Desde el punto de vista autodenominado "neoliberal” - aunque de verdaderamente liberal tenga poco, apenas parte del nombre - que sostiene el PP y ya desde varios años antes aceptaba mayoritariamente el PSOE, es "anticuado proteccionismo" subvencionar el cine europeo o español, e imponer cualquier límite a la "libre circulación" del cine americano sería algo tan vano e insensato como - por usar una expresión que les es grata - "poner puertas al campo" (como si no soliera tenerlas...), una muestra de "debilidad" del cine propio y algo que va en contra de la supuesta "elección del espectador", como si éste tuviese libertad de elegir y como si comprar una entrada equivaliese a depositar un voto a favor de un candidato en unas elecciones democráticas.
Esta colección de sofismas debiera caer por su propia carencia de base, pero su reiteración año tras año parece haber embargado la capacidad de reflexión de todos, de modo que hasta sus aparentes víctimas aceptan su "culpa" y creen inevitable – cuando no merecida - su situación de inferioridad y su permanente fragilidad, e incluso medidas que pueden conducir, en plazo más o menos largo, a su desaparición como cine nacional.
Resulta muy aburrido tener que exponer una y otra vez lo obvio, pero parece que no queda otro remedio. Intentaré ser breve, y sin recurrir a una retórica tan manida como inoperante, que no hace mella en gente especialmente dotada de caparazón y harto insensible a los argumentos franceses de la "excepción cultural" y las "señas de identidad".
Pero es que resulta, aun aceptando el principio tácito imperante lo mismo en el Gobierno español que en la mayor parte de los europeos (incluso los que en teoría son "socialistas", "laboristas" o "socialdemócratas"), según el cual "todo es mercancía" (y al parecer, sólo mercancía) y nada hay mejor que el mercado (axioma indemostrable que ya nadie discute ni exige que se razone, no digamos que se pruebe) ni peor que el Estado - que, curiosamente, tanto empeño tienen en administrar y representar -, que haría falta que al menos el cacareado "mercado" se aproximase lo más posible a las condiciones que permitirían su buen funcionamiento: competencia (porque si no la hay, difícilmente podrá ser "libre"), transparencia y libertad de acceso. De lo contrario, es imposible que se produzca un equilibrio entre la oferta y la demanda, como prueban todas las situaciones de monopolio y de oligopolio no necesariamente "concertado" (pues el concierto se produce automáticamente, sin necesidad de pacto alguno, por coincidencia de intereses y por el peso de los que mantienen una posición de dominio, aunque sea tras una privatización o una apertura a la competencia desigual entre un gigante consolidado y pequeños aspirantes sin estructura).
No puede decirse que el mercado cinematográfico europeo, y por tanto - y más acusadamente que muchos otros - el español, sea hoy - como no lo ha sido desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, si no desde la implantación del sonoro – remotamente parecido a un mercado capaz de funcionar como es debido, ya que no cumple ninguna de esas condiciones genéricas; de hecho, empieza por no existir ni la posibilidad de competencia, sino un abuso de la posición de dominio obtenida, por medios diversos - algunos claramente ilícitos, aunque quizá no ilegales, o indemostrables por falta de pruebas, pero decididamente impunes -, por el cine americano, que emplea en Europa estrategias y métodos que en los Estados Unidos le están legal y efectivamente vedados.
Tampoco puede hablarse de transparencia, al menos en nuestro país, cuando la mayor parte de las compañías de distribución supuestamente "españolas" son, de hecho, filiales (o franquicias) de las majors americanas y están estrictamente a su servicio, o no pueden permitirse ningún enfrentamiento pues hasta las pequeñas y antaño "independientes" dependen de aquellas crecientemente y, hasta si no lo deseasen, tienen, cada vez más, que plegarse a sus exigencias, y a ello tienden incluso sin presiones las más ambiciosas desde un punto de vista económico.
Y la falta de libre acceso está consistente y crecientemente promovida por los principales productores españoles - que suelen ser asimismo distribuidores o dueños de cadenas de salas, cuando no ambas cosas -, siempre deseosos de mantener su oligopolio, y se ha visto consolidada por todas y cada una de las reformas de la legislación española posteriores a 1990, que han llegado a convertir en ayudas a las productoras, asesoradas por comisiones consultivas dominadas por la FAPAE, incluso las concebidas especialmente para apoyar a los guionistas, y que exigen de las productoras solicitantes un grado de consolidación, solvencia y trayectoria previa que puede impedir, en la práctica, que se beneficien de ella los nuevos productores o los autores que, por culpa de dichas disposiciones reglamentarias, se ven forzados a constituirse como tales.
