El breve ciclo «Clásicos del cine mudo» (que nos ha devuelto, por un par de meses, a los tiempos en que el programa de U.H.F. «Sombras recobradas» permitía ver un film mudo a la semana) ha supuesto para mí varias revelaciones: What Price Glory (El precio de la gloria, 1926) de Walsh, Four sons (1928) de Ford, The Iron Mask (La máscara de hierro, 1929) de Dwan y, sobre todo, Street Angel (El ángel de la calle, 1928) de Borzage, cineasta al que se rescatará del olvido tan rápidamente como a Sirk en cuanto sea más conocido y exista sobre su obra un trabajo crítico menos fragmentario e ignorado que hasta ahora, ya que —por lo que he podido ver— se trata de uno de los máximos creadores de melodramas —y, por tanto, de comedias— tanto del mudo como del sonoro.
Street Angel es, de las películas suyas que conozco, quizá la mejor; tan emocionante y perfecta como Disputed Passage (Vidas heroicas, 1939), History is Made at Night (Cena a medianoche, 1937) y 7th Heaven (El séptimo cielo, 1927), es la que de modo más completo y coherente refleja la visión del mundo (ingenua, melodramática, inocente) y las creencias (de un misticismo casi surrealista) de su autor, y tiene, además, esa precaria e irrepetible magia (armonía y fluidez insuperables) que caracteriza a las postreras obras maestras del cine mudo, realizadas cuando sus días estaban contados, cuando su progreso se había visto bruscamente interrumpido por la llegada triunfal del sonoro; se diría que los grandes cineastas «mudos» quisieron despedirse en beauté de un arte condenado a desaparecer, pues de otro modo no es fácil explicarse ese glorioso «canto del cine» que representan las mejores películas mudas de los años 1927-1931: Murnau (quizá el más grande) con Sunrise y Tabu, Lubitsch con The Student Prince in Old Heidelberg, Stroheim con The Wedding March y Oueen Kelly, King Vidor con The Crowd, Borzage con 7th heaven y Street Angel, Sternberg con Underworld, The Docks of New York y The Last Command, Boris Barnet con Dievushka s korobkoi, Eisenstein con Oktiábr, Keaton con The Cameraman y Steamboat Bill, Jr., Chaplin con The Circus y City Lights, Sjöström con The Wind, Hitchcock con The Farmer’s Wife y The Manxman, Ford con Four sons, Dwan con The Iron Mask, Renoir con Tire-au-flanc, Dovjenko con Arsienal y Ziemlia, el rezagado Ozu con Tokyo no gassho y (ya en 1932) con Umarete wa mita keredo, Pabst con Der Liebe der Jeanne Ney… ya sólo menciono lo más impresionante de lo que he visto, omitiendo Frau im Mond de Lang, Downhill y The Ring de Hitchcock, Love de Goulding, A Woman of Affairs de Brown, Das Tagebuch einer Verlorenen de Pabst, Show People de Vidor y otras varias excelentes.
