El resurgir del cine de terror que se ha hecho patente en los últimos años tiene la ventaja —si no se prolonga demasiado— sobre otras modas de que proporciona un buen campo de maniobra para cineastas que, por ignorancia o inconformismo, por juventud o falta de ambición, se ven confinados a los bajos presupuestos. Y es un marco fértil, más que nada porque —todavía— no invita al academicismo, sino que empuja a aguzar la fantasía, el ingenio y la astucia (visual o narrativa, si no ambas a la vez). John Carpenter o Brian de Palma, con las limitaciones que se quiera, representan cimas de vitalidad, entusiasmo y disfrute al hacer cine en el presente panorama hollywoodense. No sé cuántas millas al Norte, a temperaturas probablemente inferiores, el joven especialista del género, David Cronenberg, parece su equivalente canadiense.
Tiene éste la desventaja de contar con menos recursos todavía, con actores desconocidos o de segunda fila, con un paisaje urbano menos atractivo —de ahí el tono singularmente frío, brillante y plástico de sus decorados— y de no tener garantizada la distribución mundial que, puntualmente, promociona los productos de sus colegas estadounidenses. Por eso han llegado hasta nosotros, y sin fama que las precediera, pocas de sus películas, y no precisamente en orden. Pero tanto Scanners (1980) como The Brood (1979), que se estrena ahora, señalan la aparición de un interesante artesano-autor. Le califico así no porque dude si se trata de lo primero o lo segundo, sino porque combina ambas características a la fuerza: seguramente es un autor porque tiene que hacerlo él casi todo —como Carpenter, que hasta componía la música y se ocupaba del montaje— y demuestra continuidad en las ideas y el estilo, y su cine es, por otra parte, tan artesanal como hoy día es posible, con un equipo fijo y eficiente y aplicando esquemas dramáticos que permiten hacer economías de tiempo —de rodaje y de narración— y dinero.
Es posible que ciertos elementos de la descabellada, pero inquietante intriga de Cromosoma-3 procedan de la visión de Don’t Look Now (Amenaza en la sombra, 1973), de Nicolas Roeg, tan celebrada en su momento como hoy —comprensiblemente, creo yo— olvidada, pero eso no impide, en modo alguno, que la historia que nos cuenta —un poco enrevesadamente, pero también eso es parte del juego y se acepta de buen grado— Cronenberg sea, como la de Scanners, notablemente original, el método es el mismo: se toma un detalle prestado de la tradición del género, a ser posible multiplicándolo o llevándolo hasta el límite de sus posibilidades —que suele estar decididamente en los dominios de lo imposible— y se combina astutamente con una extrapolación pseudocientífica de algún descubrimiento técnico o patológico tendente a producir en el espectador una dosis considerable de «mosqueo», para ello es indispensable cuidar de introducir unas gotas de humor, generalmente macabro, y distribuir con cuidado las escenas de choque, las propiamente terroríficas. De este modo, el público, incrédulo primero, escamado pero vencido por la curiosidad después, se deja embarcar por el director en una peripecia de final imprevisible y, normalmente, nada tranquilizador. Además, como resulta evidente que Cronenberg se ha divertido escribiendo, filmando y montando la película, es fácil que este sentimiento contagie al espectador, y que disfrute de la película sin reparar durante la proyección en el cúmulo de disparates que le están contando.
Esta complicidad entre cineasta y aficionados, habitual en el cine de terror —nada tan falso como presentar al público del género haciendo el papel de víctima de un presunto sádico— y especialmente intensa cuando interviene el humor en su relación —véase Hitchcock—, permite al cineasta proponer al espectador una visión perturbadora de la realidad. Así, cuando uno sale de Cromosoma-3 no ha estado hora y media sufriendo por una niña amenazada, sino que ha aprendido a imaginar que cualquier niño con anorak, visto de espalda o a cierta distancia, pueda ser otra cosa, bien ominosa y dispuesta a atacar sanguinariamente, incluso en una preciosa, alegre, moderna y divertida aula, a plena luz del día y ante la mirada aterrada de su hermanastra y sus compañeros.
En “Casablanca” nº 23, noviembre-1982
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