Aunque el largo y conflictivo rodaje de Cleopatra (1963) fue, sin duda, una auténtica pesadilla para Mankiewicz, que se mantuvo en pie durante casi dos años a base de inyecciones y pastillas, para lograr llevar a término la que, al parecer, sigue siendo la más costosa película producida, y en la que tuvo que trabajar noche y día como guionista, director, productor ejecutivo e incluso consejero sentimental de sus intérpretes, es una verdadera lástima que el autor de The Honey Pot (Mujeres en Venecia, 1967) se niegue aun hoy a hablar de este film, que me sigue pareciendo, tras ocho visiones en dieciséis años, su mejor película, junto con The Ghost and Mrs. Muir (1947).
A pesar de que Mankiewicz no pudo rodar todas las escenas que quería, y de que su montaje inicial de siete horas y media fue reducido por Zanuck —quien declaró que «cambiaría de oficio antes de dejar una película totalmente en manos de un artista»— a 4 horas y 3 minutos y, después del estreno, a 223 minutos, de los que hoy suelen verse tan sólo 180, es decir, pese a que de Cleopatra no quedan más que fragmentos —la Fox conserva la versión inicial, que Mankiewicz deseaba recomponer todavía en 1967, y que el American Film Institute o alguna entidad semejante debería rescatar—, he visto pocas películas que sean a la vez tan serenas y emocionantes, tan fascinantes e inteligentes, tan sobrias y hermosas, tan elegantes e ingeniosas, tan abarcadoras e intimistas. Misteriosamente, cuando su carácter fragmentario habría de hacer que avanzase a trompicones, Cleopatra tiene una fluidez y un ritmo sólo comprables a ese prodigio de equilibrio y modulación que es Yokihi (1955) de Mizoguchi.
Se criticó mucho, en el momento de su estreno, la actuación de Elizabeth Taylor y Richard Burton, que encuentro lo mejor que han hecho nunca; el trabajo de Rex Harrison como Julio César está más allá de todo elogio, y contrasta con el de Burton como Marco Antonio lo preciso para diferenciar como es debido las dos partes de la película, enlazadas por Cleopatra y por la omnipresente sombra del fallecido César en la segunda.
Desentendiéndose —salvo cuando era imprescindible, por ser significante: entrada triunfal de Cleopatra en Roma, tres batallas reducidas a su mínima expresión— de la espectacularidad exigida de una superproducción, Mankiewicz se volcó en el análisis psicológico y político de los personajes y sus relaciones, sirviéndose para ello sutilmente de la «alta comedia» —sobre todo en la primera parte, aunque también en la cena de Antonio y Cleopatra a bordo del navío real anclado en Tarsus— y de la más desnuda tragedia —Antonio pidiendo guerra, abandonado por sus tropas; el doble suicidio de los amantes derrotados—; la mayoría de las escenas de Cleopatra —todas las más importantes— conciernen a dos o tres personajes, tal como ocurre en casi todas las películas de Mankiewicz, cuya presencia se reconoce —pese a todos los pesares— en cada plano, en cada frase, en cada personaje, en la soberbia y profundamente original concepción dramática y narrativa del film, tan sólida y profunda que ha resistido todas las interferencias y mutilaciones y que permite, con un mínimo esfuerzo —al que el cine «moderno» debiera habernos acostumbrado ya—, rellenar mentalmente las «lagunas» o los «huecos» creados por el remontaje, como si se tratase de elipsis deliberadas y previstas por el director - guionista; de hecho, hay que atribuir al propio Mankiewicz las breves y esporádicas acotaciones históricas de una voz en off (de un anónimo «cronista» que no puede ser sino él) cargada de melancólica sabiduría, de fatalismo, a veces de ironía, que sirven para salvar los «saltos» más notables y para hacer pausas reflexivas.
No es éste, sin embargo, el lugar ni el momento adecuado para analizar Cleopatra en detalle, relacionándola con las restantes películas de Mankiewicz —en especial su magistral Julius Caesar (Julio César, 1953)— y con tres grandes obras teatrales con las que tiene mucho en común, Caesar and Cleopatra de George Bernad Shaw y dos Shakespeare, Julius Caesar y Anthony and Cleopatra. Habría que conseguir ver, y más de una vez, la versión de siete horas y media que quería estrenar Mankiewicz, naturalmente en inglés, e interrogar a su autor detenidamente acerca de su concepción del film y de los personajes. Me limitaré, pues, a señalar algunos aspectos que encuentro curiosos o particularmente interesantes de esta película, en las versiones que conozco.
