Como todos los que han dirigido conjuntamente los hermanos Taviani, pero en otro sentido, Padre padrone (1977) es un film extraño, insólito en el actual panorama del cine europeo, que nada debe a la moda dominante ni al creciente oportunismo político de casi todos los cineastas en activo, y que tiene, para colmo, la osadía de tratar de ser útil. Todos sabemos que el infierno está empedrado de buenas intenciones, y que con buenos sentimientos suelen hacerse muy malas películas, y no creo que los Taviani ignoren tan cínicas sentencias, pero lo cierto es que, por vez primera, se han arriesgado a que, a izquierda y derecha, les tachen de ingenuos, idealistas, ambiguos y «humanistas». Abandonando el lúcido escepticismo y el esplendor operístico de San Michele aveva un gallo (1971) y Allonsanfàn (1974), adentrándose en el presente y en el pasado inmediato después de tres films —los dos citados y el precedente, Sotto il segno dello scorpione (1969)— consagrados a la reflexión histórica, los Taviani se han esforzado denodadamente —y el film muestra las señales de ese esfuerzo— por entender, más que explicar, unos personajes y unas circunstancias condicionantes pero no irreversibles que el cine olvida y margina sistemáticamente, en parte por ignorancia y desconocimiento, en parte por imperativos comerciales, pero aún subsisten en ciertas regiones —las más desatendidas y subdesarrolladas, por supuesto— no sólo de Cerdeña, sino de toda Italia, y de España, Francia, Portugal, Grecia, Yugoslavia, Turquía, algunos países árabes, casi todos los de América del Sur, sospecho que no pocos de Asia, etc., en las que tanto el patriarcado como las actividades agropecuarias tienen importancia todavía.
Áspero y directo, brutal en ocasiones, brusco en el paso de un escena a otra, Padre padrone no es un film elegante y sutil, como los dos anteriores de los Taviani, ni críptico y alegórico, como Sotto il segno dello Scorpione, sino claro, elemental en apariencia, didáctico si se quiere, aunque no profesoral. Cierta tosquedad —sobre todo en el empleo del sonido—, que puede sorprender viniendo de los Taviani, indica que no se trata de un film destinado a las minorías «cultas» o intelectualizadas de las grandes urbes, sino más bien a los que pueden hallarse en una situación semejante a la de su protagonista, aunque tal vez sean precisamente aquéllas, y no estos, quienes más pueden aprender de la película, quienes más necesiten que se les recuerde que existen otras formas de vida, otras costumbres, otras limitaciones que las que pueden encontrar en los libros, en la prensa, a la vuelta de la esquina o en su propia casa. Padre padrone trata, pues, de ser accesible al mayor número posible de espectadores, sin que por ello sus autores se crean obligados a «rebajarse» a rodar un film convencionalmente narrativo, ni a introducir diálogos explicativos, ni a esquematizar a sus personajes, ni a hacer ningún tipo de concesiones. Es un film largo, lento, con poca acción, singularmente lacónico, con actores desconocidos, de argumento poco atractivo —no creo que los resúmenes que ofrecen algunos críticos sean incitantes para la mayoría de sus lectores—; visualmente es muy hermoso, pero con sobriedad, como a pesar suyo, sin caer nunca en el esteticismo campestre. Es, en pocas palabras, un film que va a lo suyo, sin detenerse en la contemplación de la agreste naturaleza de Cerdeña ni entregarse al bucólico lirismo que con frecuencia asalta a los artistas plásticos cuando trabajan en el campo, sobre todo si lo desconocen.
Rodada en 16 mm., con pocos medios, Padre padrone estaba destinada a la TV italiana, circunstancia que explica que haya podido ser producida; si ahora se exhibe, ampliada a 35 mm., en las pantallas cinematográficas de casi todo el mundo gracias a Roberto Rossellini, que, como presidente del Jurado en el último festival de Cannes, la apoyó decididamente, logrando que se le concediera la Palma de Oro (o como se llame el gran premio de dicho certamen). Este entusiasmo —murió cuando escribía un largo artículo acerca de Padre padrone— no puede extrañar a quien recuerda Germania, anno zero o Stromboli, terra di Dio y haya seguido con interés la reciente trayectoria didáctico-televisiva del autor de Paisà, Viaggio in Italia, India, La prise de pouvoir par Louis XIV, Socrate o Blaise Pascal, ya que el film de los Taviani, como algunos Renoir, Rossellini, Godard y otros, se sirve del cine no como un vehículo narrativo sino como un medio de conocimientos de la realidad: sin limitarse a reproducir pasivamente lo visible, al modo de los naturalistas, los Taviani parten de lo real para, a través de una reflexión estilística y más moral que ideológica, profundizar en la historia del pastor sardo Gavino Ledda, autor del relato autobiográfico en que se basa la película, superando así las limitaciones del enfoque subjetivista y traumatizado del protagonista, y procurando, hasta donde lo permite el respeto a la realidad socioeconómica, generalizar sus circunstancias, su situación, y no —hubiera sido demagógico— su lucha contra la incultura, su rebelión contra el padre, su acceso a la comunicación y al saber científico. Por eso, creo que Padre patrón puede ser un film de cierta utilidad, y que, por una vez, puede disculparse que haya sido doblado, ya que de otro modo difícilmente se hubiera podido exhibir en los pueblos, que es donde más debiera interesar, aunque estoy convencido de que también interesará vivamente a todo el que se haya preguntado alguna vez por qué hay tantos campesinos que, a sabiendas de lo difícil que les será encontrar trabajo, abandonan sus aldeas y se instalan en los suburbios de los grandes núcleos industriales, o cómo es posible que personas sin la menor vocación religiosa o castrense vean una salida liberadora en el ingreso en el seminario o en el ejército, pues son precisamente estos interrogantes los que Paolo y Vittorio Taviani se han planteado, tratando de hallar una respuesta que no sea simplista ni superficial.
