Lo que más me asombra de este montaje condensado (digest) de serie televisiva no es que vaya recogiendo premios y elogios por los cinco continentes —para eso está hecha, con tanto primor y amaneramiento como academicismo y blandura—, sino que haya dado gato por liebre a gente que entiende de cine y admira a Ingmar Bergman, y subrayo la conjunción porque podría comprender que agradase a los que encuentran a Bergman indigesto; y no creo que nadie eche tanto en falta al autor de El silencio como para dar su hambre por saciada con un pálido sucedáneo, que consigue hacernos añorar a Bergman durante todo su moroso metraje, incluso si hemos acudido más por sus defensores que por ser un guion escrito por el gran Ingmar para glosar la vida de sus padres.
También despierta mi curiosidad más que Las mejores intenciones que el propio Bergman eligiese a Bille August como prematuro albacea testamentario, antes de cederle a su propio hijo Daniel otro de esos guiones-río que le da pereza dirigir después de Escenas de un matrimonio y Fanny y Alexander. Lógico “Oscar a la mejor película extranjera” por Pelle el conquistador (1987), August es el realizador modoso y apañado que adoran los directivos de cualquier televisión respetable: hace cosas serias, dignas y correctas, limadas de asperezas y provocaciones, como las adaptaciones de clásicos literarios de la BBC. Es un estilo de resumir una novela mediante narración radiofónica e ilustración pictoricista, de utilizar la música y el paisaje, de elegir y dirigir actores con pautas de naturalismo soft. Suelen ser obras artesanalmente cuidadas, pero sin personalidad ni rupturas, sin autor, y tienden a homogeneizar y uniformar a los escritores que vulgarizan con una capa de frialdad y brillo, de asepsia y ornamentación: las envuelven con papel de celofán; el lazo es optativo, y puede variar de color.
Algunos querrían que el cine europeo fuese como Pelle Erobreren y Las mejores intenciones: obras inatacables, tan digeribles como insípidas, incapaces de despertar apetitos; no es preciso que aburran para que sean derrotadas en taquilla por cualquier película americana, que enuncia una idea —ya no suele haber, salvo excepciones como Instinto básico, ni un guion con buena “carpintería"— intrigante o llamativa y ofrece la química de una pareja de actores: la fórmula tiene un atractivo inmediato, y está al alcance de quien posea tales "estrellas” y dinero para publicitar el cóctel; da lo mismo que sea Julia Roberts-Harrison Ford que Demi Moore-Sylvester Stallone, Robert Redford-Michelle Pfeiffer o Clint Eastwood-Kelly McGinnis, seguro que “funciona” como pasatiempo y como negocio.
Frente a la dureza y precisión de los encuadres de Bergman y su arte para situar en el tiempo una dolorosa confrontación de actores en carne viva, Las mejores intenciones se queda en modales educados, interpretaciones —salvo Pernilla August— convencionalmente “notables”, encuadres indiferentes —compárense tensiones y distancias—, con la lentitud televisiva convertida por los cortes en simple arritmia.
En “Todos los estrenos. 1993”, Ediciones JC
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