostromo, 1974).
(7) Ver Las semanas del jardín, por ejemplo.
(8) Cosa que, evidentemente, evita Ramonet, como delata su falsificadora y simplista asimilación de los puntos de vista de Willard y Coppola, cuando dice, refiriéndose al personaje, «luego, según él (y también según la película)….».
(9) «Tanto nos hemos acostumbrado desde entonces a leer, de manera inmediata, “el sentido” de una historia a partir de estas señales, a interpretarla, al primer golpe de vista, a la luz de estos estigmas, tanto nos hemos hecho al hábito policíaco de echarnos a la cara, con ojos paranoicos y mirada lombrosiana, las figuras, para reconocer inmediatamente quién es quién…» (pág. 63); «El sentido de la historia (…) quedaría igualmente indeciso si hubiese una simultaneidad de ambas figuras o si, sin suspender la sucesión, se anulasen los índices escatológicos escritos en sus frentes; con lo que los espectadores se verían entonces en el desapacible trance de no saber a qué carta quedarse (pues más que la pretensión de conocer el juicio del autor, los domina tal vez el afán —consolidado por el sedimento de una costumbre inveterada— de que se les suministre va hecho uno inequívoco, cualquiera que éste sea), o sea de tener que juzgar por sus propios medios, o bien de tener que renunciar simplemente a todo juicio, todo veredicto totalizador y archivador, y a resolverse por el conocimiento y por la cualidad.» (p. 69), en Las semanas del jardín, Semana primera.
(10) Lo mismo que con los «tres» finales de Topaz (1969) de Hitchcock.
(11) Pág. 155, Las semanas del jardín, Semana primera.
(12) Han empezado a hacerlo Sánchez Ferlosio en Las semanas del jardín; mi hermano Javier en Fragmento y enigma y espantoso azar, ensayo que forma el nudo de El monarca del tiempo (Alfaguara, 1978); al parecer, también Frank Kermode en The Sense of an Ending: Studies in the Theory of Fictions (Oxford University Press, 1967) y Barbara Herrnstein Smith en Poetic Closure: A Study of How Poems End (University of Chicago Press, 1968). Ver pp. 37-38 de la primera de Las semanas del jardín.
(13) Coppola: «Desde el principio sabía que no debía alcanzar un apogeo dramático complaciente.»
En “Dirigido por” nº 68, noviembre-1979
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