martes, 19 de septiembre de 2023

Glengarry Glen Ross (James Foley, 1992)

Éxito a cualquier precio

Ya que consta arriba, permítanme que no use el estúpido título español, tan “original” que nunca logro acordarme de él. Glengarry Glen Ross no tiene nada de extraordinario, pero es excelente… por ningún motivo en particular: simplemente, todo es interesante —lo que cuenta, lo que muestra, y cómo hace ambas cosas—, auténtico —pero lo bastante estilizado para que no haga falta haber vivido en los Estados Unidos para entenderla de cabo a rabo, y eso que es tan americana como la Coca-Cola—, y está muy bien realizado; es decir, que no se ha quedado en el papel, en un guion teatralmente hábil (de hecho, procede de un drama de David Mamet, con evidente respeto de las tres unidades).

Es larga, pero no se nota, porque tiene el pulso que la acción —básicamente una espera, pero unos personajes dejan que corra el tiempo mientras otros se agitan en desesperado frenesí— requiere; el ritmo de la historia y el curso de la película coinciden como el guante y la mano de su propietario. Esto, que puede parecer fácil, no está al alcance de cualquiera, como puede demostrarse con multitud de ejemplos; el director que lo consigue merece ya, sólo por eso, que le prestemos atención, si todavía no lo habíamos hecho, aunque lo cierto es que, a pesar de un match nulo con Madonna —Who’s That Girl?—, James Foley está demostrando ser un digno heredero —todavía por debajo del nivel que alcanzó el autor de Río salvaje, pero en su misma onda— de Elia Kazan, con Reckless (1984) y, sobre todo, con At Close Range (1986, escrita por Nicholas Kazan) y Glengarry Glen Ross, aunque en esta cuente con un guion que debiera haber caído en manos de Billy Wilder, en lugar de Aquí un amigo. Quizá no llegue a ser un “autor”, como Kazan, Wilder o Blake Edwards, y tal “relevo” general no se produzca realmente, pero sí puede ser el sucesor de Sidney Lumet o John Frankenheimer, que también hará falta para que el cine americano siga siendo el cine americano.

También puede parecer una obviedad que los actores estén excelentes, porque todos los elegidos —de Jack Lemmon a Ed Harris, más bien maduros— lo son habitualmente; pero como no siempre lo están, y a menudo, si se les deja campar por sus respetos, se pasan, habrá que admitir que Foley sabe lo que quiere y cómo conseguirlo, cosa que ya demostró anteriormente con algún jovencito nervioso, tipo Sean Penn. Y esto significa, entre otras cosas, que tiene la autoridad suficiente para ser un director, sin dejarse pisar el terreno por actores con más experiencia, sueldo y fama que él.

Si el cine americano, aun en sus periodos menos inspirados, retiene su supremacía, no es tanto por sus obras maestras —que de vez en cuando se consiguen en España, en Bélgica o en Suiza, en cualquier rincón del mundo—, sino porque sigue produciendo cada año entre cinco y diez películas —en otros tiempos fueron quince o veinte— tan ejemplarmente “normales” y asequibles, tan amenas e interesantes como esta, que sirven de garantía y reclamo para las demás, y permiten que la gente pique con otras de aspecto igualmente “corriente” y atractivo, pero menos logradas o incluso totalmente fallidas: antes de pagar la entrada, poco se diferencian unas de otras, y todas se anuncian de forma parecida y cuentan con señuelos equivalentes.

En “Todos los estrenos. 1993”, Ediciones JC

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