Lenny Bruce fue un cómico americano, poco conocido en Europa y nada en España, que supo mezclar el humor judío con una actitud provocadora que le valió múltiples disgustos y, al mismo tiempo, algunos «fans» entre los componentes de ciertos círculos «in» o «marginales» de ambas costas de los Estados Unidos. Por lo que Julian Barry (adaptando su propia obra teatral) y Bob Fosse nos cuentan, su vida debió ser bastante agitada, aunque no mucho más —ni en sentido muy diferente— que la de otros muchos actores, comediantes o artistas en general. Sin duda por su falta de originalidad, esta biografía no se nos narra lineal y cronológicamente, sino de forma fragmentaria y aparentemente desordenada, a través de una serie de secuencias aisladas, ejemplarmente ilustradas y suscitadas por entrevistas con algunas de las personas que le conocieron más de cerca: su esposa Honey (Valerie Perrine), su manager Artie Silver (Stanley Beck), su madre Kitty (Susan Malnick). Con todo y a pesar de las interrupciones, de las «vueltas al presente» que significan las preguntas y respuestas, de que el punto de partida argumental sea el hecho de que Lenny Bruce (Dustin Hoffman) está muerto y de que, como nos advierte el rótulo inicial, todos los hechos que vamos a presenciar son auténticos, lo cierto es que la sucesión de flashbacks que constituye la película respeta, más o menos, el orden en que se produjeron los acontecimientos clave de su vida.
Es decir, que Lenny nos cuenta, ante todo, una historia: parte de la vida de un personaje. Para que una biografía —ficticia o real— nos interese, han de ser la de una persona interesante. Fosse nos da por garantizado el interés tanto de Bruce como de su vida; el de su vida hemos visto ya que es muy relativo, ya que es una vida intercambiable con la de otros personajes; el de Bruce como artista no lo pongo en duda, pero debo decir que el film no consigue en momento alguno sustentar que lo tenga: ninguna de sus actuaciones resulta muy divertida, ni muy ingeniosa, ni realmente «demoledora» como crítica de la sociedad en que malvive. Ello induce a pensar que el verdadero interés de Lenny Bruce radica, más que en sus actuaciones, en sus transgresiones de las «buenas maneras», de los «usos admitidos». En ese sentido, se podría afirmar que Barry y Fosse aprecian de Bruce, ante todo, su aportación a la conquista de la libertad de expresión, aunque el interés de lo que luchó por conseguir fuese a mi modo de ver, muy limitado: el derecho a hablar «mal», a decir «tacos»; si se quiere, a llamar a las cosas por su nombre, a usar en público las palabras que se dicen en privado, o en la calle, o en el autobús.
Hasta tal punto es lo importante en Lenny —como en las actuaciones de Lenny Bruce— la palabra, que C.B. Films se ha molestado en solicitar los servicios como subtitulador de Camilo José Cela, experto en la materia (pero temo que no en inglés, ya que las traducciones son con frecuencia pobres y en ocasiones puramente erróneas), y así lo anuncia en la prensa. Semejante primacía de la palabra revierte en una importancia fundamental de los actores, y hay que reconocer que es en este terreno donde sobresale la labor de Bob Fosse: tanto Dustin Hoffman (actor amanerado que suelo detestar) como la poco profesional Valerie Perrine y, en general, todos los secundarios (pienso en los testigos de los juicios, y en especial en cierto policía) interpretan a la perfección sus respectivos papeles, y logran dar dramatismo e intensidad a buen número de escenas, especialmente aquellas más sencillas y directas, estilísticamente más «planas», es decir, aquellas en las que Fosse no recurre a un cierto impresionismo a base de montar planos cortos, por lo general de detalle y siguiendo el ritmo de Miles Davis, con la intención de recrear un cierto «clima».
Bob Fosse fue un notable bailarín, un regular actor y un excelente coreógrafo (de My Sister Eileen de Quine a Damn Yankees de Abbott & Donen). Convertido en director de musicals en Broadway, con gran éxito debutó en 1969 como director cinematográfico con un remake musical de Las noches de Cabiria de Fellini titulado Noches de la ciudad (Sweet Charity); en 1971 realizó Cabaret y, por último, en 1975 ha firmado Lenny. Con estas tres películas, Fosse ha demostrado —en las dos primeras— que sigue siendo un gran coreógrafo y que es un gran director de actores. Sin embargo, permanece excesivamente ligado al mundo del espectáculo en su elección de temas y personajes —casi siempre adaptando éxitos de la escena, además— como para que pueda considerárselo algo más que un metteur-en-scéne, idea se ve preocupantemente corroborada por la incertidumbre estilística que demuestran sus tres películas, y en las que no puede advertirse otro progreso que una aparente tendencia a la sobriedad, tal vez dictada por el carácter intimista de Cabaret —frente Sweet Charity— y por el tono «documental» que —con ayuda de la excelente fotografía en blanco y negro de Bruce Surtees— ha querido dar a Lenny. Claro que esta creciente austeridad visual, bienvenida tras el caótico y arbitrario empacho de movimientos de cámara de su primer film, ha tenido una desagradable contrapartida en el progresivo alejamiento del musical que han marcado Cabaret y, sobre todo, Lenny, y el consiguiente abandono del trabajo para el que Fosse está más dotado, el de coreógrafo, motivo por el cual no creo que este director sea, como algunos piensan y el éxito comercial de sus películas parece indicar, uno de los más prometedores del «nuevo Hollywood», sino todo lo contrario: de «nuevo» no veo en él más que las facilidades de la «permisividad» inaugurada por la desaparición del código Hays y el recurso, en sus primeros films, al zoom y la imagen desenfocada; si se dejan de lado estas características, Fosse parece un mero artesano, como tantos del Hollywood de antaño, sólo que menos riguroso y menos modesto, y por tanto menos interesante que, por ejemplo, un Walter Lang.
En "Dirigido por" nº 45, junio-julio 1977
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