1. Aunque ya The barefoot Contessa (La condesa descalza, 1954) y algunas secuencias de Guys and Dolls (Ellos y ellas, 1955) lo sugerían Cleopatra revela que Mankiewicz —singularmente fiel al blanco y negro hasta entonces— es un colorista de primera magnitud, comparable a Tourneur, Sirk, Ray o Minnelli, apreciación que The Was A Crooked Man… (El día de los tramposos, 1970) desmentiría, de no verse corroborada por The Honey Pot e incluso por Sleuth (La huella, 1972). Cleopatra —fotografiada por el gran Leon Shamroy en Color DeLuxe y Todd-AO 70 mm.— tiene los dorados más maravillosos y funcionales que he visto —sólo los de Yokihi se pueden comparar—, dentro de una paleta muy elaborada y significativa, dominada por el oro, el grana y el azul pálido, equilibrada por tonalidades asociadas —amarillos y naranjas pálidos e intensos, rosas y rojos, negro total en las escenas nocturnas, y ese verde oscuro mate que tan bien se combina con el ocre y el oro y tan típico de Mankiewicz: The Barefoot Contessa, The Honey Pot y Sleuth— y alejada de cualquier pictoricismo o de la mera decoratividad. Al igual que la lírica y portentosa partitura de Alex North, los colores sirven para definir y relacionar entre sí a los personajes.
2. El espléndido uso que hace Mankiewicz de la sobreimpresión —procedimiento también importante en Suddenly, Last Summer (De repente, el último verano, 1959) y al que, como Richard Brooks, parece muy aficionado como suspensión del montaje paralelo, sobre todo para condensar y sintetizar escenas ya filmadas enteras en Julius Caesar (muerte de César, discurso funerario de Marco Antonio) y que, por lo visto, no quería rehacer, y para dar, además, una intensísima y dramática sensación de simultaneidad (llamas que «interpreta» la pitonisa, primer plano del rostro de Cleopatra, asesinato de César).
3. Un audaz empleo del sonido, en general para eliminar diálogos y acelerar el ritmo de ciertas escenas (omisión del discurso de Bruto, tan importante en el film de 1953, y filmación a distancia del de Antonio, hecho inaudible por la música y el clamor de la multitud enfervorizada), otras veces para reducir la potencial espectacularidad del film (como cuando se oye el avance lento e incontenible de las legiones de Octavio, que luego rodearán a Antonio sin responder a su súplica de una muerte digna; o, muerto ya Antonio en brazos de Cleopatra, cuando el ruido de muchas pisadas sincronizadas advierte de la entrada en Alejandría de los romanos), o para no interrumpir un plano con imágenes que pueden sustituirse por sonidos off (eso que hace Bresson tan frecuente y llamativamente).
4. Un predominio del plano medio —con dos personajes en el encuadre, o alternando a uno y otro en campo - contra-campo, pese al gigantesco formato Todd-AO—, usualmente después de un plano-general que sitúa a los actores en el escenario, que demuestra el carácter intimista del film, seguramente la única superproducción épica filmada prácticamente en plano medio y con tan pocas escenas de masas.
5. Como confirmación de lo anterior, de la batalla de Farsalia —que abre el film— no se ven más que las consecuencias; la del desierto, hacia el final, se caracteriza precisamente por no tener lugar: Marco Antonio se despierta, tarde, y encuentra el campamento vacío —sus tropas le han abandonado, su fiel Rufio (Martin Landau) yace muerto—, como permite apreciar una genial y majestuosa grúa, y las legiones de Octavio se niegan incluso a dirigir la palabra a su rabioso y desesperado oponente solitario; hasta la batalla naval de Actium es muy poco espectacular: lo que importa es su estrategia hábilmente explicada con ayuda de «mapas» y «maquetas» que incendian y mueven los almirantes egipcios desde el puesto de observación de Cleopatra— y las reacciones de Antonio y de la reina de Egipto ante la victoria de Octavio.
6. Pese a que Mankiewicz tiene todavía, entre algunos sectores críticos —como Andrew Sarris y sus seguidores, que le agrupan con Huston, Zinnemann, Wyler, Kazan, Lean, Mamoulian, Milestone, Reed y Wellman, es decir, con directores que nada tienen en común y que van de lo mejor a lo peor—, fama de brillante «guionista-dialoguista» pero sin imaginación visual y de «técnico pedestre» (sic), Cleopatra demuestra, por enésima vez, y más que nunca, que es, ante todo, un gran metteur-en-scéne: los movimientos de cámara de esta película —como el inolvidable que le pone fin— merecerían para sí solos todo un libro.
En “Dirigido por” nº73, mayo-1980
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