Como muchas otras grandes películas, Padre padrone es la crónica de un aprendizaje, mejor dicho, de un doble aprendizaje. El primero, impuesto al pequeño Gavino por su padre, hace de él un buen pastor, oficio nada fácil y tremendamente duro, pese a que nos sea presentado sin el menor sentimentalismo, sin caer nunca en el melodrama ni en las actitudes compasivas que tanto prodigaron algunos «neorrealistas» como De Sica y Zavattini: la primera parte de Padre padrone no es una versión rural de Ladrón de bicicletas, ni nada parecido; su tono recordaría, si acaso, al de Los Olvidados de Buñuel en sus secuencias más impasibles. El segundo aprendizaje es el que lleva a cabo, por sí solo, aunque no sin la ayuda de algún amigo ni el tácito respaldo moral de su madre, el propio Gavino, enfrentándose una y otra vez con su padre, no dándose por vencido ante las astutas tretas de su progenitor ni ante los numerosos obstáculos que encuentra en su camino. Afortunadamente, los Taviani han intuido el peligro que suponía contar sucesivamente dos aprendizajes de signo contrario, y han logrado rehuir la contraposición maniqueista entre padre e hijo, procurando comprender a ambos y evitando que el espectador llegue a identificarse plenamente con ninguno de ellos. Por supuesto, no han caído en el error de aspirar a una objetividad teórica y sistemática, consistente en dar una de cal y otra de arena, ni han adoptado una posición neutral: es evidente que, entre Gavino y su padre, optan decididamente por el primero, y no hay ambigüedad alguna en su postura; pero tampoco han hecho del padre un malvado, sino un producto —no por ello irresponsable, sino cómplice y perpetuador inconsciente— de la situación y de la sociedad en que vive, y de la que es a la vez víctima y representante. Pero es un hombre astuto, enérgico, fuerte, que no tiene un pelo de tonto, y que si frustra la educación de su hijo lo hace, no por maldad ni por afán de dominio, sino en nombre de una implacable lógica económico-familiar que ha sabido comprender a la perfección y de la que Intentará aprovecharse en su propio beneficio. Perfecto exponente del homo economicus, el padre de Gavino es un hombre que los Taviani han sabido ver con más generosidad que Gavino, y por el que no han podido evitar sentir un cierto respeto, percatándose de que es muy probable que el tesón y la obstinación del hijo deban no poco a la férrea disciplina impuesta por su padre. Admirablemente encarnados por actores desconocidos, todos los personajes de la película —hasta los más secundarios— tienen una existencia individual, sin llegar nunca a convertirse en símbolos ni en meros representantes de ideas más o menos abstractas como «el patriarcado», «la rebelión contra el padre», «el ansia de saber» o «la lucha por la vida». Nada es esquemático en Padre padrone, pese a lo que el título pueda hacer esperar, ni panfletario, por mucho que sus autores sean militantes del P.C.I. (1). Es una película que evita con rigor ejemplar tanto el lamento derrotista como el canto triunfal, que no propone a Gavino como un modelo para los pastores de todo el mundo, ni olvida lo arduo de su empresa ni, con mayor motivo, lo excepcional de su éxito; ni siquiera se permite omitir el carácter limitado y contradictorio de su liberación, ni cierra la película con un final «feliz», sino con la presencia del auténtico Gavino Ledda en su pueblo natal, dirigiéndose al espectador a través de la cámara. Por todo ello, creo que Padre padrone puede considerarse como un film verdaderamente marxista, y no como tantos que se proclaman tales, y más en un sentido metodológico, de actitud ante los hechos, que en la acepción ideológica, política o partidista del término. En eso encuentro un indudable parentesco entre Padre padrone y otra película rodada en 16 mm. y estrenada recientemente en España, La Cecilia (1975) de Jean-Louis Comolli, tampoco explícitamente «política» y también seria y rigurosa —demasiado por lo visto—, y que no casualmente comparte con la de los Taviani una triple filiación —Marx, Brecht, Rossellini— que tal vez sorprenda a quienes de Karl Marx no conozcan más que su lectura leninista, el Manifiesto Comunista y alguna frase desligada de su contexto y convertida en slogan, a quienes de Bertolt Brecht no recuerden otra cosa que la expresión «efecto de distanciación» (sin haberse molestado en averiguar qué significa realmente), a quienes tengan la ingenuidad o la mala fe de tomar a Rossellini por un «demócrata-cristiano» que inventó el «neorrealismo». Los que encuentran lógica y coherente esta triple raíz estarán deseando, como yo, que se haga realidad el rumor que corrió a la muerte de Rossellini, y que su guion sobre el joven Marx sea dirigido por los hermanos Taviani.
(1) Ignoro quién será el responsable —si lo hay— de la «línea cinematográfica» del P.C.E., pero ¿no es como para echarse a llorar la diferencia existente, a todos los niveles, entre las «cabeceras de lista» del P.C.I. —Novecento, Padre padrone— y las del P.C.E. —Asignatura pendiente de Garci, El puente de Bardem—, se piense lo que se piense acerca de los «eurocomunistas»?
En “Dirigido por” nº 50, enero-1978
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