No soy un admirador de Costa-Gavras. De las películas suyas que conozco, Compartiment tueurs (Los raíles del crimen, 1965) me pareció tan efectista como aburrida Un homme de trop (Sobra un hombre, 1966); lo único que tenían en común, aparte del academicismo, era una confusión que, por encontrarla deliberada o aprovechada por el director, me atrevería a calificar de «fumista». Las dos siguientes que le hicieron famoso, Z (1968) y L'Aveu (La confesión, 1970), combinaban los defectos de las primeras con un maniqueísmo caricaturesco y reiterativo que echaba por tierra sus bienintencionadas requisitorias contra la dictadura militar griega y el estalinismo checo, convirtiendo el «cine político» en un género tan convencional y lucrativo como el que más. Así que me harté de trucos, enfatismo, marionetas y retórica grandilocuente y dejé de ver sus películas, por mucho que me interesasen los temas que abordaba (precisamente por eso). La única que, por suponer un cambio de tercio, me intrigaba, Clair de femme (1979), no ha llegado a España.
No esperaba, pues, gran cosa de Desaparecido (Missing, 1982), pero sentía por ella una doble curiosidad. Por un lado, desde un punto de vista moral, quería saber cómo trataba una cuestión como la del golpe militar de Pinochet contra el Gobierno constitucional presidido por Salvador Allende. Por otro, me interesaba ver cómo se desenvolvía Costa-Gavras en una producción norteamericana y con actores —muy buenos— de dicha nacionalidad.
El resultado, aunque comprendo que cueste admitirlo y rectificar juicios anteriores sobre un director, demuestra que Costa-Gavras no es un imbécil ni un inmoral. Missing es una película sobria, sentida, emocionante, nada melodramática ni panfletaria, con personajes en lugar de figuras estatuariamente heroicas o muñecos de guiñol grotescos —y eso que Pinochet, como otros de su ralea, se prestaba, pues parece un «malo de película»; pero Costa-Gavras, por una vez, prescinde de fantoches— y que se inscribe de lleno en una vieja y admirable tradición del cine americano —cultivada, a menudo, por extranjeros como Renoir, Lang, Hitchcock, Dieterle, etc.—, la del espíritu lincolniano y la indignación moral frente a la injusticia, la tiranía y la falsedad: un cine que ha dado obras como This Land is Mine, Hangmen Also Die, Fury, Man Hunt, Cloak and Dagger, Ministry of Fear, The Great Dictator, The Man I Killed, To be or not to be, Once Upon a Honeymoon, Black Legion, I Was a Fugitive from a Chain Gang, The Grapes of Wrath, Juarez, The Life of Emile Zola, The Ox-Bow Incident y otras muchas, de todos los géneros —del western a la comedia— y durante años —aunque últimamente muy de tarde en tarde y, me temo, con menos convicción y rabia que fatalismo o cinismo—, y que se caracteriza, más que por una postura ideológica y una tendencia al análisis historicista, por una actitud ética y una atención directa a las personas concretas y a los hechos —reales, novelados o ficticios—, dejando en un segundo plano las ideas y las teorías.
Así, Desaparecido no pretende ser un documento globalizador sobre el golpe de estado que derrocó a Allende e impuso a Chile la dictadura militar de Pinochet —para eso están La batalla de Chile, de Patricio Guzmán, y, desde un punto de vista más abstracto, La espiral, de Mattelart, Marker y otros—, ni denunciar a los opresores —Heynowski & Scheumann se han consagrado a ello con constancia digna de mejores resultados—, sino que cuenta —como si fuese ficción— la historia real de unos personajes —norteamericanos y no chilenos y, por tanto, relativa o totalmente ajenos al drama— que se ven envueltos en las consecuencias del golpe, es decir, que se convierten en víctimas de la feroz represión que desencadena.
Missing adopta el esquema clásico del viaje iniciático. El típico hombre de negocios neoyorquino, satisfecho y conservador, que tan admirablemente encarna Jack Lemmon, viaja a Santiago de Chile para tratar de averiguar qué ha sido de su hijo, desaparecido en los primeros días del «alzamiento», empresa en la que ha fracasado desesperantemente su nuera Beth —Joyce en la realidad—, interpretada con sentimiento y energía por Sissy Spacek. No es, por supuesto, un mero desplazamiento espacial, geográfico; se trata de un auténtico viaje al otro mundo, a un estado de cosas que al civilizado Ed Horman le resulta tan inconcebible que no puede creer que sea como Beth —o «cierta prensa»— se lo pinta. La desconfianza hacia lo que su hijo y su nuera representan se va modificando poco a poco, a medida que advierte —con estupor, primero; con horror, más tarde; finalmente, con indignación— lo que está sucediendo. La experiencia, la visión directa, le van enseñando lo que su falta de imaginación y su terca o tranquilizadora confianza en que «esas cosas no ocurren» le han impedido admitir. En ese proceso de conocimiento, de aproximación a su nuera, de descubrimiento de su hijo distanciado, se centra la película, sin detenerse a mostrar los horrores —que apenas entrevemos, y es suficiente— ni a exponer los mecanismos de la conspiración —que también afloran bajo la hipócrita capa de amabilidad, buenas palabras y trabas burocráticas de los funcionarios americanos—. Pero es bastante, creo yo, y tal vez más eficaz que forzar la trama para desembocar en la acusación directa.
Yo no confío demasiado en la utilidad política del cine, pero me gustaría que en un país en el que se habla a menudo, ya con una alarmante naturalidad, con cierta indiferencia incluso, de golpes de coroneles, se viera esta excelente película. Tal vez así los que creen que un golpe de esa naturaleza no les afectaría se dieran cuenta, por lo menos un poco, de qué significa realmente una toma violenta del poder y de que hasta los más «apolíticos» y conservadores —esos que tibiamente censuran «los excesos» de los militares chilenos sin contar entre ellos el levantarse en armas, o encuentran «impresentable» a Tejero pero no inadmisible la «solución Armada»— pueden «pagar el pato», si no en su propia carne o con su vida, con las de sus allegados o amigos. Claro que hay muchos a quienes importan más sus «intereses» que la libertad, sus carteras de valores que sus amistades, y que prefieren hacer la vista gorda o practicar la política del avestruz, tildando de «propaganda partidista y tendenciosa» todo lo que no quieren saber, o invocando ante la sangre el «¡Que no quiero verla!»
En “Casablanca” nº 23, noviembre-1982
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