Como Four Sons y, en general, todo el cine americano posterior a Sunrise, especialmente el producido por la Fox, Street Angel comparte con 7th Heaven (además de su admirable pareja protagonista, Janet Gaynor y Charles Farrell) una notable influencia del estilo «kammerpsiel» importado por Murnau: planos muy largos, con travellings y panorámicas sinuosos y veloces, a menudo de ida y vuelta; uso de luz, sombras, brumas, humo, ciertos escenarios privilegiados (bosques, lagos, ríos, calles, rellanos de escaleras, escalinatas, iglesias, ferias, estudios de pintores, o fotógrafos con grandes cristaleras y con vistas a los tejados, etc.); una curiosa tendencia a que tanto los movimientos de la cámara como los de los actores sean circulares o al menos curvilíneos; la mezcla de dramatismo predestinado y comedia; la sensación de suave y vertiginosa continuidad que transmiten los movimientos de cámara y el montaje; la delicada sutileza de la dirección de actores, que reenlaza con la etapa de máxima estilización de las más impresionantes y luminosas secuencias de exteriores. Sin embargo, una vez reconocida la decisiva aportación de Murnau, sería injusto no reconocer que, al igual que Four Sons es ya una película totalmente «fordiana» —casi tanto como, por ejemplo, How Green Was My Valley (¡Qué verde era mi valle!, 1941)—, lo más memorable de Street Angel es plena y exclusivamente «borzagiano». No es fácil, por desgracia, trasmitir con palabras, ni siquiera «contándola» y «describiéndola», la sublime poesía de Street Angel, su encanto, su poder de fascinación visual y dramática, su conmovedora ingenuidad, su patetismo, su ternura, su emoción, ya que todas estas características deben muy poco a la peripecia argumental (descaradamente melodramática, llena de inverosímiles coincidencias, totalmente ajena al realismo) y todo, o casi, a la tonalidad luminosa de cada escena, a los gestos y las miradas de los actores e incluso, en ocasiones, al ritmo mismo de la película. Y es que pocos cineastas han sabido filmar el amor como Borzage (tal vez sólo Griffith, Murnau, Ray y McCarey), y menos todavía han sido capaces de pintar como él la felicidad en la pobreza o la huida (sólo Nicholas Ray o el Fritz Lang de You Only Live Once), o una dicha tan intensa que se presiente con angustia y congoja que no puede durar (quizá el Sirk de A Time to Love and a Time to Die y, de nuevo, Murnau, Ray y McCarey, a veces Griffith, Chaplin, Capra, Renoir en Une partie de campagne, Dreyer en Vedrens Dag), cuando son precisamente el amor, la dicha, la adversidad y el infortunio los motores básicos, con el azar y el destino, del mundo onírico de Borzage.
Es posible que a muchos las películas de Borzage les hagan reír de la peor manera que cabe (lo que los franceses llaman ricaner), burlonamente, con desprecio, pero Borzage podría decir, como un gran personaje de Leo McCarey, «beauty makes me cry» («la belleza me hace llorar»), y no tenía el menor reparo en tomarse muy en serio las desventuras, los sueños, los desvelos o los deseos de sus personajes, por los que sentía tanto cariño como respeto: por eso su cine, generoso y sensible, romántico e inconformista, desesperado pero invicto, delicado pero no blando, sino peleón y obstinado, late todavía y es capaz de hacer vibrar, mientras que las películas de hace dos años (o menos) de los más celebrados ricaneurs apenas logran despertar el recuerdo de las risotadas que tan rastreramente pudieran provocar.
Borzage fue uno de los máximos exponentes de una ilustre tradición, fundada por Griffith y Chaplin, refinada por Murnau, a la que Stroheim, Lubitsch y Sternberg afluyeron ocasionalmente, que Ford, McCarey, Capra y quizá La Cava prolongaron y que tiene hoy en Billy Wilder —The Private Life of Sherlock Holmes, (1970) y Avanti! (1972)— un último y tal vez inesperado heredero. Esta tradición —que tiene tanto de moral como de estética— procede, muy claramente, del cine mudo, pues se basa, fundamentalmente, en la belleza del gesto y de los sentimientos, y cristaliza en la ambición de fundir en los personajes y los espectadores, simultáneamente, la esbozada sonrisa, el nudo en la garganta y las contenidas lágrimas; no pide más (ni recurre para lograrlo a cualquier medio), pero no se contenta con menos: escenas como muchas de los mejores Griffith —Broken Blossoms (1919), Isn’t Life Wonderful (1924), The Struggle (1931)—, las despedidas de los ancianos esposos de Make Way for Tomorrow (1937) y el de Bing Crosby e Ingrid Bergman en The Bells of St. Mary’s (1945) o el reencuentro de Cary Grant y Deborah Kerr en An Affair to Remember (1957) de McCarey, la escena de Charlie y la ciega a través del escaparate de la floristería en City Lights (1931), las de Clavero y Claire Bloom en Limelight (1952), los desesperados gestos de coqueta —patéticos por su evidente e indisimulable inocencia— de Janet Gaynor al inicio de Street Angel, o su larga cena de despedida —él cree que de celebración— con Charles Farrell, son algunos ejemplos de la altura a que estos cineastas supieron llegar y a la que —desde que Chaplin pusiese glorioso fin a su carrera con A Countess from Hong Kong (1966)— sólo Billy Wilder logra aproximarse.
En “Dirigido por” nº73, mayo-1980
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