La misma defensa del mercado exigiría, por tanto, que se estableciesen medidas que eficazmente ayudasen a restablecer el equilibrio, y que hiciesen posible competir en igualdad de condiciones con las americanas a las películas europeas.
La escasa rentabilidad presunta del cine europeo en general dificulta y minimiza la inversión en su producción, pese a ser mucho menos costoso rodar en nuestro continente que en los Estados Unidos de América. La falta de distribución europea – no hablemos en Estados Unidos, donde es manifiesto que no gozan de unas facilidades equivalentes a las que encuentran las producciones americanas en cualquier país de Europa — de las películas producidas en cada uno de los países del continente hace casi imposible que obtengan los ingresos suficientes. Incluso si se crease un mecanismo ágil y eficaz para promover la distribución de las películas europeas en toda Europa, siempre carecerían del apoyo publicitario con el que cuentan las americanas, una inversión que les granjea automáticamente un trato de favor - incluso servil - por parte de los medios de comunicación - privados y hasta públicos, sean regionales o estatales - del que no se benefician ni siquiera las producciones del propio país, no digamos de los restantes países europeos.
El espejismo de renunciar a la propia lengua para rodar películas en inglés - que ha llegado al ridículo extremo de filmar una Juana de Arco de producción francesa que hablaba en el idioma de sus enemigos históricos - se ha revelado repetidamente ilusorio, como debiera haber advertido un mínimo de reflexión, a la vista de la escasa aceptación por el mercado americano (el público apenas tiene posibilidad de "opinar" al respecto) del cine británico y el irlandés, los únicos de Europa que tienen el inglés por una de sus lenguas naturales u oficiales, no digamos de las películas dobladas a ese idioma o cuyo guión había sido previamente traducido e interpretado en él.
La imitación de los modelos americanos, aparte del entreguismo cultural que supone, no consigue otra cosa que hacer más patente la inferioridad - cuando no debilidad - económica, industrial, tecnológica y de redes de distribución y exhibición del cine de cada país europeo, comparado con el americano. Es tratar de competir donde no hay posible competencia, librando una batalla perdida de antemano y malgastando inútilmente recursos que tendrían multitud de empleos alternativos, por ejemplo hacer más películas muchísimo más baratas y más fáciles de amortizar.
La crisis de la exhibición en salas que sufre el cine europeo desde mediados de los años 80 - aparte de otros factores socioeconómicos, por la expansión del vídeo, de las TV privadas, por satélite y por cable, y ahora del DVD - ha permitido a las grandes compañías productoras americanas reconstruir en Europa - y en una Europa para ellos auténticamente "sin fronteras", de la que son las mayores beneficiarias - el monopolio vertical que la ley americana les obligó a abandonar en su propio mercado en la segunda mitad de los años 50, pues controlan aquí la distribución y las salas, lo que garantiza la plena y preferente ocupación del territorio cinematográfico europeo, en el que han impuesto métodos de distribución allí prohibidos - como la venta por bloques o el bloqueo de zonas - o impracticables para el cine europeo - estreno simultáneo con saturación de copias, que incrementa el coste unitario de cada película sin posibilitar por ello una rápida recuperación -, ante la indisponibilidad de las salas y fechas adecuadas y la reducida dimensión de los mercados nacionales individualmente considerados y a los que, de hecho, habitualmente se ven confinadas.
Cómo salir de esa situación, que se sabe desde hace por lo menos diez años que va a verse agravada, antes o después, ya a muy breve plazo, si se confirman una serie de expectativas para cuya urgente realización los Estados Unidos presiona insistentemente a todos los integrantes de la OMC, y que pueden acentuarse, adicionalmente, en países como España, a medida que se avance en la inevitable armonización fiscal dentro de la Unión Europea - piénsese en el IVA -, es quizá una pregunta sin respuesta; por lo menos, a mí no se me ocurre ninguna que sea breve, clara, eficaz y plausible, con alguna esperanza de que llegue a hacerse realidad. Lo más grave es que, quizá por pereza, o por visión a muy corto plazo, casi nadie parece ni siquiera habérsela planteado con un mínimo de realismo, y se han perdido los diez años o así de "moratoria" que, por unas u otras razones, se le ha concedido al cine; conviene no olvidar que en España, además, se han aplazado promesas gubernamentales de "desarme proteccionista" que acabarán por cumplirse, sin que el sector afectado haya hecho nada para su clara y definitiva revocación, y menos todavía para lograr que en toda la Unión Europea se impongan cuotas de exhibición de cine europeo semejantes a las existentes - más sobre el papel que en la práctica, pero ya sería algo - en la televisión, a pesar de los múltiples atrasos y las incontables trampas perpetradas al trasponer a la legislación la Directiva comunitaria "Televisión sin fronteras", cuyo incumplimiento se ve condonado por la inexistencia de una Comisión Superior Audiovisual independiente con potestad sancionadora efectiva y dispuesta a erradicar las prácticas ilegales, en España reiteradamente impunes y cometidas hasta por las cadenas públicas.
