Producida en 1949 por la Warner e inédita hasta ahora entre nosotros, esta película pasa por ser una biografía de Leon Bismarck Beiderbecke, más conocido como Bix Beiderbecke, trompetista de jazz nacido en 1903 en Davenport (lowa) y muerto en 1931, en Nueva York, de neumonía y alcoholismo. Fue el primer jazzman blanco que mereció el respeto y la admiración de sus colegas de color; muchos ven en él un precursor del cool jazz, y algunos detectan su influencia en el estilo de Lester Young. Naturalmente, no cabía esperar de Young Man with a Horn una escrupulosa fidelidad a la realidad histórica, puesto que pertenece a uno de los más desafortunados géneros del cine americano, el de las «biografías de grandes hombres», que nos tienen acostumbrados a una presentación casi hagiográfica de famosos artistas o científicos. Lo curioso, pues, no es la falsificación, sino el sentido en que se ha deformado la vida de Beiderbecke; contrariamente a lo que suele suceder en este tipo de películas, la historia no se ha embellecido, sino que se ha pintado un retrato tan negro del trompetista que, pese a la pérdida de atractivo comercial que ello debió suponer, ni siquiera se le nombra. Así, Young Man with a Horn advierte, cautelosamente, que los personajes y sucesos que se narran no tienen parentesco alguno con la vida real, y toma como protagonista a un ficticio «Rick Martin» que, aunque muere en las mismas causas que Beiderbecke, poco se parece a él; incluso su forma de tocar recuerda más a la de un Doc Severinsen que a la de Beiderbecke —como puede comprobar quien se moleste en escuchar el volumen 4 de la colección Archive of Jazz (Movieplay BYG M-18.140)—, error que sospecho intencionado, ya que en los títulos de crédito figura como asesor musical Harry James.
Ignoro en qué medida se atendría a los hechos la novela de Dorothy Baker en que se basa, pero lo cierto es que el guion de Carl Foreman y Edmund H. North los falsea concienzudamente, ratificando una vez más la acentuada proclividad al sentimentalismo psicológico-moralizante de que siempre han hecho gala los guionistas «socialmente comprometidos» del Hollywood de postguerra, entre los cuales siempre fue Foreman el más sensiblero y lacrimoso. Suerte que el productor Jerry Wald tuvo el acierto de encomendar la realización de la película al rápido, seco y duro Michael Curtiz, cuyo carácter cínico y cruel convirtió una historia folletinesca en un tenebroso relato de obsesión y delirio. Porque Bix Beiderbecke no fue un huérfano de padre y madre, desatendido por su casquivana y nomádica hermana mayor, que halló en la música un refugio, sino un descendiente de emigrantes alemanes que aprendió de pequeño solfeo y piano, ya que la tradición familiar exigía que cada miembro del clan tocase al menos un instrumento. Tampoco le fascinó la música negra durante sus vagabundeos solitarios, al oír los spitiruals que cantaban en un asilo del Ejército de Salvación unos mendigos, ni escuchando a un gran trompetista negro, Art Hazard (Juano Hernández), que le enseñó a tocar ese instrumento, sino que aprendió por si solo a tocar la trompeta de pistones, y se aficionó al jazz a través de los discos de la Original Dixieland Jazz Band, los New Orleans Rythm Kings, King Oliver, Louis Armstrong… Como Rick Martin (Kirk Douglas), Beiderbecke actuó en pequeños clubs nocturnos y cafetines de mala muerte, y también en lujosas salas de fiesta, en compañía de las grandes bandas de la época. Lo más grave de tales adulteraciones llega hacia la mitad de la película, cuando los guionistas deciden adentrarse en la psicología y la vida amorosa —de las que no he logrado averiguar nada digno de mención— del trompetista, contraponiendo a una angelical cantante (Doris Day) y una psiquiatra dilettante y neurótica (Lauren Bacall) que resultan bastante inverosímiles. De repente, todo se aclara: sin duda, los guionistas han decidido que había que explicar el alcoholismo del músico, y para ello se inventaron una serie de fracasos y obsesiones que lo justificasen psicológicamente; pensando, sin duda, que lo único interesante de un trompetista habría de ser su relación enfermiza con el instrumento —lleno de connotaciones fálicas y orales, evidentemente—, tuvieron que urdir una infancia traumática que la sustentase (de ahí la orfandad, la hermana de dudosas costumbres, etc.); por si la interpretación «freudiana» no resultaba accesible, introdujeron a una psiquiatra y escribieron unos diálogos en los que las dos mujeres de su vida le advirtiesen a Rick Martin que está enamorado de su trompeta.
Young Man with a Horn podría haber sido un melodrama «psicoanalítico» insufrible; por fortuna, la escasa inclinación de Curtiz hacia el sentimentalismo y un eficiente equipo de actores consiguen mantener la película —a contrapelo de su guion, y a pesar de unos diálogos excesivamente explícitos— en un terreno cercano a ciertos estudios de caracteres compulsivos —con frecuencia interpretados por Kirk Douglas y dirigidos por Minnelli: Cautivos del mal (1952), El loco del pelo rojo (1956), Dos semanas en otra ciudad (1962)—, aunque con un tono todavía más negativo y pesimista, raro hasta en una productora como la Warner, de gran tradición «negra».
Un último detalle chocante es que la película esté narrada por un amigo de Rick Martin llamado Smoke Willoughby, pianista, y que este personaje esté interpretado por el pianista Hoagy Carmichael, que consiguió que Beiderbecke obtuviese permiso para tocar todos los fines de semana en la Universidad de Indiana, al comienzo de su carrera, y que fue su acompañante en el último disco que grabó, un año antes de morir.
En “Dirigido por” nº 50, enero-1978
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