No hay modo de recuperar el tiempo perdido, ni lo que con su paso se llevó el viento, pero sería urgente no seguir perdiéndolo, y empezar cuanto antes a pensar y hacer algo útil, en lugar de derrocharlo con fuegos artificiales y "medidas de fuerza" que, entre los que carecen de ella, se revelan como manifestaciones de impotencia que bordean el patético "quiero y no puedo", o de esperar en silencio, pasivamente, a que no quede otra opción que la de entonar nuevamente el coro de las lamentaciones ante un muro de indiferencia y sordera.
Sería difícil - aunque muy conveniente - recuperar (y hasta reforzar) las antiguas "tasas de doblaje" - con verdadera significación económica, no las meras "licencias" existentes hasta hace pocos años -, pese a que en Francia tienen algo parecido que afecta a la exhibición en salas, la programación televisiva, la publicidad, las ventas de vídeos y, al difundirse el nuevo soporte, muy recientemente, de DVDs, y que se emplea para nutrir el Fondo de Apoyo en beneficio del cine francés y, en principio, del europeo en general, aunque también de las películas de cualquier procedencia en lengua francesa (modelo particularmente aplicable a las de expresión hispana, aunque fuesen hispanoamericanas). Pero quizá valiese la pena intentarlo. Por lo menos, proponerlo, y hasta exigirlo para poder conseguir algo eficaz. Como no parece posible (ni práctico) imposibilitar el doblaje, al menos cabría encarecerlo y limitarlo, paliando así una política franquista que ha creado un hábito muy arraigado, pésimo para la exigencia y la familiaridad con otras lenguas de los espectadores, negativo para la calidad del cine español y muy costoso en términos de dar una ventaja indebida - la de la comodidad - al cine hablado en otras lenguas.
Habría que convencer al Gobierno de que es imprescindible revocar claramente y por completo el compromiso de eliminar los requisitos de exhibición de películas europeas frente a las no comunitarias, e incluso hacer que la proporción fuese más favorable a nuestros propios intereses, toda vez que la Unión Europea se está ampliando.
Los propios profesionales y aspirantes habrían de renunciar a la infundada aspiración falsamente igualitarista de ser automáticamente acreedores a las ayudas públicas por el mero hecho de desear hacer cine, ya que cualquier subvención con carácter general es contraria a los principios de la UE, y tendría un carácter más industrial (y por tanto mercantil) que cultural, y deberían reclamar, en cambio, su sustitución por ayudas a la creación de películas con ambiciones culturales, como parece más propio que conceda el Ministerio de Educación, Cultura y Deportes.
La legislación para el ejercicio de la actividad televisiva tendría que actualizarse para que las cadenas aportasen al cine, del que se nutren, la correspondiente financiación. Tendría que crearse urgentemente algo semejante al Consejo Superior Audiovisual francés, con plena independencia y con capacidad (y voluntad política, llegado el caso) no ya de multar en cuantía disuasoria y proporcionada, sino de suspender temporal y hasta definitivamente, y en ocasiones, de nacionalizar, una cadena que reiteradamente incumpliera la legislación vigente.
El Tribunal de Defensa de la Competencia debiera tener una unidad especializada (y competente en la materia) para vigilar el mercado audiovisual en todos sus campos.
No es que con eso se fuera a arreglar el cine español ni el europeo si tales medidas, de ser precisas en cada país todavía, se generalizaran. Pero habría alguna posibilidad más, quizá, de que el cine lograse sobrevivir. Que viviera ya dependería de la capacidad creativa de los cineastas, de que quisieran hacer buen cine y no ganar dinero, y de que lograsen despertar la curiosidad y el interés de los espectadores. Lo restante podría ir viniendo por añadidura.
En “La excepción cultural : el futuro del cine español”. ADIRCE, 2004.
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